Pero sobre
todo, mirar.
Mirar en verde
cuando hay esperanza; el camino trascurre por entre la arboleda que no consigue
delimitar un prado en el que, tras su horizonte, se asoma otro nuevo y que no
es más que el comienzo de un acertado valle por donde nuestras ilusiones, que
un día fueron sueños, despertarán saludando la llegada de un presente con el
que hemos pactado que el invierno fue cosa de ayer y mañana no tendrá otoño.
Mirar en azul;
navegando entre mar y cielo, sin romper la armonía de nuestra mirada con las
estelas por las que ya no hemos de volver, porque sólo nos sirvieron para alcanzar
esa dignidad donde a las gotas les sobra contar más de uno; cuando somos uno,
pero intacto, porque a nuestros ojos les resultan bellos pliegues de escuela
las cicatrices, incluso la que una vez fue profunda, la que más destacó en la
carta de navegación y ahora, cuanto hemos decidido que nos envuelva es una
marina sin puertos que nos tienten a renunciar de ese absoluto sereno.
Mirar en alba
cuando decidimos continuar descubriéndonos, cuando tras cada primera luz sabemos
encontrar que quien amanece ya estaba antes, esperando la ocasión en que a las
viejas historias, convertidas en lejanas voces, les permitiéramos escapar con
la brisa de la noche. Y aprender, dejar de buscar fuera, porque no hay lugar
que no esté dentro de nosotros y para el viaje más fascinante se nos concedió
la tarjeta de embarque al nacer.
Mirar en
mojado, cuando la alegría por un reencuentro de largo esperado nos devuelve las
sonrisas compartidas durante la infancia. Y nos empeñamos en reclamarle a la
amistad que ya no se marche; porque somos lo que de positivo intercambiamos, lo
que añoramos del que se tuvo que alejar y en su ausencia, en ese hueco que no
quedó vacío sino pendiente, continuó la música, ese baile con lo mejor de nosotros
mismos que siempre perteneció a los demás.
Mirar en
blanco, sin prisa por imprimir la huella de nuevos pasos, cuando ya hubimos
manchado muchas sábanas para llegar hasta donde no debimos marchar; y si es necesario,
regresar, ahora humildes, con los pies que desnuda la experiencia hasta un
nuevo comienzo, sin el barro de los prejuicios ni la falsa tinta de las
apariencias. Retomarnos, con los bolsillos vacíos, dispuestos a que sólo se
llenen con lo que no deslucirá al cambiar de color.
Mirar en oro
cuando a nuestro lado permanecen los que nunca nos negaron; ellos, que sin
verlos, no dejaron de mirarnos; que sin compartirlas celebraron nuestras
victorias, e intentando no compartirlas lloraron nuestras derrotas. Cuando no
vimos su mano tendida porque sólo mirábamos al abismo, o no pensamos en asirla
porque al cielo nos confundimos subiendo sin compañía. Y descubrir que el oro
es la que más cuesta pintar de las miradas, porque es la única no se pinta en
soledad.
Mirar en gris
cuando la alegría de los que ya se fueron no se la ha llevado el tiempo, y
ahora, serena, nos acompaña en las noches que no necesitan farola o en los
mediodías que agradecemos sin sol, porque entre el claroscuro de la memoria nos
seguimos construyendo mientras hacemos nuestro su camino; y su sombra,
invisible en la penumbra, nos adopta, discreta, porque es la que nos pertenece
y la que más nos honra.
Mirar en seda
porque a veces nos los hemos merecido, y después de alguna de las batallas que
componen la vida, con la única arma de la razón, sin causar bajas ni heridos,
alcanzamos ese estado semejante a la paz interior en el que un satén con
teclado de Chopin nos convence de que en la siguiente seremos capaces de
hacerlo mejor. Y en la quietud del cuerpo es nuestra alma la que pasea, entre
suaves olas con colores de oriente, envuelta por la caricia de la labor llevada
a buen puerto, ese puerto donde se aterciopela la mirada y la esperanza nos
recibe dispuesta a no negar el beso.
Mirar en poniente
cuando el paisaje se sonroja, cuando la magia se despereza y al silencio se le
han terminado las excusas, porque esa es la mejor hora para decidir cómo vamos
a escribir los deseos de un viaje que terminará cuando nuestras ilusiones se
confundan en ese Finisterre tras el que, y con una nueva luz, volveremos a
caminar, siempre decididos a aprender dónde se esconde el amanecer durante la
noche, para que esos seres semidivinos nos confiesen por qué nosotros, también,
vivimos entre éste y el otro mundo, donde se encuentran las legítimas
conexiones con la naturaleza.
Y mirar
también en negro, que no es cerrar los ojos, sino con ellos bien abiertos hacia
esa oscuridad, sin miedo porque una vez ya estuvimos en ella; y aunque no
recordemos cuándo fue la primera, no temamos porque tampoco será la última; y
si perseguimos la luz no fue en vano que conocimos su ausencia; y aunque nos
parezca inútil, el negro también es un color que, como todos los del universo,
se crearon para enseñarnos a mirar.
Siempre mirar.
Oscar da Cunha
5 de agosto de 2015
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