lunes, 30 de marzo de 2015

ESA MATERIA OSCURA

Aseguran los científicos que una cuarta parte de nuestro universo está formado por materia oscura. Yo hace muchos años que dejé la escuela y en ella me garantizaron que nuestro planeta forma de él. No pretendo ser tan insolente como para considerar que en la tierra tengamos también el mismo porcentaje de esa materia que es oscura porque no brilla, pero haberla hayla. Como en esas noches sin luna, tenebrosas, en las que no somos capaces de distinguir las estrellas y caminamos sin nuestra sombra; hasta nuestra soledad es oscura y ni a esa la vemos. Pero no tengo intenciones de  volverme loco ni hacer oposiciones para el CERN, porque las cosas más difíciles de interpretar suelen ser las más simples. Y precisamente las cosas más simples tienen tendencia a resultar imprescindibles. Y si mi intención fuera hablar sobre astronomía podría empezar argumentando que se trata de esa materia oscura la que contribuye a explicar el comportamiento de las galaxias en el firmamento, ¿pero, a quién le importa como se comportan esas lejanas galaxias cuando ni siquiera les prestamos atención a los problemas de nuestros semejantes más cercanos?
Todos tenemos en mayor o menor medida una porción de materia oscura —los políticos son una excepción, en ellos nunca podremos ver nada brillante—, son esas cenizas del Big Bang que permanecen incrustadas en nuestra mente, envolviéndonos, produciendo temporales momentos de antimateria humana durante los que no somos nada, o peor aún, nadie. Instantes en los que nos resulta indiferente el sufrimiento ajeno porque no queremos asumirlo y esa parte siniestra se manifiesta encargándose de convencernos de que nada es lo suficiente merecedor como para reclamar nuestra atención.
Como una entidad incapaz de reflejarse en el espejo pasamos junto al tipo del sombrero que con su saxo está interpretando L'amour c'est pour rien. ¿Para qué detenerse si no estamos dispuestos a escuchar su melodía y sólo acertamos a deslumbrarnos con el brillo de las pocas monedas que le rodean sobre los adoquines y que, para él, suponen la diferencia entre pasar hambre o morirse de hambre?
Caemos en circunstancias en las que, en nuestro interior, se activa una asimetría que nos convierte en inadaptados de nuestra propia conciencia. Sólo nos importa la sangre de nuestras heridas por insignificantes que sean, ignorando que en esta sociedad nadie tenemos un papel asignado y la naturaleza, cruel, nos sitúa a cada uno en esquinas con mayor o menor fortuna. Esquinas caprichosas que no son representativas de nuestros valores humanos, esquinas en las que resulta fácil caer pero casi imposible abandonar. Pero esa materia oscura, que los eruditos definen como partículas que interactúan débilmente, posee tanto poder como para conseguir confundirnos, convenciéndonos de que el universo, en su desarrollo, no contó con nosotros, lo que nos conduce a la irónica afirmación de que, en la mayoría de los casos, esa alteración sólo es propia de unos pocos condenados. Aunque a veces el sarcasmo de que todos nacemos y, por honesto o inmoral que haya sido nuestro comportamiento estamos condenados a morir, condiciona nuestra posición ante los demás. Pero yo he podido comprobar que esa materia oscura, esa parte siniestra, por oculta, del universo no nos afecta a todos por igual, porque no sólo somos átomos, moléculas o grandes porciones de materia. No estoy en posición de afirmar en qué parte del ser humano está acomodada el alma y hoy no voy a entrar en ese debate, pero lo que si sé es que la humanidad, esa singularidad que nos diferencia de la materia por mucho que en ella también existan partículas en movimiento, es un valor que nos ha sido concedido y no aleatoriamente, y por fortuna todavía nos quedan tres cuartas partes con las que trabajar compartiendo nuestra sonrisa o nuestra tristeza, porque no estamos hechos sólo de alegrías, y si aprendemos a utilizar más a menudo el corazón para mirar nuestro entorno entenderemos que consolar y ayudar resulta más gratificante que incomunicarnos en nuestra jaula de oro por muy brillante que nos empeñemos en mantenerla.
Necesitamos mirarnos con más asiduidad al espejo, no para peinarnos o verificar si nuestros dientes están más blancos que ayer, sino para comprobar que esa mirada que vemos reflejada no es diferente de la de nuestros semejantes, que la perversidad o la ortodoxia que reflejan nuestros ojos no es única, y es una cuestión de delicadeza intuir quien nos engaña o necesita más allá de unas ordinarias monedas. No en vano nos encontramos en la cúspide de la pirámide ecológica, sólo es cuestión de demostrarlo.

Oscar da Cunha

30 de marzo de 2015



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