Todos los sábados
a mediodía le hago una visita cuando ya está a punto de cerrar el chiringuito.
Siempre entro por la puerta de atrás, la que da al portal; ya me conozco las
costumbres de Manolo, y le gusta dejar las estanterías perfectamente ordenadas
y pegarle una pasada al suelo con el mocho. Mientras despacha los últimos
periódicos a los clientes rezagados por el ventanuco que asoma al corredor
aprovechamos para intercambiar opiniones. Manolo y yo compartimos ese afecto
por el olor de la tinta sobre el papel, por el placer de pasar las hojas
suavemente, como si cada libro fuera un incunable que debemos devolver impoluto
después de haberlo examinado con guante blanco. Pero también compartimos la técnica
de la disección en cada ejemplar que pasa bajo el tamiz de nuestra mirada.
Notas en los bordes, paginas dobladas,
acotaciones con pestañas de colorines, párrafos destacados con el rotu
fosforito. Nosotros dos pertenecemos a esa especie de lectores para los que
cada libro es un mundo por descubrir, y
no renunciamos a dejar nuestra huella personal en esos fragmentos que
definitivamente pasan a integrarse en nuestra particular biblioteca intelectual.
Lógicamente, cada
uno tiene sus gustos y sobre colores no valen dogmas por muy bien escritos que
estén. A veces, juntamos nuestras espadas para defender o criticar una obra;
otras, los aceros entrechocan y nos enredamos en una discusión acalorada pero
respetuosa. Esos mediodías de sábado nos convertimos en raciones de Murakami,
Ruiz Zafón, Marías, Stendhal, Cortazar… Son momentos que huelen a satisfacción,
a camaradería, a complicidad por tantas horas en soledad con la única compañía
del papel impreso, del negro sobre blanco que transforma en colores nuestros
sueños, en ambiciones las conquistas leídas, en ignorancia de lo que nos queda
por descubrir y en satisfacción por el reencuentro con sentimientos que
dormitaban en nuestro interior.
En ocasiones,
cualquiera de los dos se convierte en el viejo profesor con el reproche por la
obra no leída, en trasmisor de novedades, o en descubridor de secretos
guardados en viejos ejemplares que nunca nos habíamos decido a desempolvar. Son
conversaciones llenas de esperanza, a veces, por ese nuevo alquimista de las letras
que empieza su carrera; de nostalgia, otras, por el viejo filósofo del que
nunca dejaremos de aprender pero cuyo legado ya quedó completamente impreso. El
libro, esa metamorfosis de las palabras en ideas, esa celulosa hecha papel
pigmentada por el colorante usado en la tinta grabada, es nuestro punto de
unión, nuestra cámara secreta, fuera de ella somos dos individuos absolutamente
diferentes. A él, al libro, le debemos nuestra amistad, por él nos conocimos y
a ambos se nos encoge el corazón cuando lentamente vamos viendo que por muchos
factores acumulados, en su chiringuito, las estanterías van dejando espacio
libre a modernos diseños de artilugios de oficina, expositores con llaveros de
colorines y accesorios informáticos. Manolo se tiene que ganar la vida, como
todos, y el clásico formato que durante siglos ha sido el camino por el que ha
transitado la divulgación del
pensamiento, la fantasía y la cultura, está perdiendo la batalla. La crisis, la
televisión, las nuevas tecnologías, o simplemente la velocidad a la que nuestra
sociedad nos impulsa a vivir hacen que cada vez seamos menos los románticos que
nos paramos delante del escaparate de una librería y entremos a la búsqueda de
ese bloque de hojas de papel encuadernadas y protegidas por tapas, con cuya
compañía vamos a pasar unas horas pero cuyo legado permanecerá por siempre en
el disco duro de nuestra memoria.
Desde sus
orígenes el hombre ha sentido la necesidad de plasmar el conocimiento, su
realidad o su fantasía para garantizar la continuidad de la información a las
generaciones venideras. Del mismo modo que ya no leemos en las paredes de las
cuevas rupestres, el libro impreso despertará la admiración, en los museos, de
las generaciones venideras, pero la humanidad seguirá avanzando y quizás, en un
futuro, a lo que nosotros llamamos libro no será más que un holograma generado
en el espacio con un sencillo proceso trasmitido por nuestro cerebro. Al cabo,
la finalidad será la misma, pero prefiero no imaginarme “El retrato de Dorian
Gray” como un conjunto de signos que flotan virtualmente delante de nuestros
ojos mientras Manolo y yo esperamos, con las manos en los bolsillos, en la
parada del autobús.
© Oscar da Cunha
23 de abril de 2013
que nunca desaparezca el placer de la lectura, del Libro de pape y tinta.
ResponderEliminarSaludos
Azucena
Nunca desparecerá mientras haya románticos por el mundo, sólo le deseamos una feliz convivencia con las nuevas tecnologías. Un abrazo y una rosa.
EliminarGracias,OSCAR,por tu permanente complicidad en tantas tareas de esta quijotilla manchega entreverá.Gracias por tu papel,tu tinta y tu imaginación.Gracias por hacer visibles a tantos Manolos que nos acercan a los libros.
ResponderEliminarGracias porque tú y personas como tú hacen posible que hoy,DÍA DEL LIBRO, Cervantes,Shakespeare,Delibes y Sampedro sigan vivos y empentándonos a ver mucho y saber mucho.Gracias,amigo,por compartir
Me congratulo hoy como lector, como entusiasta de ese milagro de la imaginación hecha realidad con medios tan exiguos como un trozo de papel y un pigmento colorante. Y en mi humilde capacidad intento aportar un granito en esta enorme playa. Gracias a tod@s los que seguís los devaneos de quienes nos iniciamos en este arte que con nuestro esfuerzo y aprendizaje hacemos grandes a los que nos precedieron.
EliminarUn abrazo Paz.