sábado, 16 de abril de 2016

EN EL CUADRO

            Ya me suena rancia esa sentencia de que la realidad supera a la ficción, y aunque quizá sea cierta, a veces, o más bien a menudo, me pregunto a cuál de las dos pertenezco. Quizás lleve una temporada disperso y no consiga ubicarme, pero no soy capaz de distinguir la frontera que las separa. Y termino concluyendo lo que no le aconsejo a nadie: no hay límite que las demarque, y si lo hubiera, mejor quitarlo. No pretendo utilizarlo como descanso para acomodarme, cada vez, en la que más me complazca. No, eso resultaría demasiado simple. Porque conforme pasa lo que llamamos tiempo estoy del todo convencido de que la una sin la otra no son posibles, como no hay día sin noche ni palabras de consuelo sin silencios, y sin embargo se necesitan.
            Ya se me ha olvidado cuándo llegó, e incluso pienso que estuvo siempre decorando esa pared. Tampoco podría afirmar si yo me fijé en él o fue él quien un día decidió tomar la iniciativa y se percató de mí. Pero nuestras miradas empezaron a convertir la complicidad en intimidad, son cosas que ocurren con determinados cuadros.
            No me preocupa adónde conduce el camino que gira hacia la izquierda, ni tampoco he intentado averiguar si después del callejón que se desvía a la derecha hay algo más. No me hace falta. Me conformo con ese solitario tramo rural y lo recorro.
            ¿No sé si alguna vez os habéis decidido a entrar en un cuadro? Probadlo, pero que sea con uno sincero y poco usado. En El dormitorio de Arlés ya ha soñado demasiada gente después de Van Gogh.
            En el mío nunca cambia la estación, el cielo permanece y de la chimenea de la casa jamás salen malos humos. Las escasas plantas son eternas, no se marchitan ni florecen. Cualquiera diría que el artista pintó un momento, aunque yo más bien apunto a que retrató una condición, una licencia para respirar sin los empujones de la vida. Y ya me he convertido en el único paseante con derecho a empadronarme en el lienzo.
            La casa de la esquina está disponible y me instalo bajo condición de no apagar el gramófono que, con razón, repite C´est Magnifique de Luis Mariano. Y me gusta el mobiliario de madera que no conoció barniz, con un suave maquillaje de cera que permite acariciar un ayer sin impaciencia. Recorro las instancias y percibo ese aroma a te estaba esperando, que no es un no me dejes sino un vuelve cuando quieras, que en mi cabeza se convierte en un no tenías que haberte marchado. Pero no recuerdo haberlo hecho. Las paredes están decoradas con fotografías en blanco y negro de personas que no conozco pero sé quiénes son. Y en la esquina de una pequeña habitación, dándole la espalda a la ventana, sobre una butaca tapizada en un acertado Fortuny cuyo rojo no ha malgastado color, descubro el libro olvidado que nadie olvidará. Es una traducción a un idioma que todavía no ha sido inventado pero la foto es de Federico, y adivino que aún perdura el llanto por Ignacio Sánchez Mejías, porque sus primeras estrofas se escribieron con sangre y esa es universal:

A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde…

            Miro mi reloj y compruebo que la hora no coincide, porque yo a las cinco estoy en otra parte, pero dentro del cuadro las horas no importan y eso me serena. En el salón la chimenea continúa encendida, dos troncos de haya arden sin desprender calor. Acerco mis manos y el fuego me promete una cálida vejez, aunque me permita dudar de que consiga llegar tan lejos.
            Ninguna voz me llama desde arriba pero yo acudo. La escalera tiene trece peldaños y eso me recuerda que hubo una cena de doce más uno, y el gato que se bebió el vino duerme sobre una cama que fue construida con ramas de olivo. No me gusta esa habitación que ha convertido el polvo en oro, porque el brillo se inventó para hipnotizar a la verdad.
            Al fondo descubro la que tampoco tiene la puerta cerrada y un agujero en el suelo. No le encuentro sentido al agujero pero me agrada porque no miente, caer es más fácil. Me acerco a la ventana, la que tiene los postigos abiertos. Protegido tras el viejo cristal con burbujas observo el exterior, que no tiene más valor que eso que se puede imaginar desde dentro. Afuera es hoy, y confirmo que todo ha cambiado para avanzar hacia atrás, que no es lo mismo que retroceder hacia adelante. Y buscar no tiene sentido si no es entre los bolsillos con raíces. Y sombras, sombras que nos iluminan para continuar a ciegas, que mirar con los ojos cerrados es descubrir dos veces. Hasta que nos damos cuenta de que lo que más nos hace falta no lo hemos perdido, sigue ahí, en la cara posterior del cuadro, que fue ayer, tan sólo ayer. Y que no es un lugar inalcanzable, se puede volver para hacer algunos retoques (los historiadores no dejan de demostrarlo),  siempre y cuando acertemos a combinar la realidad con la ficción. A mirar sin que importe lo que vean los otros.
            Y yo ahora que salgo y lo observo ya no lo veo igual, porque lo que más merece no está a la vista y sólo se puede apreciar desde dentro.
            Volveré, se me ha olvidado dejarle más vino al gato, y no quiero que cuando se despierte me cambie el cuadro asomándose por la puerta.
            Siempre se pueden hacer retoques.

Oscar da Cunha

16 de abril de 2016

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