A
menudo me pregunto cuándo estamos despiertos y qué parte de nuestros sueños no
lo son. ¿Por qué juega el cerebro con nuestra percepción de la realidad? ¿O
somos nosotros quienes deliberadamente nos engañamos para protegernos de lo que
ya sabemos, pero no por qué?
Quizá
las pesadillas no sean más que fragmentos, trocitos que se nos presentan como
una película de esa realidad, pero adelantada. Premoniciones del subconsciente
que, a menudo, y por error, nos empeñamos en eliminarlas de nuestra memoria.
Como si ya sabiendo lo que va suceder, nos aferrásemos a la hipnosis de una
falsa distorsión de la certeza para consolarnos, después, cuando llega el
momento, convenciéndonos de que no pudimos evitarla. Porque admitir la otra
verdad, la de que sabíamos pero no por qué, resulta mucho más perturbadora que la
propia adversidad.
Fueron
varias noches consecutivas, no las conté porque pretendí olvidarlas, y olvidé
la cifra pero no la esencia. Me desperté, alterado, confuso, y también, he de
reconocerlo, asustado. Hacía muchos años que no veía esa cara, no era la que yo
recordaba de sus últimos meses, ya gastada y decidida a realizar el gran viaje.
Era la otra, la de cuando él era el adulto y yo… , yo ni siquiera había
aprendido a interpretar mi papel de aprendiz. Era la cara de cuando yo cometía
un error y él lo resolvía, de cuando él redactaba las normas y yo buscaba los
huecos por los que escaparme, era la cara de siempre.
Durante
unos segundos me mira reclamando mi atención y después… ¿Por qué pasan estas cosas?
Después me habla y yo no puedo oírle. El maldito silencio es más poderoso que
su voz. Y en todas las ocasiones los numeritos del reloj iluminan la misma
hora, 1:21 de la madrugada. El azar es el invento de nuestra ignorancia para
justificarse.
¿Cómo
engañar al sueño? ¿Cómo decirle que me he dormido si él sabe que todavía no ha
venido a buscarme? En algunas situaciones hay que jugar amañando la baraja y
aproveché el fin de semana para eliminar el único elemento que estaba a mi
disposición. Un café antes de acostarme y vería amanecer, atravesando ese punto
crítico de la 1:21 para resolver la duda que la parte consciente de mi cerebro
(lo tengo, aparece en algunas radiografías) insistía en considerar absurda: ¿Me
despertaba porque lo había visto o era él quien me despertaba para poderlo ver?
¿Quién estaba jugando conmigo, la pesadilla o la realidad?
Apagué
las luces y me preparé para que mis ojos se acostumbraran a esa penumbra que se
desliza, durante las noches, desde el otro lado de una ventana con los postigos
abiertos. Hay noches transparentes en las que puedo pasearme por las calles del
cuadro que cuelga en la pared de enfrente; aunque estas, las que me eligieron,
sólo me permitían sombras; pero no me iba a dejar engañar, ya sé que la
imaginación se mueve mejor entre ellas.
Los
numeritos del reloj iban avanzando con minutos de segundos con prórroga. Y pese
al café (admitir que mi cuerpo se negaba a permanecer quieto por el miedo sería
un recurso literario que no voy a utilizar), me mantuve firme. No, firme no es
la palabra adecuada, rígido; protegido por esa armadura infantil que los
fantasmas no pueden atravesar, dejando al descubierto la única parte para que
la que me había dispuesto, los ojos.
A
la hora pactada comprobé lo que más temía. No habían sido sueños y su cara
apareció ahí, como los días anteriores, con la mirada encendida y de nuevo el
silencio que me impedía escuchar esas palabras que la tiniebla tampoco me
permitía leer en sus labios. Al irse, recordé cómo la crispación dilataba esa
venas que, naciendo en su frente se paseaban hasta sus sienes. Pero él siempre
había sido capaz de meterles mano a
otras estrategias. Y la segunda noche, en la que se repitió todo fotocopiando
la precedente, a su cara le añadió un torso, y de él, saliendo un brazo que
terminaba en una mano en la que destacaba su dedo índice extendido, señalaba lo
único visible entre la oscuridad, la 1:21 en el reloj.
Después
de dos noches sin dormir, la tercera entré en coma; y si él volvió se dio
cuenta de que sólo un último recurso podría funcionar. Ahora entiendo que lo
activó en el momento adecuado.
La
semana empezó arrastrándome con ella, y ese concreto día recibí la llamada que
llevaba tiempo esperando. Era la conclusión de una operación muy jugosa y tenía
que ser ya o no sería. Me revientan los antojos de los clientes, esa capacidad
genuina de destrozarte la agenda y poner su orgullo por encima del mío. Pero
mientras no acierte con los seis caprichosos números que siempre aparecen junto
a los que yo he tachado, del orgullo no como.
El
punto de encuentro estaba a más de treinta kilómetros, justo en la carretera
contraria por la que ese día otros me estaban esperando. Giré todo el volante,
puse mi coche en modo que-le-den-al-radar y me lancé. El nuevo vial, ese que
ahora me permite hacerles un corte de mangas a los caracoles, estaba cerrado
por reparaciones del piso, y al desvío obligatorio por la antigua carretera en
la que adelantar sólo era posible con helicóptero, se le añadió un largo camión
cargado con esas pesadas bobinas de metal enrollado, capaces de convertir un carro blindado en una borrosa
estampita del Domund.
Tal
vez en ese momento me engañé echándole la culpa al camión, al excesivo tiempo
que me retrasaría recorriendo esos treinta kilómetros intentando, sin éxito, ver
cómo desaparecía el reflejo de su delantera en mi espejo retrovisor, a… ¡Pero,
no! Ahora sé que fue su último recurso, mi orgullo. Comprobé que salvo el
acorazado y yo, nadie más circulaba por la carretera, y haciendo una maniobra
que no os aconsejo imitar, di la vuelta. Sería otro día o no sería. ¡A mí con
esas!
La
mañana siguiente, mientras me tomaba el café que utilizo como excusa para
empezar a fumar, el parte regional informaba de las retenciones que se habían
producido justo en ese tramo al que yo había renunciado el día anterior. Por el
antiguo recorrido, de un camión se había desprendido una de sus bobinas, y la
suerte de que nadie circulara en ese momento tras él, había convertido una segura
tragedia en un atasco sin más consecuencias que un montón de horas perdidas. El
azar es el invento de nuestra ignorancia para justificarse.
Recordé
el despintado mojón que casi me impidió dar esa media vuelta y ya me he hecho el
propósito de empezar a despejar los clientes que tengo en esa carretera. Al
mojón no le queda pintura, pero todavía se pueden leer sus números grabados en
la piedra. Nacional 121.
Oscar da Cunha
6 de marzo de 2016
¡ Cómo me gusta !
ResponderEliminarY yo cómo me alegro. Muchas gracias, amiga.
Eliminar"El azar es el invento de nuestra ignorancia para justificarse" Me siguen gustando estas veleidades.Tanto como las echo de menos pero ¡ respeto!
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