Como uno va caminando por la vida, resulta
que va acumulando amigos y conocidos. Antiguos compañeros de trabajo, jefes,
empleados, clientes, proveedores o ninguna de esas cosas. A veces bastó
compartir la barra desierta de un bar, mientras se enfriaba el café y se
calentaba la calle, para entrecruzar agendas. Hasta aquí nada nuevo, lo mismo
le ocurre a todo el mundo. Y de entre ellos algunos son gais, como otros que lo
son morenos, altos, bajitos, de derechas, ateos, gordos, zurdos, y hasta creo
que tengo también alguno gilipollas, pero lo recuerdo vagamente porque procuro
no usarlo. Para los que me conocéis de cerca no necesito definirme y podéis
ahorraros este texto, seguro que os resulta más estimulante ir corrigiendo los errores
de mis anteriores. Para esos otros que estáis más lejos —ya sé que nadie me ha
pedido explicaciones pero me apetece darlas—, siempre he pensado que cada uno
puede hacer con sus gustos lo que la naturaleza haya tenido a bien concederle,
y cada cual debe explotar los placeres de su cuerpo con toda la libertad que le
otorga el respeto hacia los demás. Pero hay un sector de machotes que siempre
me hacen recelar por su clara aversión al gay. Son esos tipos que se ocupan de
airear, aunque no venga a cuento, que a ellos la imagen de un hombre en pelotas
les da asco. Supongo que en su baño, en lugar de un espejo tendrán colgada una
mala reproducción de Las tres Gracias de Rubens; y además contarán con la
habilidad de afeitarse de oído. Y me hacen recelar porque a mí no me ocurre. No
descarto que todavía no me haya dado cuenta y viva un gay en mi interior, a estas
alturas tampoco me iba a preocupar. Pero, por la playa —sí, de esas cochinas en
las que andamos como nuestra madre nos trajo al mundo—, cuando miro a cualquier
tipo, de a los que la naturaleza les ha concedido idéntico colgajo que el mío, me
produce el mismo estímulo que cuando observo una farola. Las hay más estéticas
que otras, por supuesto, pero lo único que me interesa es lo que hay arriba,
como en la cabeza de la persona, un poco de luz.
Esos machotes que llevan de continuo el
kalashnikov-anti-gais engatillado se me indigestan con su variado repertorio de:
“a mí si me toca un maricón le meto una hostia”, “me sale un hijo maricón y
verás qué rápido lo curo”… Conozco muchas sinrazones para empuñar un arma pero
la más elemental suele ser el miedo. En lo que llevo de vida, que ya va para un
rato, me he relacionado con todo tipo de individuos —todos opinan sobre mí que
conviene tener amigos hasta en el infierno—, y más de alguno me ha hecho sentir
miedo; por su forma de mirar en la que se trasparentaba el afilado acero de una
hoja de navaja o incluso la densidad del plomo, por la traición que llevaba
implícita una sonrisa… Pero el miedo que más me ha sorprendido ha sido siempre
ese que me ha hecho descubrir en los adentros comportamientos que permanecían
escondidos en mis esquinas más oscuras. Atisbos de repentina violencia, brotes
de indiferencia ante el sufrimiento ajeno…, esos son el reflejo de aquellos otros
yo, ocultos, que más me asustan cuando me enfrento al espejo en el que se
convierte la vida ante determinadas situaciones. Y el otro día, el encuentro
con una frase de Amado Nervo: “El miedo no es más que un deseo al revés”, me
hizo ver claro hacia quién apunta ese kalashnikov. Cargado con balas
determinadas a proteger la puerta de un armario dentro del que algunos
prefieren el suicidio antes que descubrir su auténtica condición, el odio al
miedo que representa ese alguien capaz de descubrir una identidad que los
prejuicios y la cobardía siempre les condenará a negarse todas las veces que
contenga su vida. La falta de dignidad para encontrarse con uno mismo y cruzar
hasta la otra orilla del río, donde la libertad de ser, una vez más, quedará
abolida por la necedad de aparentar lo que tampoco se es.
No pretendo desde aquí ondear su
bandera multicolor, porque no acostumbro ni me pertenece enarbolar ninguna, y sólo
hay una con la que consigo sentirme identificado, esa que no lleva más que un
color, el blanco. Y hoy la izo para mí mismo, por suerte consigo firmar una
simbólica tregua con esos machotes de boquilla. Al final he descubierto por qué
ya no me empiezan a dar asco y tan sólo me inspiran lástima.
Oscar
da Cunha
31
de mayo de 2015
¡Ole,ole y ole OSCAR ! ¡cuanto echaba de menos tus veleidades ¡ veleidades que son verdades y que me gustaría compartieras en ese otro e-rinconcejo,ya sabes:nada vale si no se comparte. Gracias a tí por hacerlo con tanto salero
ResponderEliminarGracias, Bruja Blan, luego me paso por el mundo rural.
EliminarGracias las que vous avez,Salao
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