Antes
escogía la ropa que me gustaba, ahora también. Eso que llaman moda nunca ha ido
conmigo o tal vez haya ido siempre al revés, me reincorporo tarde. Es cuando
han retirado de todos los escaparates un estilo que ya se ha aburrido de marcar
tendencia cuando yo me pongo a buscarlo. Quizá por eso cada vez que entro en
una de las tiendas donde me conocen, me responden antes de que pueda abrir la
boca: "no nos quedan". Pero como todo vuelve menos el respeto, espero
con angustia mientras mis prendas envejecen para comprobar que regresan, pero
con ajustes.
Antes
prescindía de esos discretos y estrechos bolsillos diseñados para guardar las
gafas, y ahora que los necesito parece que toda la peña usa lentillas porque yo
no los encuentro. Los grandes se han convertido en enormes, y la dependienta te
convence con una sonrisa: te cabe una tablet de cuarenta y dos pulgadas. ¿Y en
ese pequeñito y con botón, ya me entrará la cartera? —pregunto—. No, cariño,
ese es para los auriculares. Y con lo del "cariño" maldigo mi mala
memoria, porque la vendedora es un bombón y yo no recuerdo haber intimado con
ella. ¡Mira, en este me cabría el móvil! compruebo con alegría, hasta que me
doy cuenta de que se trata de un facsímil decorativo y sin uso; y cariño me
mira extrañada: pero no te has fijado que todo el mundo camina hablando por la
calle, ya nadie los guarda, por eso los hacen sumergibles, con este clima…
Antes
acertaba dónde se encontraba la sección de caballeros, pero se ha impuesto lo
unisex, y sacando una camisa del perchero la devuelvo al oír que a la señora
junto mi lado se la desaconsejan porque tan amplia no le va a marcar el
Wonderbra. El encargado de turno me indica dónde está la promoción de ropa
interior, que por cierto a mi pareja le encanta —me apunta—. Ya pero a mí esos dibujitos…,
es que soy muy clásico —le digo por no resultar impertinente—, ya entiendo que
a ellas les guste vernos… Y con un vozarrón que me hace descubrir dónde fue a
parar la reencarnación de Pavarotti me interrumpe afirmando que en su casa, ella,
se llama Manolo.
Cambio
a la sección de pantalones. Antes estaban organizados por modelos, tallas y
colores, pero me encuentro con un apilado amasijo clasificado por rotos,
deteriorados y destrozados. ¡Vaya, por fin unos vaqueros con menos agujeros que
los míos! Y al desplegarlos se descuelga la etiqueta con el precio. Los números
no son grandes pero sí muchos, excesivos, y entiendo para qué sobre la
estantería hay un Ventolín a disposición de los clientes.
Decidido,
me dirijo con algo en la mano hasta la zona de probadores, y recuerdo con
nostalgia aquellas cabinas íntimas, con puerta,
espejo incluido y colgadores. Ahora, unas exiguas cortinillas y dejas la
ropa colgada de las barras que las sujetan. Te pilla medio despelotado, ella
también, una muchacha que ha echado mano de la chaqueta, mi chaqueta favorita,
la que me acabo de quitar, y sin pudor abre la cortinilla: ¡Jode, tío, me la
vendes! El sábado tengo una fiesta y quiero ir de vagabunda.
Antes
comprabas, pagabas y te largabas; ahora no te dejan. ¿Tienes ya la tarjeta de socio?
Te puedo hacer una VIP (Volverás Imbécil Pringao). No, gracias, voy con prisa,
le suelto, pero ella no suelta la bolsa. Vas acumulando puntos con cada compra
y tienes unos magníficos regalos —insiste como si la hubieran entrenado en el
Cuerpo de Infantería de Marina—. Mira, a partir de ochocientos puntos te
regalamos unos calcetines y con… ¿Y por esto que he comprado? (En el ticket veo
que me han soplado ciento ochenta euros, y creo que al final en vez del pantalón
me llevo el tanga de la chica del probador contiguo) ¡Huy, pues ya tienes dos
puntos!
Antes
salías de cualquier tienda y te tomabas un café, ahora me pido una tila con un
chorrito de absenta.
Antes
las cosas eran diferentes, ahora el diferente soy yo.
Oscar da Cunha
12 de mayo de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Me interesa tu opinión, te contestaré.