A veces, voluntariamente me
pierdo entre calles que creo conocer. Intentando ignorar dónde han empezado y
pretendiendo descubrir que, tras doblar su última esquina, conseguiré tomar conciencia
de que realmente no quiero ir a ninguna parte. Quizá, porque una vez leí que el
único lugar donde merece la pena encontrarse es dentro de uno mismo, y para
eso, cada paso con que avanzamos no es más que una renuncia, un intento de salir
del sueño de la razón con el que vamos construyendo nuestra realidad y así,
desde fuera, entrever lo que no conviene ser descubierto. Porque vivir es
caminar dentro del laberinto, y como dijo José Bergamín: “El que sólo busca la
salida no entiende el laberinto, y aunque la encuentre, saldrá sin haberlo
entendido.”
Y
asumo que la búsqueda sin fin es el verdadero fin que justifica la búsqueda.
Porque llegar al objetivo acaso sea patrimonio de los locos, o de los sabios
que no son otra cosa que locos a los que otros locos les otorgaron el juicio porque
se cansaron de buscar. Y entiendo a David, ese niño que, con su mochila llena
de mapas, se ha cruzado ya varias veces en mi camino, y hasta me saluda, y
hasta me cuenta. Me cuenta que vive con sus abuelos desde que sus padres
desaparecieron en un accidente de coche, y él los busca. Y en ese laberinto del
que no quiere salir, sabiendo que nunca los encontrará, porque ellos ya
salieron sin entenderlo, soy yo el que entiende que lo que busca son las
lágrimas que todavía no ha conseguido. Y es que así son las lágrimas, pequeñas
gotas de realidad que huyen de un interior, nuestro, buscando el consuelo que
somos incapaces de concederles porque la verdad, nuestra verdad, consiste en
continuar perdidos.
¿Para
qué intentar saber hacia dónde vamos si continuamos sin conocer de dónde
venimos? Como el árbol, en su incesante crecer sin conseguir alcanzar ese cielo
al que aspira sin pretenderlo porque son sus raíces, las que perdidas en el
laberinto de la naturaleza, consiguen sostener la ilusión que justifica su
vida. Como esa sinfonía que nunca estará
acabada mientras, vagabundos oyentes, interpreten entre sus compases, cada vez,
diferentes recorridos dentro de cada uno de sus laberintos. O el vuelo del
cisne, que parte, cada otoño, con la idea de volver hasta esa primavera que
nunca es definitiva y lo sabe pero no se pregunta por qué. Porque entiende que
el laberinto tiene esa virtud, que no es otra que hacernos girar en torno a
nuestra mirada, la única capaz de entender ese paraíso del alma, buscar. Buscar
hasta que se nos agote el aliento, continuar la búsqueda de los que nos
precedieron y ceder el relevo a los que nos sustituirán por los caminos.
Y
porque antes que la vida, alguien creó el infinito, ese infinito al que todos
nos dirigimos pero para eso vivimos dentro del laberinto, para nunca llegar a
él, porque aunque exista no tiene sentido y porque si alguno lo alcanzara no
encontraría más que la soledad, esa soledad de la que nos habló Octavio Paz y
que posee un doble significado: “por una parte consiste en tener conciencia de sí;
por la otra, es un deseo de salir de sí.” Y ante ambas consideraciones yo
prefiero seguir perdido dentro de mi mismo, a la espera de compartir viaje con
cuantos se quieran añadir y sin que nadie, ni siquiera Ariadna, nos preste un
hilo para salir de nuestro laberinto.
Oscar da Cunha
13 de septiembre de 2015
Yo también asumo que "la búsqueda sin fin es el verdadero fin que justifica la búsqueda" y prefiero seguir perdido dentro de mi mismo,feliz cuando encuentro a alguien que se quiere añadir a compartir viaje ¡¡¡ gracias,OSCAR !!! sigamos haciendo caminos,yo sí te presto mi hilo y no importa si con él no salgas de tu laberinto.Sí seguiremos unidos por él.Abrazos
ResponderEliminarNo necesito el hilo de Ariadna, quizá no convenga salir del laberinto, pero sí los muchos otros hilos que, como el tuyo, Paz, hacen que perderse por los caminos merezca la pena.
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