domingo, 16 de septiembre de 2018

Lo pintaré de rosa


Ahora percibo que el peligro no es estar sumido en la oscuridad. La más traidora maldición vive en esa despistada, casi escondida bajo las agujas, recortadura del tiempo a partir de la que, y sin darte cuenta, ya has aceptado la oscuridad como tu estado natural. Es una especie de rendición ante aquel que fuiste y se marchó; final de partida. Entonces el pasado se desdibuja como una fantasía que una noche tuviste la suerte de soñar. Y te preguntas quién te ha gastado la broma de dejar pruebas concretas de que ese sueño no lo fue; fotos, el frasco de perfume, las cajitas de pastillas de menta y un zapato del 36 que el gato conspirador ha sacado de debajo de algún armario. Sólo son las novatadas del recién llegado, te dices, porque tú tampoco estuviste antes aquí aunque desde hace años ya te sepas todas las esquinas. En ese estado el futuro es como el mecánico de los vientos, un señor que tal vez exista pero como no lo ves deja de tener importancia. También los propios vientos que siempre llegan para enredar, después pasan de largo y olvidan llevarte con ellos. Y te sientes igual que la vieja camioneta que ya se bebió toda la gasolina y se le ha pasado la borrachera de seguir rodando. Pero ruedas.
            Y no es porque haya transcurrido nada más que uno de esos escurridizos vacíos de los que se compone la vida y que son lo que acostumbra dejar conforme pasa, y que tampoco cicatrizan nada; sólo coges práctica en cambiarte las vendas y enjuagar cada mañana la máscara con la que vas a salir a la calle. Y sales.
            Y en este momento quedaría como muy currado decir algo parecido a que por fin he visto lucecitas entre las brumas que siempre acompañan a cada soledad, sobretodo en la mirada; y que durante mi camino —si es que a esto de andar por la vida se le puede llamar camino, porque a veces a uno le da por pensar que debe de existir un dios y no es otro más que el celador del psiquiátrico que de vez en cuando nos saca al patio y sólo damos vueltas— me las he visto con un tipo intentando apartar las piedras a patadas aunque quien ha terminado con el pie jodido haya sido yo, que eso debe de ser algo aproximado a lo de encontrarse a sí mismo. Y te encuentras, igual pero cojeando.
            La verdad es que no; ni lucecitas ni… Lo siento, Don Antonio, pero tampoco estelas en la mar. Lo que hay que procurar es tener de continuo mujeres a mano, esas compañeras de especie a las que nos parecemos pero que por instinto y porque pueden siempre van un par de pueblos y varios peajes por delante. Cuando el horizonte está lleno de dragones porque se ha parado el tren, sólo ellas saben que hay que bajarse a empujar; eso de que el tiempo lo cura todo mientras caen unas cervezas es la parte «yo-no-doy-la-talla», el extra para situaciones complicadas que a todos los hombres nos gusta exigir que se añada al equipamiento de fábrica.
            Y gracias a que os veo empujando yo también me he puesto. Y no es que esto ande muy bien pero a los caracoles ya les cuesta más esfuerzo pillar rueda.
            Aunque lo complicado no haya sido dar el primer paso; a lo difícil, como siempre, se le antojó empezar antes, cuando te planteabas que algún día habría que darlo y sólo encontrabas excusas. Pero llegaron ellas con el espantador de excusas porque saben que detrás está la cobardía y hace ya tiempo que rompieron las negociaciones con esa señora. Por eso y porque igual los de la reencarnación andan acertados y se nos permite echar otra vuelta por estos valles, para la próxima ya he reservado billete de mujer.
            Os lo debo, amigas, y esto va por vosotras. Si algún día este tren coge velocidad y sale del túnel… lo pintaré de rosa.

Oscar da Cunha
16 de Septiembre de 2018

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