A
veces todos tenemos algún día tonto. Días que no somos capaces de ver brillar
el sol, aunque esté. En en los que nos molesta la lluvia porque pensamos que el
cielo tiene menos derecho a llorar que nosotros; y el viento, con su arrogante
sonido, es un enemigo que ha decidido llevarse la nostalgia que por unas horas
nos pertenece. Suelen ser ocasiones en las que la balanza se inclina por esa parte
de cuanto no hicimos y se olvida de que lo ya hecho no ha sido más que la
sesión de entrenamiento de lo que aún nos queda por hacer. Son esos confusos
días en los que no atinamos a comprender que los errores cometidos han sido la
semilla necesaria sin la que no podríamos recoger el fruto de los aciertos que,
aunque siendo escasos, se van convirtiendo en los pilares sobre los que
deberíamos seguir construyendo la dignidad con la todos llegamos a este mundo.
A
veces, todos tenemos días en los que echamos la mirada hacia atrás para
contemplar sólo las piedras que nos hicieron caer, sin fijarnos en las otras
muchas que fuimos capaces de esquivar. En ambas estaba escrito nuestro nombre.
Pero no necesitamos hacer inventario para saber que, si seguimos en el camino,
por lo menos hubo equilibrio entre unas y otras.
De
nadie aprendemos a vivir durante esos días, entre otras cosas porque cada uno
consideramos que nuestra vida es diferente, y las hogueras en que otros
ardieron no guardaron llamas para nosotros. Y que nuestros demonios nos
pertenecen, porque en el catálogo de donde los fuimos sacando en cada momento
ponía: "modelo exclusivo". Y por eso nos convencemos de que el infierno parece
habernos hecho un traje a medida.
Pero
sólo nos ocurre durante esos días tontos. Esos en los que la sensatez, la
mirada y el oído se han quedado en el cajón de la mesilla de noche al
levantarnos, y hasta para los que somos varones nos parece que nos acaba de
bajar la regla. Porque Einstein tenía razón en sólo dudar de que el universo fuera
infinito, y los que tenemos la suerte de compartir nuestra estupidez con amigos,
nos damos cuenta de que la amistad se acerca a ese inmensidad con velocidad
proporcional a los días tontos que intercambiamos.
Y
es por eso que en ocasiones temo que el más estúpido valor de la amistad no consista
en consolar a los demás en sus malos momentos, sino en que utilicemos sus malos
momentos para ser conscientes de lo que realmente nos une, nuestra fragilidad
ante ellos. Aunque bien mirado, si de ese estúpido valor sacamos la conclusión de
que no somos tan diferentes, me conformo con vivir acompañado por estúpidos
iguales a mí.
A veces…
Oscar da Cunha
29 de noviembre de 2015
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