Quizás, una las particularidades
más enigmáticas a la vez que hermosas de nuestra especie sea la ambigüedad. En
eso somos, sin duda, la especie reina de la naturaleza. Por más que invirtamos
tiempo y recursos en investigar y aprender sobre el conjunto de animales con
los que compartimos este trocito de universo y del que estamos equivocadamente
convencidos ser los propietarios, más lejos nos encontramos de conocer los
retorcidos esquemas del pensamiento que circula, la mayoría de las veces por
esa parte comprometida con la oscuridad y obcecada en vivir en la espalda, en ese
reflejo que jamás conseguiremos ver en el espejo, de nuestro cerebro.
Generalizando,
y por no entrar en patéticas singularidades de las que hacen gala algunos de nuestros
degenerados congéneres, nos gusta la naturaleza. Aún conservamos alguna vetusta
reminiscencia de que procedemos de ella y como la consideramos —o deberíamos
hacerlo— sabia, por eso de no ser menos, nos apuntamos al carro convencidos de
formar parte de ella, aunque de esa sabiduría, que es lo que verdaderamente nos
atrae, demostramos estar tan lejos como una oveja. Pero en algún punto del
camino —y como hoy estoy osado le llamaré camino al mero hecho de haber comenzado
a caminar erguidos—, alguien ondeó el banderín, esa señal que marcó el inicio
de una carrera para llevarse el premio de quién es capaz de joder nuestro
medio, que debería ser entero, más y en menor tiempo.
Derrochamos
horas, intentando llenar páginas como esta, con la pretensión de hacer de la
cultura nuestro verdadero interés. Pero en los bares y tabernas, esos lugares actuales
donde como en las ágoras griegas damos rienda suelta a nuestras más sinceras
inquietudes, el que no habla de política y fútbol es un apestado. Y no voy a
seguir aburriendo con más ejemplos que todos conocemos porque mis intenciones
en este desvarío de hoy giran en torno a dos palabras: ambigüedad y oveja.
Adoramos la
singularidad, sentirnos diferentes, y la mayoría, ser más diferente o diferente
por ser más, que para el caso es igual de estúpido. Pero perdemos el, llámese
al lugar donde la espalda pierde su nombre, por formar parte de un grupo; de
cualquiera donde nuestra opinión, posición o parcialidad, provoque los
consiguientes asentimientos de cabeza del resto de ovejas de ese rebaño. Somos
individualistas pero sectarios, siempre procurando buscar el amparo de un
círculo, peña o sociedad, y que hoy he decido llamarles club, porque ante su
contrario: puti-círculo, puti-peña o puti-sociedad, prefiero pervertir otra
lengua.
Y no me parece
mal. Pretender que el individuo aislado sea capaz de avanzar más que el grupo
es una majadería de la que es consciente hasta el más ignorante de los ñús. El ser
humano, desde los tiempos en los que las ideas se expresaban con imágenes porque
a la palabra escrita ni estaba ni se la esperaba, siempre ha necesitado del
grupo, aprender de los aciertos y errores de cada uno para avanzar. El
asociacionismo nos ha hecho progresar, que aunque pueda ser sinónimo de
florecer, no ha conseguido negociar con la belleza interior. Y como no me
parecen mal, los respeto aunque yo no pertenezca a ninguno, siempre y cuando
sirvan para el objetivo de unir. Pero están los otros, los puti-club, esos que
nuestra ambigüedad crea, utilizando la excusa de unir, para conseguir una
fuerza suficiente con la que joder al rebaño que ha tenido la osadía de
preferir el prado de enfrente. Y estos son los que me revientan, porque nunca
se crean con la intención de intercambiar ideas sino con la de, y con las manos
taponándose los oídos, imponer las propias a las de los demás. El puti-club se
convierte en el centro de prostitución del pensamiento, en el garito oscuro
donde las falsas convicciones travestizan la realidad mutando al sujeto en
prosélito. Y aunque la naturaleza tenga sus razones, nosotros somos más
cabrones y manipulamos la ambigüedad del individuo para, con la mayor de las
sutilezas, convertir a la persona en oveja, amotinar al grupo en ejército, y
siempre, sin perder de vista algún beneficio, atravesar esa frontera del club
al puti-club.
Oscar da Cunha
11 de octubre de 2015
La perpetua necesidad de afirmación; la permanente dependencia del humano. Buen artículo. Saludos.
ResponderEliminarAsí es Manuel, una más de las necesidades con que se alimenta nuestra especie. Un placer y un honor verte por aquí.
EliminarAbrazos.