A veces hablo solo y no me avergüenza
confesarlo, porque tengo la fortuna de conservar en mi interior ese misterio que
me impide desprenderme del amigo imaginario de la infancia. Y hoy, que acabo de
ver a un niño, como yo lo fui, sonriendo con su primera bicicleta roja, como lo
fue la mía, empiezo a entenderlo. Si algo caracterizó los primeros e
interminables años de mi vida fue la soledad. Solo hay una evidencia más triste
para un crío que ver como su familia se descompone y es la de adivinar que ya
estaba cuarteada antes de nacer. Que la semilla del desentendimiento había
florecido en nuestra casa antes que la
mía en el vientre de mi madre y, como los edificios que han sido
equivocadamente cimentados, terminan desmoronándose, y te encuentras obligado a
sostenerte entre unos escombros que sabes imposibles de reconstruir. La
infancia tiene la virtud de convencerte de que lo tuyo es lo normal, y esos
primeros amigos que te hablan de las reuniones familiares y en los que percibes
esa armonía diaria que no terminan de valorar se convierten en los raros, en
anomalías afectivas que ni siquiera te permites envidiar, porque a ciertas
edades hay envidias que no encajan en la lógica del pequeño fragmento de mundo
que la exigua ventana de la vida a la que te estás asomando no te permite ver. Pero
no me arrepiento, porque uno no puede arrepentirse de aquello en lo que no ha
intervenido; tampoco lo lamento, porque hace mucho tiempo comprendí que
lamentarse del pasado es tan inútil como intentar predecir el futuro. Pero a
ciertas edades, la soledad tiene la virtud de convertirse en fantasía, movilizando
una imaginación capaz de metamorfosear cualquier realidad. Nadie podrá quitarme
aquellas tardes en las que, con mi espada de plástico al cinto y, montado sobre
mi bicicleta roja transformada en el caballo del Capitán Trueno, descubría
territorios todavía inexplorados de mi pueblo. O cuando con mi máscara negra de El llanero solitario cabalgaba entre calles, orgulloso de que ante mi presencia,
los malos se refugiaran en las oscuras cantinas para eludir el castigo de ese
implacable justiciero que conseguía ser el más rápido con su pistola de agua.
Ya, ya sé lo que estáis pensando, que todos hemos soñado con situaciones
parecidas, que todos hemos atravesado esa edad en la que, como en ese cuento de
Cervantes, veíamos gigantes donde tan sólo había molinos, y escapábamos en una
balsa por el Misisipi junto a Huckleberry Finn. Pero lo siento por vosotros,
porque hay una gran diferencia entre jugar a soñar o sobrevivir soñando; entre
matar el tiempo disfrazándose de héroe o asumir que tienes que ser un héroe
para que el temporal no destruya lo que de niño queda en ti. Aun así no
cambiaría mi infancia ni por la del príncipe feliz, porque no es la mejor que
pude tener pero sí la mejor que tuve; y porque a diferencia de la que retrata
Wilde, de mí nunca harán una estatua y no pretendo que por mis lágrimas ninguna
golondrina muera al llegar el invierno. Pero esa bicicleta roja me ha ayudado a
entender que el niño aún sigue vivo en mí, y lo siento por él, por ese viejo
amigo imaginario que es quien está encaneciendo. Yo, seguiré adelante sin
perder mi disposición para ensoñar pese a que él, en las noches más oscuras, se
empeñe en intentar convencerme de que la bicicleta no era más que eso, una
simple bicicleta. Porque por anómala que haya sido, ninguna historia real
perdura eternamente como la tristeza que se queda atrapada entre las páginas de
un cuento.
Oscar
da Cunha
8
de febrero de 2015
Mi bicicleta no fue roja, pero me daba esa independencia que, de mayor ya, siempre he deseado... y no es cualquier cosa que, a mis 46 años, busque todavía esa independencia decisiva en la vida, esa emocional, consecuente y madura, para tomar determinaciones importantes para mi realidad, que pocos logran entender... o no quieren.
ResponderEliminarLa vida pasa y cada día me doy más cuenta de que vivimos con unos patrones que no nos gustan a todos, pero... ¡ay, qué pereza da salirte de ellos! no sea que nos traten de locos...
Sin esa bicicleta y esa espada, no hubieses sido quien eres hoy, así que ENHORABUENA por haber sabido encontrar la parte bonita de esa soledad.
¡bonito nombre! jejeje