He de ser honesto y aunque sea por una
vez he de confesaros que esta historia me la contaron ayer, pero no he
conseguido reunir la suficiente fuerza de voluntad para resistirme a compartirla
con vosotros.
Los cuatro amigos que me leéis, sabéis
que soy un voyeur, miro, observo, saco mis conclusiones y procuro relatarlas lo
mejor que soy capaz. Pero esta vez se trata de un cuento que no ha entrado
gracias a mi mirada, sino a mis oídos. Y lo que más me fascina de esta leyenda
es que no termina con una única moraleja sino con tres. Algunos quizá ya la
conozcáis, pero ser benevolentes conmigo y por lo menos implicaros en la
sonrisa final.
Por un lugar del camino de cuyo nombre
no tengo ganas ni merece la pena acordarme, peregrinaba, envuelto en su soledad
y meditación, un hombre decidido a expurgar los escasos pecados que hubiera
podido cometer durante su vida como… bueno, yo nunca he sido juez de nadie. Un
hombre a cuya conciencia sólo le faltaba experimentar la dureza del invernal peregrinaje
hasta conseguir alcanzar ese final ansiado por todo romero. Hizo una breve parada en ese lugar que regado por el río
Sionila que, como nos apunta el capítulo VI del libro V del Códice Calixtino:
“Entre los ríos de agua
dulce y sana para beber está Labacolla,
porque en un paraje frondoso
por el que pasa, a dos millas de Santiago,
los peregrinos que se
dirigían a Santiago
se quitaban la ropa y por
amor al Apóstol solían lavarse no sólo sus partes
sino la suciedad de todo
el cuerpo”.
Remontando
las laderas por la que se acceden al monte do Gozo y que lo situaban en el
inicio del tramo, hoy urbano, desde que el que ya se podía intuir el pórtico de la
gloria de la Catedral de Santiago, se encontró con un agonizante pajarillo
aterido por el medieval frío de las tierras gallegas. Su alma, ya casi
trasmutada, no fue ajena al sufrimiento del pequeño animal y lo acogió entre
sus manos intentando devolverle esa vida que se estaba escapando; con su
aliento que no era más templado que la atmósfera en la que ambos estaban
envueltos pronto se dio cuenta de que el pajarillo ya estaba dispuesto a
entregar su vida al polvo del que todos provenimos.
Pero el azar nunca viene si no pulsamos
el timbre correspondiente y, en un prado cercano, pastaba una vaca de cuyas
defecaciones emanaba una cálida y humeante salvación para el pequeño
agonizante. Nuestro peregrino, iluminado con ese criterio que otorgan las
muchas horas de soledad, enterró hasta dejar sólo al descubierto la cabeza de
la moribunda avecilla. Y esperó.
El calor que envolvía la boñiga de la
vaca reavivó al ave y pronto ésta se puso a emitir cánticos de alegría. Pío
píos que no pasaron desapercibidos al intrépido gavilán, amo y señor de
aquellas laderas.
Fueron casi inapreciables los minutos
que la rapaz invirtió en dar caza a nuestro pequeño pajarillo terminando con su
vida.
Nuestro peregrino alcanzó el Pórtico de
la Gloria no si antes serle reveladas tres moralejas.
—Primera moraleja: No todo el que te
mete en la mierda quiere lo peor para ti.
—Segunda moraleja: No todo el que te
saca de la mierda quiere lo mejor para ti.
Y
—Tercera moraleja: cuando estés con la
mierda hasta el cuello no digas ni pío.
Oscar
da Cunha
6 de marzo de 2015
No estoy con la mierda al cuello pero tras tus palabras mejor no digo ni pío
ResponderEliminarPero cuidado dónde te metes cuando apriete el frío, a veces lo mejor es lo peor.
ResponderEliminarY ahora que hago pío o no pío?
ResponderEliminarTú puedes permitirte salir volando. Un abrazo, Paloma
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