Vivimos con la
impostura de tiempos heroicos, jactanciosos; tiempos en los que cada frase que
se lanza al mundo, a este mundo que hemos infectado de modos y medios, no está
exenta de una inflexión triunfal con la que demostrar que todos hemos nacido
para ser escuchados; sin darnos cuenta, o no practicar la humilde inclinación de
enterarnos de que casi todo cuanto pudo ser importante ya fue expresado.
Inmersos en una espiral de pretéritas ideas inmortales, con la única intención
de imprimirles un falso giro a la tuerca de las palabras para parecer
originales. La crítica se considera un ataque porque el criticado, mientras se
contempla el ombligo, nunca verá en los argumentos del crítico un mínimo atisbo
de luz que le permitirá evolucionar, sino un afán de protagonismo que pondrá en
peligro el suyo propio. Y a su vez, quien debería opinar, aportar, sólo
consigue ver en el reflejo de su espejo un fiscal cuyo afán de destruir ha
comprobado que en esta sociedad no se consiguen más aplausos construyendo.
Se engrandece
a los que ya se fueron con la finalidad de igualarse a ellos, porque ya no
están para demostrar el enanismo del pensamiento actual; y que ellos
aprendieron escuchando y observando a los que también les precedieron, y a los
que renunciaron al brillo de la fama con el fin de sumar —ocultos en la
humildad de la sombra— para quienes consideraron mejor capacitados. Porque hubo
un tiempo en el que las bambalinas arropaban la satisfecha sonrisa de las
ideas, ideas para otros, que más valientes, no dudaron en pisar las tablas del
escenario o el papel en blanco sin miedo a ir conquistando espacios de
libertad, esa libertad que hoy creemos nuestra pero que malgastamos ignorando
que realmente fue suya.
Llenamos con
vanidad el libro de nuestras vidas, convencidos de no renunciar a ninguna de
nuestras páginas. Páginas, la mayoría de ellas, escritas en el aire y que no
serán sino el testimonio del fraudulento acomodo en un tiempo perdido, como un
entreacto de la intención porque, usurpando la frase de George Sand: “No
podemos arrancar una página del libro de nuestra vida, pero podemos tirar todo
el libro al fuego”. Y quizá no sean más que cenizas, polvo de héroes sin causa,
la única herencia de los tiempos actuales que recogerá la historia, una historia
que se encargará de ventilar el humo sin fuego, porque sólo los que son capaces
de arder en el infierno de la reflexión vuelven para contarnos, y a esos, ante
los que nos negamos a escuchar porque para los dioses en que nos hemos
convertido no cuenta la luz de las llamas más que el fulgor de las estrellas
que jamás alcanzaremos, únicamente les dedicamos el perdón silencioso, un
silencio que no alcance nuestras manipuladas conciencias más que en la
oscuridad, esa oscuridad en ocasiones sincera pero cobarde en la que todos
pretendemos sin comunicarlo alimentar el ego.
Y como vivimos
en un momento de derechos sin deberes en el que todos tenemos el derecho a ser
escuchados pero nunca el deber de escuchar a los demás, nuestra sociedad de
sordos con bocina sólo evoluciona hacia un pasado en donde encontrar ese punto
de posible retorno, que quizá fuera tan breve como una coma, en el que la voz
del pensamiento cedió el paso al estruendo del rebaño. Un desorientado rebaño
en el que cada uno se desboca por separado buscando la única verdad que le
interesa, esa que sólo a él le otorga la razón. Y que de esa manera se confiere
en la búsqueda de una sinrazón en la que ni siquiera Hamming sea capaz de
encontrar la distancia que nos separa a cada uno de ella, y pese a que lo suyo,
lo de Hamming, no fuese la palabra sino los números, me guardo su frase como
oportuna para estos tiempos: “Cuídate de encontrar aquello que buscas.”
Oscar da Cunha
26 de
septiembre de 2015
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