Ya
me suena rancia esa sentencia de que la realidad supera a la ficción, y aunque
quizá sea cierta, a veces, o más bien a menudo, me pregunto a cuál de las dos
pertenezco. Quizás lleve una temporada disperso y no consiga ubicarme, pero no
soy capaz de distinguir la frontera que las separa. Y termino concluyendo lo
que no le aconsejo a nadie: no hay límite que las demarque, y si lo hubiera,
mejor quitarlo. No pretendo utilizarlo como descanso para acomodarme, cada vez,
en la que más me complazca. No, eso resultaría demasiado simple. Porque conforme
pasa lo que llamamos tiempo estoy del todo convencido de que la una sin la otra
no son posibles, como no hay día sin noche ni palabras de consuelo sin
silencios, y sin embargo se necesitan.
Ya
se me ha olvidado cuándo llegó, e incluso pienso que estuvo siempre decorando
esa pared. Tampoco podría afirmar si yo me fijé en él o fue él quien un día decidió
tomar la iniciativa y se percató de mí. Pero nuestras miradas empezaron a convertir
la complicidad en intimidad, son cosas que ocurren con determinados cuadros.
No
me preocupa adónde conduce el camino que gira hacia la izquierda, ni tampoco he
intentado averiguar si después del callejón que se desvía a la derecha hay algo
más. No me hace falta. Me conformo con ese solitario tramo rural y lo recorro.
¿No
sé si alguna vez os habéis decidido a entrar en un cuadro? Probadlo, pero que
sea con uno sincero y poco usado. En El
dormitorio de Arlés ya ha soñado demasiada gente después de Van Gogh.
En
el mío nunca cambia la estación, el cielo permanece y de la chimenea de la casa
jamás salen malos humos. Las escasas plantas son eternas, no se marchitan ni
florecen. Cualquiera diría que el artista pintó un momento, aunque yo más bien
apunto a que retrató una condición, una licencia para respirar sin los
empujones de la vida. Y ya me he convertido en el único paseante con derecho a
empadronarme en el lienzo.
La
casa de la esquina está disponible y me instalo bajo condición de no apagar el
gramófono que, con razón, repite C´est
Magnifique de Luis Mariano. Y me gusta el mobiliario de madera que no
conoció barniz, con un suave maquillaje de cera que permite acariciar un ayer
sin impaciencia. Recorro las instancias y percibo ese aroma a te estaba esperando, que no es un no me dejes sino un vuelve cuando quieras, que en mi cabeza se convierte en un no tenías que haberte marchado. Pero no
recuerdo haberlo hecho. Las paredes están decoradas con fotografías en blanco y
negro de personas que no conozco pero sé quiénes son. Y en la esquina de una
pequeña habitación, dándole la espalda a la ventana, sobre una butaca tapizada
en un acertado Fortuny cuyo rojo no ha malgastado color, descubro el libro
olvidado que nadie olvidará. Es una traducción a un idioma que todavía no ha
sido inventado pero la foto es de Federico, y adivino que aún perdura el llanto
por Ignacio Sánchez Mejías, porque sus primeras estrofas se escribieron con
sangre y esa es universal:
A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde…
Eran las cinco en punto de la tarde…
Miro
mi reloj y compruebo que la hora no coincide, porque yo a las cinco estoy en
otra parte, pero dentro del cuadro las horas no importan y eso me serena. En el
salón la chimenea continúa encendida, dos troncos de haya arden sin desprender
calor. Acerco mis manos y el fuego me promete una cálida vejez, aunque me
permita dudar de que consiga llegar tan lejos.
Ninguna
voz me llama desde arriba pero yo acudo. La escalera tiene trece peldaños y eso
me recuerda que hubo una cena de doce más uno, y el gato que se bebió el vino
duerme sobre una cama que fue construida con ramas de olivo. No me gusta esa
habitación que ha convertido el polvo en oro, porque el brillo se inventó para
hipnotizar a la verdad.
Al
fondo descubro la que tampoco tiene la puerta cerrada y un agujero en el suelo.
No le encuentro sentido al agujero pero me agrada porque no miente, caer es más
fácil. Me acerco a la ventana, la que tiene los postigos abiertos. Protegido
tras el viejo cristal con burbujas observo el exterior, que no tiene más valor
que eso que se puede imaginar desde dentro. Afuera es hoy, y confirmo que todo
ha cambiado para avanzar hacia atrás, que no es lo mismo que retroceder hacia
adelante. Y buscar no tiene sentido si no es entre los bolsillos con raíces. Y
sombras, sombras que nos iluminan para continuar a ciegas, que mirar con los
ojos cerrados es descubrir dos veces. Hasta que nos damos cuenta de que lo que más
nos hace falta no lo hemos perdido, sigue ahí, en la cara posterior del cuadro,
que fue ayer, tan sólo ayer. Y que no es un lugar inalcanzable, se puede volver
para hacer algunos retoques (los historiadores no dejan de demostrarlo), siempre y cuando acertemos a combinar la
realidad con la ficción. A mirar sin que importe lo que vean los otros.
Y
yo ahora que salgo y lo observo ya no lo veo igual, porque lo que más merece no
está a la vista y sólo se puede apreciar desde dentro.
Volveré,
se me ha olvidado dejarle más vino al gato, y no quiero que cuando se despierte
me cambie el cuadro asomándose por la puerta.
Siempre
se pueden hacer retoques.
Oscar da Cunha
16 de abril de 2016
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