No
estoy completamente seguro de que la historia que voy a contaros sea del todo
cierta, aunque así me la trasmitieron a mí y así se sigue contando; pero en
parte, y sólo en parte, pude ser testigo de alguno de los sucesos que sobrevinieron.
En aquel año, el niño no tendría más de doce
o trece años y yo ya empezaba a peinar mis primeras canas, sólo las primeras,
esas que más te sorprenden porque te confirman que la madurez te está pillando
desprevenido.
Él, lucía un largo pelo rubio natural,
oxigenado por las largas sesiones de sol y salitre sobre su tabla de surf.
Coincidimos muchas tardes en el aparcamiento, frente a la playa, mientras cada
uno se embutía en su traje de neopreno, él siempre bajo la inquieta mirada de su
padre al que consiguió convertirlo en su chofer. Aunque compartimos más de una
ola nunca llegamos a saludarnos, él por la lógica timidez de la edad, y yo por
esa estúpida sensación de prepotencia que nos atribuimos los que ya llevamos
incontables mareas con victorias y derrotas. Jamás le vi dudar ante unas
condiciones adversas: frió, lluvia, viento, o maretón -como llamamos a esos
días en los que el océano nos lanza sus embestidas más potentes-. A lo largo
del tiempo pude apreciar como su nivel progresaba a la misma velocidad que su
pasión por el mar, y en más de una ocasión le vi esbozar una sonrisa de
satisfacción al robarme alguna ola. Al cabo, su complicidad con el medio marino
lo fue transformando en un elemento más de las especies costeras. Y puedo aseguraros
que, en ocasiones, un delfín que decidió acompañarnos en nuestros bailes
siempre prefirió su ola; de entre todos, él fue el elegido para ese juego
nupcial, conseguí disfrutar escenas que ambos compartieron como un cortejo
entre cónyuges con el mismo frenesí.
Sus sesiones en el agua pronto empezaron a
convertirse en más largas que las mías, y yo, al salir, contemplaba el
desasosegado deambular de su padre por el paseo de la playa.
Aquella tarde, ya casi noche, la marea
depositó suavemente su tabla, intacta, sobre la arena. No podré olvidar jamás
el lamento desagarrado de su padre al verla. Los que allí quedábamos nos
lanzamos frenéticamente al agua, todos conocíamos al chaval y compartíamos la
misma simpatía y admiración por su coraje. Las unidades de salvamento marino
fueron alertadas. Ninguno pudimos dormir esa noche. Las labores de búsqueda
continuaron durante varios días sin resultado, extrañamente su cuerpo nunca fue
encontrado y el mar tiene por costumbre devolver a tierra a sus víctimas, en
aquél momento nació la leyenda. Cuentan que su pasión lo convirtió en delfín y
desde entonces son muchos los que aseguran que los han visto bailar juntos
entre las olas, dos compañeros que aparecen cada atardecer disfrutando las
montañas de agua entre risas. Yo nunca lo he hecho, sólo saludo tristemente a
su padre, que cada tarde recorre el paseo marítimo, sin abandonar la esperanza
de volverlo a abrazar y, con la mirada perdida en el horizonte, busca a su
delfín.
Oscar
da Cunha
2
de Marzo de 2013
Excelente tu estilo, me encantó. También la historia. Te voy a seguir leyendo, ahora que te hallé. Mi más cordial saludo desde este paisito, océano mediante.Esc. Inés Abella
ResponderEliminarBienvenida a mi mundo de fantasías y realidades. Espero que disfrutes de mis narraciones.
ResponderEliminarUn abrazo Inés, desde el decrépito viejo continente.
Hermosa, la leyenda. Es perfectamente posible, a fuerza de pasión, cambiar de "especie". Creo que tienes razón, el mar solo devuelve a sus víctimas, a los elegidos se los queda. Un abrazo, Oscar!!
ResponderEliminarGracias Begoña, y sí la pasión es capaz de transformarnos en cuanto ambicionemos.
ResponderEliminarUn abrazo amiga.
¡¡¡ Qué hermoso !!! ¿para qué decir más?
ResponderEliminarGracias Paz, pero estírate un poco, ya sabes que ando necesitado de opiniones.
ResponderEliminar¡Qué bonito! ¡Me ha encantado! Un abrazo. Dulcinea
ResponderEliminarGracias por la compañía y el comentario.
ResponderEliminarUn abrazo Dulcinea