Enciendo la
radio del coche, y mientras suena "Sailing"
de Rod Steward agradezco una vez más todas
las que insistí en mantener mi rechazo por aprender inglés; eso me ha permitido
ser yo quien siempre pusiera la letra a cada canción. En este momento me parece
un buen negocio haber sacrificado un poco de adiestramiento en pos de la imaginación;
y además, de entre todos con los que me relaciono, los que me interesan y
hablan inglés también saben pegarle a algún otro idioma compatible con mi
configuración.
Esta vez paro junto a lo que antaño
fuera un honorable puticlub y ahora se ha convertido en un depravado templo de
las ofertas en yogures caducados. Y cojo la libreta. Me quedan poco más de
cuatro minutos para tomar nota rápida de las sensaciones, y me lo ponen difícil
porque se vienen todas arriba y al mismo tiempo. En ocasiones pienso que
alguien proyectó mi existencia como un maldito tablero del juego de la Oca, y
no con una sola casilla 58. El diseño fabricado para mí está lleno de calaveras
que me hacen volver al punto de salida. Como si al endemoniado juego no le
importasen las emociones que uno ha conquistado durante el trayecto y, sin
conversaciones para alcanzar algún arreglo, te manda a la casilla de inicio.
Pero con tu soledad, y a ver cómo te lo montas para reiniciarte otra vez desde
esa perversa número 1. Entonces me pregunto qué ocurre con el pasado, por qué
no hay una casilla anterior a la de arranque, una zona cero de ese juego que
tanto se parece a la vida. Yo la imagino como una amenazadora sala de cine
donde se proyecta lo que ocurrió y puedes gritar: ¡Corten, que voy a hacer un
retoque! Y antes de volver a empezar jugueteas a manufacturar apaños con la
memoria. Son engaños, pero la cabeza se deja porque a partir de la realidad
desnuda a veces no apetece renovarse.
Y estos minutos los malgasto en negociar
con aquel joven de veinte años que navegaba por las calles de Barcelona,
pletórico de firmes propósitos que después se fue decidiendo a cambiar conforme
veía que los propósitos sólo eran firmes en no contar con él. Y aprendió a
improvisar. Que es la única manera de que la vida te deje en paz por imposible,
y de que no te arrastre esa monótona corriente que por presumir de experiencia
termina en cualquier lugar donde ya somos demasiados.
Lo recuerdo como a individuo que no
temía perder nada, porque siempre procuró que todas las compañías fueran malas
y lo peor que te puede robar un buen amigo es tu tiempo. Y empezó a
desprenderse de aquellos que llegaban convencidos de que su reloj era de ellos.
Tardó en entender que no merecía la
pena continuar en algunas partidas, por el simple hecho de seguir jugando,
cuando sabía que llevaba malas cartas. Y hoy es el día que me pregunto si
aquellas mujeres seguirán marcando sus barajas; quizá, y con todas las vueltas
que lleva uno en el carrusel, las que no lo hacen ya no me resulten
interesantes.
Este estribillo sin letra de la
canción me trae a la cabeza cómo sintió que sólo se conoce de verdad entre
tinieblas y cuando hay copas de por medio, aunque luego por la vida todos andemos
de mentira. Pero en aquella época no había controles de alcoholemia y ahora los
sinceros son un peligro. Cuántos días merecieron la pena sólo porque tuvieron varias
noches, y de cuantas noches conviene no olvidarse aunque sea porque después de
cada una de ellas volvió la libertad. También para él.
Y sentado en la terraza de aquella
cafetería con mala fama en el nombre y peor en la de los apellidos de su
clientela, comprobó que somos nosotros quienes decidimos cuándo las estaciones
cambian y que no duren como el verano de Sabina.
Salvo la primavera que es la única hembra de las cuatro y en ella conviene pillar
butaca para todo el año. Y que se lo monte en hacer brotar lo que le salga del
equinoccio porque sólo cuenta estar para verlo.
Aún lo percibo convertido en perro
adoptado por la calle, que esa no defrauda nunca porque para dar patadas
siempre ha habido empujones. Con un collar prestado por alguna servidora de
barra en garito con luz roja, que es donde hay que pararse según el Código de la
Circulación, y de paso echarse una mirada por dentro para que se le bajen los
humos a lo que devuelve el espejo. Que perros somos todos pero el lujo, desde
que el mundo es redondo y da vueltas alrededor de los mismos idiotas, ha sido
no tener raza y adaptarse a lo que venga.
Ya se me han acabado los cuatro
minutos de canción y no he tenido tiempo de desparramar por aquí todas las
emociones. Además, yo no soy quién para descubrir nada a nadie y menos aún si
aprende. Pero estoy seguro de que no hice todo eso en aquellos tiempos para
ahora permitirme olvidar, ya no tengo talla para defraudarlo. Tampoco puedo
volver a esa edad pero intentaré hacer virguerías con la cabeza.
Oscar da Cunha
29 de
Septiembre de 2018
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