Me encuentro dentro
de valle Baztán. El pueblo no viene al caso, podría ser cualquiera. Aunque
cualquiera nunca haya sido el calificativo apropiado para ninguna de estas parroquias
elegidas por las leyendas. Y llueve. Suave como en mayo. Cuando por aquí las
nubes tienen la costumbre de venir a curiosear entre el silencio y las voces
del pasado. Y jamás se marchan sin dejar un recuerdo que las empuje a volver
para no olvidar que estas fueron tierras de apagar hogueras. O eso cuentan los
del valle, estas gentes que siempre utilizan metáforas para guardarse una
realidad que esconde muchos más misterios.
La taberna es la de costumbre. A la
que recurro cuando hay alguien que me cita a las siete y media pero sé que no aparecerá
hasta las ocho. Ambos sabemos que no madrugo por él, que esa media hora es un
regalo que acepto porque huele a café de gente de bien, de esa que almuerza
cuando yo desayuno, y sobre la madera de la barra se derraman gotas de licor de
hierbas secretas. Extractos de esa planta llamada nopreguntes que se recoge
bajo un perdido árbol que se convirtió en amparo para esconderse del cielo, y que
a nadie le interesa dónde está, ni tampoco el árbol.
Esta vez es un palo porque algo han
oído y ya ha pasado demasiado tiempo como para no preguntar, y hoy insisten y
yo me vengo abajo que por eso he tardado en volver. La vida es un bolero, me dicen,
y a veces toca bailar con la fea. Y el Andrés, que ya se conoce el barrio por
el que anda la ausencia, me confirma que hay putadas de las que no se aprende,
de esas no. Que al final sacas la cabeza pero no sabes para qué. Y tiras
p´alante que es la mejor manera de huir, porque al pasado nadie le ganó una
batalla.
Al rato, sólo queda una mesa ocupada,
los otros llevan prisa pero él ya se hizo viejo. Que es como haber muerto pero
sin derecho a que hablen bien de ti. Me hace uno de esos gestos que no se le
escapan a ninguna atención y voy y me siento sin pedir permiso. Llevo suficientes
viejos en la memoria como para haber aprendido a cumplir en silencio. El
líquido que aún queda en su vaso tiene un color verde amarillento, como la
lejía, y seguramente sirva para lo mismo. No se llega hasta ciertas edades
limpiando los recuerdos con agua.
Al viejo le lagrimea un ojo, y a mí me
da por suponer que es el que utiliza para despreciar los amaneceres que llegarán
sin él; mientras, menea su cabeza y me suelta que soy un blando, igual que el
Andrés. No tiene pinta de ir a lo fácil, como los demás, esos deferentes que comparten
la puñalada, la que a ellos les roza pero sin dejar marca, con algún sucedáneo
de una palmadita en la espalda.
Sucede como con una guitarra, me
dice. Una cuerda que se rompe se puede sustituir, pero las canciones por las
que vibró aquella cuerda no se vuelven a bailar. Y uno tiene que elegir si se
queda con la guitarra o con la cuerda rota.
De un trago vacía su vaso y
aprovecha el viaje para que suene la parada sobre la mesa. Y María, que es la
jefa del chiringo y nunca hace barra, hoy está al quite. Y se nos echa encima
con una botella que nunca necesitó etiqueta, el par de vasos que faltaban, y ya
somos tres los que brindan por una cuerda solitaria que aún saca canciones cuando
sueña. Y vaya que es la mía. Rota, pero tan llena de bailes…
Al rato, voy y salgo de la taberna y
me siento en el coche y escribo esto. Quién sabe.
Oscar da Cunha
15 de mayo de
2018
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