Dicen que lo
que más atrae de una historia es la intriga, el misterio. Estoy de acuerdo, y
en toda historia sucede como con la de nuestra especie, todavía estamos por
descubrir qué nos hizo bajar de las ramas del árbol para terminar llegando a
Plutón, y continuar siendo tan necios como para convertir el planeta más
hermoso de nuestro sistema en un gran basurero en vías de desarrollo. Incluso
llegará un futuro, que espero no haya olvidado nuestros errores, en el que,
quienes desde fuera, y observando el color marrón de lo que una vez fue
perfecto, intentarán desentrañar el misterio sobre quién pudo ser el romántico
que decidió llamarle planeta azul.
Porque en un
mundo en el que estamos llenos de preguntas sin respuesta, de respuestas equivocadas
a preguntas que ni siquiera hemos aprendido a formular, de incógnitas que, pese
a nuestra condición humana, nadie nos ha atribuido investigar. De este mundo
donde hay menos conocido que por conocer, lo que más despierta mi curiosidad es
el secreto que encierra ese vínculo capaz de unir a dos personas sin otro
interés que el sentimiento.
Observo a esa
pareja de acianos, arrastrando sus zapatillas sin perderse el uno el paso del
otro, sin desprenderse de la mano a la que se han agarrado durante prácticamente
todo lo que consiguen recordar de su vida, paseando entre una sociedad que ni
entienden ni se molesta en preguntarse por qué les ha dado la espalda;
caminando hacia un horizonte final que no tenga preferencias por ninguno de los
dos, soñando con que hubo un mundo mejor pero que no les tocó vivirlo a ellos;
y en ellos entiendo que se esconde el genuino misterio del que es portador el
ser humano. Quizás hubo un momento inicial en el que la física les fue
descubriendo que dos caminos terminan donde comienza un sólo camino, tal vez
fue la química la que les envolvió en aquel primer baile cuando, hasta la
sombra de los tilos más alejados de la plazoleta del pueblo, todavía llegaban
los compases de “La Paloma” de Iradier y Salaverri; y ellos, empezaron a asumir
que la distancia entre sus cuerpos ya había decidido acompañar al inevitable
acercamiento entre sus almas. Pudo ser…, pero a mí me da igual porque yo a eso
prefiero llamarle amor. Esa fórmula singular, invisible, que durante los
encarnizados años que duró, ella soportó suplicando por no encontrar su nombre
entre las bajas del bando que lo eligió a él. Que les ayudó a compartir el
hambre que siempre acompaña a los escombros egoístas que se reparten por igual la
victoria y la derrota, porque entre la gente de bien nadie gana una guerra. En
la salud que, para quienes eligieron vivir con el corazón, toda una vida duró un
sólo momento; y en la enfermedad, esa que con la edad les ha ido acercando sin
escrúpulo al desahucio y a cuyo solitario reflejo en el espejo ambos han
renunciado. En la riqueza, que nunca la hubo ni tampoco importó; como la
pobreza, contra la que lucharon codo con codo, y si alguna vez llamó a la
puerta, no faltó una ventana por la que escaparse juntos para comenzar de nuevo,
con la misteriosa voluntad de comprender errores y compartir fracasos; porque
para convivir con los éxitos, los compromisos necesitan raíces menos profundas.
Y en este
mundo donde hasta el agua ha perdido su encanto, porque la química hace tiempo
que nos desilusionó, explicándonos que tan sólo se trata de la combinación de
dos átomos de hidrógeno por cada uno de oxígeno. Donde a nuestra luna y al sol
les hemos perdido el respeto divino que un día tuvieron, y nos tenemos que
conformar con una estrella de las medianas y un satélite sin vida; y no me
sirve de consuelo que desde Venus, que tomó prestado su nombre de la diosa
romana del amor, no se pueda bailar bajo la luz de su luna porque no tiene. En
este mundo en el que la ciencia pretende racionalizarlo todo, acusando a las
hormonas como la dopamina o la serotonina, no me resigno a aceptar el amor como
un superficial concepto biológico, o incluso religioso que desmerece el amor a
necesidades relacionadas con la supervivencia, y me entristece comprobar que
algunos intelectuales pretendieron encasillarlo como un simple y filosófico
comportamiento altruista; por ello me acomodo en el misterio de aquella
inolvidable reflexión de Octavio Paz: “El amor es intensidad y por esto es una
distensión del tiempo: estira los minutos y los alarga como siglos.”
Todavía
conservo la esperanza al percibir en esas jóvenes parejas que, sin importancia
de sexos, deciden lanzarse a una aventura siempre misteriosa en la que el amor,
como dijo Stendhal, es como la fiebre: brota y aumenta contra nuestra voluntad.
Porque cada momento con los que irán construyendo una vida será merecido si se
consuelan unas lágrimas o se sonríe la alegría del otro. No les estamos dejando
un camino lleno de rosas, pero ¿en qué momento de la historia lo fue? Y así
como brotó y aún perdura desde los orígenes de nuestra especie, ese enigma que
consigue mantener unidas a dos personas, incluso sobre una hoja de ruta llena
de guijarros puntiagudos, les seguirá confirmando que no hace falta leer a
Saint-Exupéry para comprobar que: “El amor no consiste en mirarse el uno al
otro, sino en mirar juntos en la misma dirección”. Y cuando los veo recibirse,
con un beso humilde como un amanecer de primavera, con una caricia sincera tal
y como seduce el delicado arte de disfrutar en compañía, y los ojos brillantes
sin miedo al misterio, porque a cada día le seguirá el misterio del siguiente y
éste será un paso más, y en algunos pasos se gana y con otros se aprende, lo
mejor que se me ocurre es dedicarles la frase de Bertrand Russell: “De todas
las formas de precaución, tener precaución en el amor es quizás la más fatal
para lograr la felicidad verdadera.”
Oscar da Cunha
26 de julio de 2015
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