Dicen que el primer amor nunca se
olvida. ¿Acaso se olvidó alguno de los que le siguieron? Vamos acaparando
enamoramientos en nuestra memoria. Enamora una voz, una sonrisa, una mirada…,
incluso, a veces, el brillo perlado de una lágrima. Enamoran unos dedos
acariciando una copa de champán, esa melena alborotada por el viento de otoño y
el susurro de unos pies descalzos por la arena. Enamoran la postura y el movimiento,
la palabra y el silencio, cuando conseguimos, pese al cúmulo de los
calendarios, mantener nuestros ojos niños.
Vivir es confirmar, cada día, nuestra
decisión para dejarnos seducir, por las entreluces del amanecer, o el reflejo de
la luna en un charco después de la tormenta. Callejear, mientras el último
baile, el de ayer, sigue girando al ritmo de esa orquesta que nunca termina la
melodía. Detenerse para conversar por primera vez con ese desconocido que se
nos cruza a diario en la misma esquina, y no retirarle el saludo al magnolio
del parque porque cuando la primavera empiece a tontear con el verano volverá a
florecer.
Enamorarse de esa sonrisa del amigo
que, después de años de navegación, al fin vuelve a aparecer, satisfecha, por haber
logrado echar el ancla en el puerto que tantas noches le robó el sueño para
soñar despierta. Enamorarse de ellos que, como tú, salen del cine con los ojos
aún vidriosos porque la última escena les ha arrancado, también, una astilla
del alma. Del segundo café de la mañana, porque tiene el mismo aroma que el de
hace unas horas cuando estaba ella, y porque en el bar suena la canción con la
que acariciaste su espalda por primera vez.
No, ningún amor se olvida, gracias a
ellos vivimos, que está varias estaciones más lejos que sobrevivimos. Cada uno es
el alimento que nos va convirtiendo en lo que realmente somos, porque ser y
estar son tan diferentes como el aliento y la razón, y al amor nunca le han
interesado las razones. Quizá sea por eso que nunca terminamos el curso y nadie
posee un diploma que certifique que aprendió a amar. No se pueden olvidar las
cosas que aún no se han aprendido.
Pero nada es eterno, porque la
eternidad no tiene sentido al igual que la perfección, y en nuestra deformidad
vamos aprendiendo a valorar sólo aquello que podemos perder. Por eso mueren
amores, o se pierden por las entrecalles que a menudo cruzamos sin hacer esa
parada, esa reflexión que condiciona el hacia dónde vamos porque venimos de alguien.
Y la memoria, ese notario encargado de garantizar la legitimidad de todo cuanto
vamos dejando en cada minuto anterior, retiene, a veces en los cajones más
íntimos, pero nos entrega una llave que no viene incluida con la voluntad de
usarla.
El olvido es nuestra propia condena,
nuestra renuncia a confesar que somos humanos y que por ello nos equivocamos. Pretendemos
olvidar errores, pero los amores que los acompañaron…, esos, todos se ganaron
una lágrima en nuestro recuerdo, aunque no alborotasen más allá de una efímera brisa.
Oscar da Cunha
2 de noviembre de 2014
Ahí le duele : "Vivir es confirmar, cada día, nuestra decisión para dejarnos seducir"
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