¡No, otra vez
no; otra vez amanece! Supongo. La oscuridad se disuelve como el beso de la
muchacha que se llevó el tiempo perdido, porque hubo un tiempo en el que las
horas tuvieron precio y hasta perderlas consiguió parecerme importante. Pero ya
pasó. Y esta vieja manta que no me protege, que desnuda el alba cuando ésta es
enemiga del alma, y la mía…, la mía se niega a abandonar el blanco y negro de
su santo y sueña. ¡Maldita vida real! ¿Por qué todo se ve en color? ¿No se da
cuenta de que el color daña? El crepúsculo, ese embustero maquillado en carmín que
sólo me complace cuando el día —¡por fin — se ahoga dentro de la botella,
cuando consigo engañar a la realidad con sueños que ya no me pertenecen porque,
para soñar de noche vale cualquiera, y a mí se me olvidó hacerlo despierto, que
es donde deben soñar los vivos. Esta aurora mentirosa se convertirá en azul, el
silencio en biografías decididas a continuar escribiéndose mientras yo, lo
seguiré intentando, pero no terminaré de borrar la que alguna vez viajó
conmigo. Reniego del pasado porque no me interesa malgastar un presente entre
cartones sobre el que seguir ignorando un futuro que me alcanzará en cualquier
esquina sin farola; como la que me robó a mi último cómplice, fiel, como yo, al
hambre. Claudicó, convencido de que existe un cielo para los perros al que yo
jamás podré acompañarle; porque a los de mi casta, a los que ya vivimos en el fondo
del infierno, nos seducen las llamas de las escaleras cuando arden.
Nunca se
tienen compañeros de viaje cuando se ha decidido no seguir viajando; cuando no
se hace camino porque no pretendes que nadie siga los pasos que te llevarán a
ninguna parte y asimismo te niegas a dar; y aquellos de ayer, los que has ido
barriendo para evitar volver a esa tentación que desapareció para no regresar
por la memoria de un miserable, se han convertido en arrugadas imágenes en
sepia donde, a tu rostro, cuando aún sonreía, nadie le habló de las diferentes
máscaras con que se disfraza el futuro. Pero no finjáis compadecerme, dejó de
interesarme compensar gratitud ese día que me contó que la hipocresía ya la
tengo amortizada. Tanto como ese instante en el que comprendí que la amistad
que se compra, termina el periodo de garantía coincidiendo con el último plazo
de la hipoteca que, equivocadamente, una vez decidiste pagar. Y ya perdí el
interés en volver a ser, como los demás, una persona; y me pregunto, si alguna
vez lo intenté, ¿por qué se me concedió probarlo? Disfruto de mi rendición
asumiendo que pronto llegará —¡por fin!— ese último cielo púrpura, sin
necesidad de manta y, tumbado sobre mi cartón, descansaré para llorar con las
definitivas lágrimas de un castrado vino amargo, lágrimas de felicidad por
desaparecer en la eterna noche. La única que se compromete sin pedir a cambio
más que lo me queda, mi oscuridad, la transparente tiniebla que ninguno ve en
este mundo que sólo se interesa por el brillo.
Satisfecho por
no dejar necesidad en nadie, por no vaciar más espacio que el contenido en la
indiferencia, no hay mayor esperanza que haberla perdido. Esa sensación de que
todo quedó atrás, y por delante, cuando ya no caben más fracasos, cuando la
perspectiva no interesa, el horizonte sólo admite ese púrpura final, el único
que llora por ti.
Oscar da Cunha
17 de julio de 2015
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