Dicen que después de la tempestad
siempre llega la calma. Y es entre borrascas cuando el alma se serena, cuando
los pensamientos dejan el alboroto y, con un suave balanceo parecido al de esos
pétalos que nos regala el magnolio, se depositan en la parte más alcanzable de
nuestra imaginación, cumpliendo la función que tienen destinada, llenar de su
perfume —porque no hay idea carente de su propio aroma—, esos vacíos de olor que
el temporal —porque las tempestades se alimentan de nuestros olores cuando a
éstos les ha vencido la fecha de caducidad— ha producido. Y entre la serenidad
que proporciona esa algarabía de esencias es cuando hablo con él.
No sé quién es; jamás me ha dicho su
nombre, aunque conozco a mucha gente que se lo ha puesto; incluso en ocasiones
dudo que exista y tenga que conformarme, una vez más, con un juguete al que mi
fantasía le da cuerda para evitar admitir que incluso conmigo termino
discutiendo. Sólo me sorprende esa parte de misterioso acomodo que me hace
oírlo cuando nada suena. Nunca está cuando lo llamo, no se molesta por enfriar
el clavo al que a veces me agarro, y en absoluto me consuela en esos momentos
en los que a los hombres también nos da por llorar. Él es mi él de los momentos despejados, de cuando
no lo necesito y en vez de espantar moscas dejo mi rabo tranquilo. Cuando, como
en la foto, me siento en la orilla intentando adivinar dónde termina el mar y
comienza el cielo. Porque ese cielo que yo veo no es infinito, y no me importa
porque tampoco lo necesito tan grande. Sólo los ambiciosos sueñan con un cielo
mayor que el que abarca su mirada y un mar que les lleve hasta el fin del mundo
para también conquistarlo. Yo soy más de andar por casa, me bastan las
estrellas con las que ya me tuteo y sólo una luna, esa luna presumida que, por
partes, se va haciendo una limpieza de cutis para mostrarse, cada veintiocho
días, radiante, y que no entiendo para qué, porque no tiene competencia. Con el
mar…, con ese soy más exigente, porque sé que algún día, cuando ya no necesite
brújula, me orientaré en su otra orilla. Y por eso también le hago la pelota
bailándole sus olas, por eso lo quiero grande, que no inmenso, para que mi
último viaje dure pero no sea eterno, porque hay una parte de ese instinto con
el que nacemos todos los animales que me lleva a pensar que la eternidad tiene
que ser muy aburrida.
—Hola, ¿otra vez solo?
—Eso buscaba —respondo—, pero siempre
me rompes la tranquilidad. Eres la mosca cojonera de mis momentos más íntimos.
—Es lo que tiene ser yo. También me
aburro, no creas.
—Permíteme una pregunta, ¿el coñazo, me
lo das sólo a mí o juegas a esto con todo el mundo?
—Con todos lo intento, pero muchos no
me escuchan. Quizá tampoco me oigan.
—Será porque de habitual el sordo eres
tú. Yo veo a mucha gente que te llama. ¡Joder, si hasta algunos piensan que les
vas a salvar la vida! Pero ellos no reciben respuesta.
—De eso yo no tengo la culpa. El
problema es que se habla demasiado de mí, y al final terminan dándome más
importancia de la que tengo. A ver si aprendéis de una puñetera vez a ocuparos
vosotros mismos de vuestros asuntos. Si lo hubiese sabido…
—Oye, ¿eres tú el responsable de todo
esto? —pregunto. No hago ningún gesto porque a diferencia de mí, que no lo veo,
pienso que él no se molesta en mirarme.
—¿A qué te refieres?
—A todo, a esto que llamamos vida, mundo…,
ya sabes, lo que hay por aquí, guerras, odio, religiones, hambrunas,
terremotos, violencia… ¿sigo?
—¿Y tú que crees?
—No lo sé, tengo mis dudas, pero lo que
veo es una autentica chapuza.
—Fue mi primer intento, reconozco que
me quedaron unos cuantos flecos sueltos.
—O sea que aún estabas en prácticas y
se te ocurrió la idea. Pues nos has jodido bien.
—También hay cosas buenas, no exageres.
—Sí, el ajoarriero, pero eso es cosa
nuestra. Yo, a ti te sitúo en la cultura del pelotazo.
—¿Lo dices por lo del Big Bang? —me
pregunta.
—No, más bien me inclino a pensar que
tú si tiraste la primera piedra, y ahora escondes la mano.
—Podría destruirlo todo con un solo
movimiento de esa mano.
—Para eso no nos haces falta, ya lo
estamos haciendo nosotros por fascículos, cualquier día completaremos la
enciclopedia y seguro que algún idota le pone uno de tus nombres.
—Lo que no entendéis es que a veces
escribo con renglones torcidos.
—¡Bah, eres uno más!, hoy en día
escribe todo dios.
—Pero lo cierto es que yo puse la
primera palabra.
—Déjame adivinar, ¿Jodeos, tal vez?
Luego, para arreglarlo, añadiste lo de multiplicaos.
—La verdad es que las cosas no han
salido como yo pensaba, lo del libre albedrío quizá fue un error.
—El error está en que se lo has
concedido sólo a unos pocos. Los demás nos tenemos que conformar con elegir el
sabor del condón, eso nos da vidilla con tal de no aportar más carne a este paraíso
envenenado.
—Lo siento, hago lo que puedo, yo no
soy un servicio público.
No, el cielo que yo veo no es infinito,
porque de serlo no sería capaz de comprenderlo y en la ignorancia dejaría de
ser mío. Y de él, de mi él, ya os
dicho que no sé quién es y prefiero que siga sin rompérseme el juguete, porque
en la duda todo es posible y sólo conozco a una especie capaz de lograr lo
imposible, como componer la más extraordinaria de las sinfonías con una
profunda sordera o, como Hellen Keller prescindir de los sentidos más importantes
—la vista y el oído—, para escribir “La historia de mi vida”. Por eso, y por
otras cosas que viven en la parte más retorcida de mi irrealidad, continúo
atascado en el ojo de la aguja.
Oscar
da Cunha
1
de mayo de 2015
Excelente!! Me encantó, es un sentimiento compartido aunque no nos surjen las palabras para expresarlo con tanta perfección.
ResponderEliminar