Hoy
han empezado a hacerla eterna en mi memoria.
Al
pasar he visto uno de esos demoledores monstruos —ahora van todos disfrazados de amarillo— con una pequeña cabina insonorizada y el operario
dentro, aislado de sentimientos y manejando las palancas mientras maldecía al
escuchar por la radio, que su partido (yo a todos prefiero llamarlos rotos), por
fin se había decido a pactar con otro roto, aunque de diferente pelaje pero con
la misma intención de seguir expoliando ese cerdito de barro en el que los
defraudados ciudadanos depositamos las monedas que nos quitamos de vivir
dignamente. Y a punto he estado de verme obligado a explicarle a un urbano por qué me ha
pillado secándome las lágrimas.
No
soy tan gilipollas como para llorar porque me roben el presente. Y a eso que le
llaman futuro ya me enfrentaré yo solito, porque tampoco soy tan gilipollas y
ya he abierto una cuenta en las islas Lagartija para, cuando llegue el momento,
derrocharme en analgésicos y una botella de ron.
Pero
que me toquen el pasado no lo llevo bien.
Yo
la recuerdo tal que se ha mantenido hasta ahora. Seguramente la construyeron
con la intención de inaugurarla como una casa abandonada, porque no hay nada
tan aburrido como una casa habitada, sobre todo cuando… No olvidaré aquellos
largos veranos en los que los colegios no necesitaban sincronizarse con las
vacaciones de los padres. Aquellos veranos en los que los abuelos seguían
siendo esos mayores a los que visitábamos con zapatos de domingo, y a los
puñeteros juguetes de lluvia y estufa de butano les sustituían las tarascadas
en esos tobillos que no protegían las sandalias al rozarse con cualquier parte
de la bicicleta.
La
habíamos convertido en nuestro Castillo de los Cárpatos, y no me viene a la
memoria quién fue el encargado pero consiguió esa bula de Julio Verne para
quitarle los vampiros cuando llegaban la chicas. La habitación más fascinante
era la más alta, la de Stilla. Ellas disfrutaban arriba de las vistas sobre la
bahía, y nosotros durante los peldaños de aquella escalera de caracol en la que
aprendíamos caballerosidad cediéndoles el paso a sus vestidos de no pasar
calor.
En
el salón principal desenvolví mi antipatía por Abba y por aquellos comediscos rojos.
Siempre pagaba el precio de bailar con la más fea mientras, desde una esquina, veía
la sonrisa complacida de Amelia (¿qué os habíais pensado? en aquellos tiempos
yo todavía no me había vuelto gilipollas). Y cuando Stand By Me — ya viejo y rayado porque era… (tranquilo Alberto, soy
discreto y te llamaré X)… el que los padres de X siempre echaban en falta
durante… "esos momentos"—, Amelia, aquella morenita (¡no, perdón!, la
morenita era MariTere) de los ojos brillantes y yo, bueno más ella que yo, nos probábamos
los labios en la habitación que asomaba sobre aquel jardín, también abandonado
como deben ser los más románticos jardines.
Y
hoy me la están rompiendo, y con ella siento que me están rompiendo una edad en
la que sólo necesitábamos vivir, que es lo que hacemos ahora cuando soñamos.
Porque dicen que nunca tiempos pasados fueron mejores, pero nadie confiesa que hubo
momentos en los que realmente parecieron cojonudos.
Recuerdo
que nos faltaban muchas cosas pero ahora lo que más echamos en falta son las
personas, no las que se han ido, que también. Nos faltaban libertades pero las
calles estaban llenas de niños jugando sin vigilancia, y a los ancianos se les
trataba con respeto porque estábamos dispuestos a escuchar que la vida se aprende
viviendo. Comunicábamos menos pero besábamos más. Los notarios apretaban los
dientes porque sabían que un apretón de manos tenía más valor que su firma. Y
todos estábamos convencidos de que existía un mundo mejor, quizás ahora también
pero no sabemos dónde.
Recuerdo
que yo tenía menos canas pero eso no me importa, porque hoy nadie me va quitar el
disgusto de haber visto a esa desconocida con cara de haberle tratado mal la vida, cuando
la niña pequeña que llevaba de su mano la ha llamado: abuela Amelia.
Y
yo que pensaba que sólo era por esa casa…
Oscar da Cunha
30 de marzo de 2016
Querido, Oscar: es inevitable. Escuché una vez que la mejor manera de envejecer es hacerlo junto aquel (lla) a quien queramos preservar de un disgusto como has recibido, quiza porque la asiduidad doma la mirada y la va acostumbrando... Ciertamente es terrible perder el pasado de ahí la recomendación de no volver a los lugares donde se fue feliz y en lo posible resistir a la tentación de las citas anacrónicas. Estoy segura por otra partede que si ella te reconoció, se habrá dicho: ¡Por Dios, que bien le sientan las canas a este hombre...qué interesante se ha puesto!
ResponderEliminarUn abrazo y un placer pasar por aquí.
El placer es mío por verte de nuevo, ya te echaba de menos. Buena recomendación la tuya, pero la vida nos hace ir dejando tantas cosas atrás. A veces uno pasa e intenta volver, pero… nos damos cuenta de que el tiempo ha seguido su curso y lo apreciamos más en los otros, en lo que echamos en falta porque en algún momento, fuimos ellos.
EliminarUn abrazo, Begona.