Siempre he intentado imaginar las
intenciones de ese tipo, aquel desconocido legionario que enunció por primera
vez la jodida frase sobre todos los caminos que conducen a Roma. Quizá cometió
un error y tal vez no se tratase más que de un disléxico enamorado en busca de
su eterno Amor, una Roma por la que siempre luchó mientras que a ella,
arrogante, le importaron un pito los fragores de las mil batallas que él tuvo
que afrontar. O acaso un vagabundo que, como yo y a pesar de mis habituales
roznidos, seguía imaginando, con ilusión, que tras la siguiente curva iba a
conseguir encontrar lo que ni siquiera sabía que buscaba. ¿O no se trata de eso
el caminar? Ponerse el traje y los zapatos de cuando algún día fuimos niños,
esos enanos impertinentes que todavía no habíamos comenzado a dejar en la
cuneta un reguero de cadáveres de lo que pretendimos y no conseguimos ser.
Todos esos yo personales, rechazados, que nunca llegaron a cuajar en
nuestra realidad pero terminaron aportando a construir la realidad de en quien
nos fuimos, con cada paso, ¿o fueron traspiés?, convirtiendo.
Me gustan los caminos, sobre todo si no
nos han presentado antes, esos que pasando por muchos sitios parecen no llevar
a ninguna parte, porque es ninguna parte donde, ¿quién sabe?, consiga encontrar
algo en lo que reconocerme.
Conozco vidas que ya no se buscan,
satisfechas y esterilizadas, conformes con lo que son y sin necesidad de viajar
más allá porque algo les convenció de que ya llegaron más allá, al Finisterre
de todas las preguntas que caben en una sola respuesta. No descarto que la
naturaleza las haya dotado con más lucidez y sea yo el equivocado pero, lástima
sería la palabra adecuada para definir lo que siento cuando las miro, porque lo
que yo veo es miedo.
Y sé de otras que después de tanta
travesía ya sólo escogen, en los cruces mal iluminados que suelen ser los más
sinceros, la dirección señalada por un viejo letrero de madera: desengaño.
Las observo en su caminar con la frente alta y la mirada desenvainada, porque
la experiencia les ha demostrado que ese letrero es el único que no miente y
acostumbra a ser el que más destinos acumula, y a esas las envidio. No por su
valor, ¡qué narices!, sino por su tenacidad que mil decepciones no ha
conseguido desgastar. Son esas vidas a las que admiro, porque en ellas veo la
esperanza que el sufrimiento jamás ocultará.
Y en uno de esos caminos me encontré,
justo en la curva que delimita la roca a partir de donde el tiempo empieza a
oler a por qué no viniste antes, con allí. Me gustó el letrero vacante
sobre la cancela de entrada, ¿para qué ponerle nombre a ese allí si
precisamente has llegado a ningún allí? La entrada impedía entrar gracias a un
candado que pude romper con una piedra, pero no se me puso. ¿Por qué violar una
reja cuando la puedes atravesar con la imaginación? Alguien cerró ese allí para
evitar que cualquiera se llevase lo que nada había para llevarse, y porque no
contaba con que algunas vidas se conforman con robar en esos allís del
camino donde sólo hay silencio y soledad. Me así a los barrotes, contemplando
el interior, como un prisionero de su libertad que necesita abandonarla para
tomar conciencia de que nunca aprendió a ejercerla aceptablemente; y recordando
la frase de Sartre: “El hombre está condenado a ser libre”, comprendí que las
rejas que te impiden entrar son más seductoras que las que no te permiten
salir. Pero a veces hay humo sin fuego, y entre esa abstracta niebla interesa
aprender que cuando la libertad decide encerrarse no nos corresponde a ninguno
romper su candado y toca conformarse con la soledad del destierro, por eso me
gustan los caminos y porque siempre me ha parecido muy complicado ser humano, y
además injusto porque a mí nadie me dio la oportunidad de escoger otra especie.
No, no hacemos caminos al andar, eso
sería una soberbia y don Antonio se merece más respeto. Somos parásitos
ocupados en convertir en propios los itinerarios que otros, ellos sí, con las
manos destrozadas por los callos —seguramente a punta de algún arma, aunque
sobre los perdedores la historia no guarde memoria—, se vieron obligados a
desbrozar.
Buscad, buscad vuestra curva, hasta
encontrar vuestra cancela, vuestro allí sin nombre, porque a todos
nos corresponde alguno en el que dejemos descansar esa libertad que no tenemos
ni puta idea de utilizar. Seguid caminando en pos de vuestra Roma, y no penséis
en el miedo —porque la verdad acojona—, siempre habrá alguien ocupado en llenar
de miguitas de pan la ruta que conduzca a sus intereses.
Oscar
da Cunha
16
de mayo de 2015
Aquel desconocido legionario llegó a Roma y junto a otros, también desconocidos, encuadrados en un Tercio de miserables desarrapados, la saquearon. Todos sabían lo que hacían y porqué.
ResponderEliminarCuantos caminos hay, que no sabemos donde nos llevan.... Besotes Oscar!
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