lunes, 30 de marzo de 2015

ESA MATERIA OSCURA

Aseguran los científicos que una cuarta parte de nuestro universo está formado por materia oscura. Yo hace muchos años que dejé la escuela y en ella me garantizaron que nuestro planeta forma de él. No pretendo ser tan insolente como para considerar que en la tierra tengamos también el mismo porcentaje de esa materia que es oscura porque no brilla, pero haberla hayla. Como en esas noches sin luna, tenebrosas, en las que no somos capaces de distinguir las estrellas y caminamos sin nuestra sombra; hasta nuestra soledad es oscura y ni a esa la vemos. Pero no tengo intenciones de  volverme loco ni hacer oposiciones para el CERN, porque las cosas más difíciles de interpretar suelen ser las más simples. Y precisamente las cosas más simples tienen tendencia a resultar imprescindibles. Y si mi intención fuera hablar sobre astronomía podría empezar argumentando que se trata de esa materia oscura la que contribuye a explicar el comportamiento de las galaxias en el firmamento, ¿pero, a quién le importa como se comportan esas lejanas galaxias cuando ni siquiera les prestamos atención a los problemas de nuestros semejantes más cercanos?
Todos tenemos en mayor o menor medida una porción de materia oscura —los políticos son una excepción, en ellos nunca podremos ver nada brillante—, son esas cenizas del Big Bang que permanecen incrustadas en nuestra mente, envolviéndonos, produciendo temporales momentos de antimateria humana durante los que no somos nada, o peor aún, nadie. Instantes en los que nos resulta indiferente el sufrimiento ajeno porque no queremos asumirlo y esa parte siniestra se manifiesta encargándose de convencernos de que nada es lo suficiente merecedor como para reclamar nuestra atención.
Como una entidad incapaz de reflejarse en el espejo pasamos junto al tipo del sombrero que con su saxo está interpretando L'amour c'est pour rien. ¿Para qué detenerse si no estamos dispuestos a escuchar su melodía y sólo acertamos a deslumbrarnos con el brillo de las pocas monedas que le rodean sobre los adoquines y que, para él, suponen la diferencia entre pasar hambre o morirse de hambre?
Caemos en circunstancias en las que, en nuestro interior, se activa una asimetría que nos convierte en inadaptados de nuestra propia conciencia. Sólo nos importa la sangre de nuestras heridas por insignificantes que sean, ignorando que en esta sociedad nadie tenemos un papel asignado y la naturaleza, cruel, nos sitúa a cada uno en esquinas con mayor o menor fortuna. Esquinas caprichosas que no son representativas de nuestros valores humanos, esquinas en las que resulta fácil caer pero casi imposible abandonar. Pero esa materia oscura, que los eruditos definen como partículas que interactúan débilmente, posee tanto poder como para conseguir confundirnos, convenciéndonos de que el universo, en su desarrollo, no contó con nosotros, lo que nos conduce a la irónica afirmación de que, en la mayoría de los casos, esa alteración sólo es propia de unos pocos condenados. Aunque a veces el sarcasmo de que todos nacemos y, por honesto o inmoral que haya sido nuestro comportamiento estamos condenados a morir, condiciona nuestra posición ante los demás. Pero yo he podido comprobar que esa materia oscura, esa parte siniestra, por oculta, del universo no nos afecta a todos por igual, porque no sólo somos átomos, moléculas o grandes porciones de materia. No estoy en posición de afirmar en qué parte del ser humano está acomodada el alma y hoy no voy a entrar en ese debate, pero lo que si sé es que la humanidad, esa singularidad que nos diferencia de la materia por mucho que en ella también existan partículas en movimiento, es un valor que nos ha sido concedido y no aleatoriamente, y por fortuna todavía nos quedan tres cuartas partes con las que trabajar compartiendo nuestra sonrisa o nuestra tristeza, porque no estamos hechos sólo de alegrías, y si aprendemos a utilizar más a menudo el corazón para mirar nuestro entorno entenderemos que consolar y ayudar resulta más gratificante que incomunicarnos en nuestra jaula de oro por muy brillante que nos empeñemos en mantenerla.
Necesitamos mirarnos con más asiduidad al espejo, no para peinarnos o verificar si nuestros dientes están más blancos que ayer, sino para comprobar que esa mirada que vemos reflejada no es diferente de la de nuestros semejantes, que la perversidad o la ortodoxia que reflejan nuestros ojos no es única, y es una cuestión de delicadeza intuir quien nos engaña o necesita más allá de unas ordinarias monedas. No en vano nos encontramos en la cúspide de la pirámide ecológica, sólo es cuestión de demostrarlo.

Oscar da Cunha

30 de marzo de 2015



lunes, 23 de marzo de 2015

EL EFECTO HUMANO

Si queremos ver las cosas de una forma sencilla: 1, 2, 3, 4, 5, nos parecería una secuencia lógica, pero ¿qué haríamos con: 3, 1, 5, 4, 7? Compliquemos más la secuencia: 2´7, 1´8, 5´4 y 4/3. Aún podríamos llegar más lejos: π, ∞/365, 3.116 + 87 – 28, 12… Sigue teniendo su lógica pero yo no soy capaz de verla; y sin embargo, si hay una ciencia estable, creíble y capaz de romper todas las barreras de lo incoherente, es la matemática. Todo en este mundo es matemática o está regido por ella, es la reina de las ciencias. La aritmética, el álgebra, la estadística, el cálculo de probabilidades, la proporción áurea, los números primos, las fracciones, la sucesión de Fibonacci, la paradoja, la teoría del caos…
Dicen que la música no es más que matemática, resonancia armónica convenientemente aplicada al sonido de cada instrumento, su compás, su ritmo, y hasta los silencios no son más que intervalos infinitos de una determinada formula, quién sabe si divina, aunque algunos fragmentos sean diabólicamente hermosos. ¿Podríamos, entonces, afirmar que la música es el producto de la resonancia que nos dejó ese ángel negro al caer desde el infinito azul hasta lo más tenebroso del cero absoluto? ¿O es la batalla que se libra entre los espíritus del bien y del mal, la que a menudo consigue esos acordes imposiblemente sublimes?
Pero la vida no es sólo música. ¿Dónde está la matemática en los nuevos brotes que la primavera empuja hacia el cielo? ¿Dónde lo estuvo en los sentimientos que nos dejó el maestro Machado? ¿Qué ecuación utilizó Vermeer para pintar La joven de la perla? Aunque yo siga sin distinguir los números en cualquiera de los ángulos de La Piedad de Miguel Angel, sin embargo, nunca podremos negar que esté ausente en ninguna obra. Es ese lado oscuro que posee la matemática el que nos permite arder en el fuego de la belleza, son esas abstractas estructuras las que convierten en naturales las leyes de la naturaleza por absurdo que resulte adjudicarle leyes matemáticas a una naturaleza cuyo caos nunca seremos capaces de comprender.
Podemos medir la velocidad del viento pero no su aroma; cuantificar la intensidad de la luz con la que una solitaria farola nos ilumina, pero el camino a tomar cada noche lo tendremos que decidir nosotros. Y sabemos que dos más dos siempre han sido cuatro pero no sabemos porqué. Percibimos que ciertas emociones alteran los latidos de nuestro corazón porque somos capaces de contarlos, de establecer un ritmo ascendente o descendente. ¿Por lo tanto, deberíamos reducir el ámbito de nuestras emociones a un mero razonamiento matemático sobre cantidades? El propio Einstein declaró que: "Cuando las leyes de la matemática se refieren a la realidad, no son exactas; cuando son exactas, no se refieren a la realidad” Toca elegir, amigos: exactitud, existencia o mandar al carajo a Einstein. La tercera opción es la más cómoda pero la que menos me convence, siempre han hablado muy bien de él.
Habitamos en un universo misterioso e irracional, porque ni siquiera conocemos con exactitud nuestra posición dentro de su inmensidad, pero tal vez eso determine la confirmación de que realmente existimos, no podemos ser más que hijos de la incertidumbre. Hace siglos que Pitágoras nos enseñó a calcular la medida de la hipotenusa de un triangulo, mas nadie ha sido capaz de establecer la dimensión de los lados de la realidad. Y aunque poblemos un planeta redondo —bueno casi—, nuestro verdadero mundo es un triangulo que quizá se prolongue hasta el infinito, siempre y cuando el cuadrado de nuestras ilusiones coincida con la suma de los cuadrados de nuestras posibilidades. Y en ese caso dejaríamos de considerar la matemática como una ciencia pura. Yo ya empiezo a dudar del efecto mariposa, y por el camino que llevo me convence más el efecto humano, que si cabe es aún más imprevisible.
Afirman que la caída de un meteorito acabó con la vida de los dinosaurios, a nosotros quizá no nos haga falta para dejar vacío un planeta en el que en alguna insignificante piedra quede grabada una fórmula matemática que demuestre que nunca fuimos imprescindibles.

Oscar da Cunha

23 de marzo de 2015 

jueves, 19 de marzo de 2015

QUE TREINTA AÑOS NO ES NADA


Dice el tango de Gardel —con palabras de Alfredo Le Pera— que veinte años no es nada. Si él supiera… ¿Cuánto le podríamos contar nosotros que ya vamos por los treinta? Que aquel diecinueve de marzo de 1985 se nos iba a hacer tan intenso, y pese a que de aquella fecha ya no nos quede más que una anticuada hoja de calendario, agostada y con bastón pero escondida en nuestra memoria, nunca le permitiremos jubilarse.

¿Que es un soplo la vida? ¡De eso nada! Pues no hemos necesitado veces cada uno el aliento del otro para continuarla y, en ocasiones, nunca nos ha fallado saber compartirlo para tirarnos a piscinas sin agua en las que hemos aprendido a nadar sobre superficies llenas de desconcertantes vacíos, pero que no nos restaron la confianza de que juntos conseguiríamos alcanzar la orilla opuesta, la que está en el tendido de sol, porque el sol tiene por costumbre proteger los sentimientos cuando están a flor de piel, y en las nuestras hubo tiempos en los que no nos llegaba más que para esa pasión atrevida y satisfecha desnudando nuestras ambiciones.

Ya sé que yo di los primeros pasos, que yo pronuncié las primeras palabras, pero no me niegues que la culpa fue tuya cuando hiciste ese avión en papel de liar con el que me llegó tu primera mirada, una mirada que nunca aprendió a perder la sonrisa. Y ahí estaba yo, que siempre he sido un buen farsante, que te convencí de que era un tipo duro y que los que somos de esa condición necesitamos por lo menos dos sonrisas, por eso te devolví el papel que me trajo la primera para robarte una segunda mientras me anotabas tu teléfono en él, convencida de que jamás te llamaría; pero ya ves, un papel de fumar, un número y tu nombre en una noche con tres copas, y aquí seguimos.

Hemos cruzado fuegos e inundaciones, pero los hemos cruzado juntos. Nos ha tocado ganar y otras perder, pero nunca nos hemos perdido. Hemos soportado tempestades, huracanes que no han sido capaces de separar nuestras manos y noches sin techo por quererlas sin distancia porque, como escribió Salinas: “Ni en el lugar, ni en el hallazgo tiene el amor su cima: es en la resistencia a separarse en donde se le siente”. Y por muy gran poeta que fuera Don Pedro, no te preocupes, de amor y resistencia nosotros sabemos más, que con treinta años aprendiendo unidos te conceden diploma y máster.

No nos costó convencernos porque, sin darnos cuenta y como eslabones de una cadena soldada por el más puro de los fuegos, ya lo estábamos y empezamos el primer baile que aún hoy continúa. ¡Por cuánto suelo nos hemos deslizado! Suelos brillantes que han reflejado inolvidables sonrisas y besos. Polvorientos, bajo los que hemos escondido muchas lágrimas y compartidos sufrires. Sobre entrometidas brasas que nunca han logrado evitar nuestra dinámica coreografía y sobre ingratas cenizas en las que se nos han ido quedando astillas del alma, porque ellas siguen guardando el cariño de a los que tanto quisimos, y con cada ausencia hemos conseguido ser más tú y yo.

Tuvimos malas compañías que nos quisieron separar, ignorantes; y otras, más pretenciosas, que sin conocer nuestra complicidad aparentaron unirnos, ingenuas. Ambas despreciaron que cuando el agua y el vino se mezclan la aleación ya es eterna y nosotros apuramos esa copa desde el principio.

Confesaba Einstein que el tiempo es relativo y nadie le ha quitado la razón. Pero poco nos han importado las leyes de su ciencia, porque nosotros las hemos percibido por otras variables que no son leyes sino realidades, y no lo son tanto por la velocidad ni la distancia, al menos esa distancia física que alguna vez ha separados nuestros cuerpos; porque hay otras distancias que, en ocasiones, incluso estando juntos se han interpuesto entre nuestras almas, y por su culpa algunos días se nos dilataron hasta la eternidad. Quizás en su teoría, el científico no tuvo en consideración que el orgullo y la estupidez son esas variables que sólo cobran importancia cuando espantamos moscas con el rabo, y precisamente en su insignificancia se acomoda la intolerancia. Pero el tiempo, ese que nunca hemos consentido que entre nosotros sea relativo, nos ha enseñado a convertir nuestros despistes en pequeños matices en los que el perdón, por cotidiano, se adelanta con una sonrisa.

¿Cómo olvidar mil y una noches de pies fríos y manos rápidas? ¿Cómo no recordar tantos amaneceres esperando a que se enfriaran las sábanas? ¿Por qué no perdonar esos cafés de la mañana en los que algo falló? ¿Y cómo pretender que en treinta años alguno no fuese capaz de sofocar la lluvia en los ojos del otro? Porque convivir amando no es sencillo, y amar conviviendo requiere no sólo voluntad sino determinación, y de eso jamás nos ha faltado, que por algo seguimos pensando en otros treinta. Y tal que empezamos continuamos haciendo planes, porque los sueños son eso que se comparte mientras la vida se empeña en despertarnos cada amanecer.

Ahora que contemplo ese retrato que nos hicimos en Berlín, ¿recuerdas nuestro primer invierno? Ahora que veo el muro y las alambradas a nuestra espalda, comprendo que es más fácil dividir que unificar, renunciar que mantener y castigar que perdonar. Deberíamos volver y hacernos la misma foto junto al Reichstag para demostrarle al mundo que pese a que la mayoría de las cosas no hayan cambiado nosotros tampoco. Quizá yo tenga más canas y tú esas arrugas que nacen junto a tus ojos, pero nada ha sido injustificado, ya que lo importante no es lo que miramos sino cómo lo vemos. Y sufriendo y usufructuando la felicidad nunca nos hemos resignado. A ninguno nos ha sometido el camino más cómodo, y ese es el único criterio que nos ha enseñado a construir una vida. Porque hasta los girasoles cuando llueve siguen soñando con el sol.

Te observo y mis ojos no distinguen estos treinta años que dicen que han pasado, y sé que cuando tú me miras no ves la realidad de cada día sino esos momentos que nos devuelven a aquellos tiempos que nadie nos podrá robar, a esa juventud que, digan lo que quieran, conseguiremos seguir manteniendo. Ha sido difícil pero a la vez tan espontáneo, porque tú has sabido perdonar más que yo admitir mis errores, y a pesar de que me has pisado muchas veces bailando yo he continuado sin perder el ritmo con tus pies sobre los míos; porque, aunque se hubiera hundido hasta  la orquesta, entre nosotros siempre se ha mantenido la melodía.

He renunciado a oportunidades porque me alejaban de ti, y tú podrías haber tenido una vida más serena pero siempre preferiste las marejadas conmigo por embravecida que estuviese la mar.
Y ahora, que han pasado treinta marzos y seguimos contemplando el mismo cielo, ambos firmaríamos por otros tantos en esa estrella que no centellea y que siempre te he contado que ha preferido llamarse Venus, o en ese roble del parque del que nunca he dejado de esperar del que brotaran nueces mientras sonreías, porque jamás te has burlado de mi ignorancia.

Tal vez tengamos más pasado que futuro, eso lo decidirá el tiempo que por estas tierras del Norte no se lleva bien con las intenciones, que no es ni bueno ni malo simplemente es así. Y algún mediodía, nuestros cuerpos, como dijo Quevedo: “Polvo serán, mas polvo enamorado”. Entretanto, con nuestros encuentros y discordancias, con mis sueños y tus realidades, con tu fuerza y mis incertidumbres. Llueva o nos asedie la sequía, en la oscuridad de la noche o bajo la luz del sol; como cuando estuvimos arriba o nos enviaron abajo, como cuando las campanas tocaron a risa o no dejaron de sonar a despedida; nosotros seguiremos viendo la vida del mismo color, que para eso tuvimos la suerte de encontrarnos. Y pese a las espinas pasadas y pendientes, incluido el susto que me acabas de dar hoy, con ese enorme corazón que no te cabe en el pecho y que, mientras nos lo permitan, porque ciertas enfermeras entiendan de amor y lo tengamos que celebrar en la unidad de cuidados intensivos, todavía nos queda mucha biografía por escribir, una vida que hemos acertado a pintarla en rosa.

Oscar da Cunha

19 de marzo de 2015



Des yeux qui font baisser les miens,
Un rire qui se perd sur sa bouche,
Voila le portrait sans retouche
De l'homme auquel j'appartiens

Quand il me prend dans ses bras
Il me parle tout bas,
Je vois la vie en rose.

Il me dit des mots d'amour,
Des mots de tous les jours,
Et ca me fait quelque chose.

Il est entre dans mon coeur
Une part de bonheur
Dont je connais la cause.

C'est lui pour moi. Moi pour lui
Dans la vie,
Il me l'a dit, l'a jure pour la vie.

Et des que je l'apercois
Alors je sens en moi
Mon coeur qui bat

Des nuits d'amour a ne plus en finir
Un grand bonheur qui prend sa place
Des enuis des chagrins, des phases
Heureux, heureux a en mourir.

Quand il me prend dans ses bras
Il me parle tout bas,
Je vois la vie en rose.


Il me dit des mots d'amour,
Des mots de tous les jours,
Et ca me fait quelque chose.

Il est entre dans mon coeur
Une part de bonheur
Dont je connais la cause.

C'est toi pour moi. Moi pour toi
Dans la vie,
Il me l'a dit, l'a jure pour la vie.

Et des que je l'apercois
Alors je sens en moi
Mon coeur qui bat

viernes, 6 de marzo de 2015

SOBRE LA MIERDA Y LA COMPASIÓN

         He de ser honesto y aunque sea por una vez he de confesaros que esta historia me la contaron ayer, pero no he conseguido reunir la suficiente fuerza de voluntad para resistirme a compartirla con vosotros.
Los cuatro amigos que me leéis, sabéis que soy un voyeur, miro, observo, saco mis conclusiones y procuro relatarlas lo mejor que soy capaz. Pero esta vez se trata de un cuento que no ha entrado gracias a mi mirada, sino a mis oídos. Y lo que más me fascina de esta leyenda es que no termina con una única moraleja sino con tres. Algunos quizá ya la conozcáis, pero ser benevolentes conmigo y por lo menos implicaros en la sonrisa final.  

Por un lugar del camino de cuyo nombre no tengo ganas ni merece la pena acordarme, peregrinaba, envuelto en su soledad y meditación, un hombre decidido a expurgar los escasos pecados que hubiera podido cometer durante su vida como… bueno, yo nunca he sido juez de nadie. Un hombre a cuya conciencia sólo le faltaba experimentar la dureza del invernal peregrinaje hasta conseguir alcanzar ese final ansiado por todo romero. Hizo una breve parada en ese lugar que regado por el río Sionila que, como nos apunta el capítulo VI del libro V del Códice Calixtino:

“Entre los ríos de agua dulce y sana para beber está Labacolla,
porque en un paraje frondoso por el que pasa, a dos millas de Santiago,
los peregrinos que se dirigían a Santiago
se quitaban la ropa y por amor al Apóstol solían lavarse no sólo sus partes
sino la suciedad de todo el cuerpo”.

         Remontando las laderas por la que se acceden al monte do Gozo y que lo situaban en el inicio del tramo, hoy urbano, desde que el que ya se podía intuir el pórtico de la gloria de la Catedral de Santiago, se encontró con un agonizante pajarillo aterido por el medieval frío de las tierras gallegas. Su alma, ya casi trasmutada, no fue ajena al sufrimiento del pequeño animal y lo acogió entre sus manos intentando devolverle esa vida que se estaba escapando; con su aliento que no era más templado que la atmósfera en la que ambos estaban envueltos pronto se dio cuenta de que el pajarillo ya estaba dispuesto a entregar su vida al polvo del que todos provenimos.
         Pero el azar nunca viene si no pulsamos el timbre correspondiente y, en un prado cercano, pastaba una vaca de cuyas defecaciones emanaba una cálida y humeante salvación para el pequeño agonizante. Nuestro peregrino, iluminado con ese criterio que otorgan las muchas horas de soledad, enterró hasta dejar sólo al descubierto la cabeza de la moribunda avecilla. Y esperó.
         El calor que envolvía la boñiga de la vaca reavivó al ave y pronto ésta se puso a emitir cánticos de alegría. Pío píos que no pasaron desapercibidos al intrépido gavilán, amo y señor de aquellas laderas.
Fueron casi inapreciables los minutos que la rapaz invirtió en dar caza a nuestro pequeño pajarillo terminando con su vida.
Nuestro peregrino alcanzó el Pórtico de la Gloria no si antes serle reveladas tres moralejas.

—Primera moraleja: No todo el que te mete en la mierda quiere lo peor para ti.

—Segunda moraleja: No todo el que te saca de la mierda quiere lo mejor para ti.

Y

—Tercera moraleja: cuando estés con la mierda hasta el cuello no digas ni pío.

Oscar da Cunha

 6 de marzo de 2015

martes, 3 de marzo de 2015

SESENTA SEGUNDOS

Algunos cuerpos vienen programados de fábrica para no dormir, ese es mi caso, todas las noches entro en coma. Y sí, ya sé que a ti también te pasa lo mismo por eso estás sonriendo ahora, pero a ti no te tiraron de la cama y amaneciste en la alfombra abrazada al perro. Todo cuanto acontece de noche, una vez que me he desconectado de este mundo, para mí es un misterio; he llegado a pensar que, ya dormido, el universo se detiene, la tierra deja de girar y espera hasta que me despierte para darle cada mañana la bienvenida a la luz, por eso mi primera mirada siempre es hacia el este, esperando confirmar que el conjunto vuelve a girar como acostumbra. No os penséis, y como nos sucede a muchos, que en cuanto bajo la tapa del sarcófago me duermo inmediatamente, hay noches que por preocupaciones o por alegrías el sueño se retrasa, y ni siquiera el método 4-7-8 me resulta eficaz; ya sabéis: cuatro minutos de inspiración, siete reteniendo el aire y ocho expulsándolo. Los números no me gustan, precisamente por necesitar hacer demasiados y los míos sólo consigo verlos en rojo, que no es un color aconsejable para conciliar el sueño.
He dormido bajo profundas ciclogénesis, en plena tormenta, creo que incluso con algún movimiento sísmico y hasta en esos escasos días del verano Cantábrico en los que al mercurio no le apetece atravesar la frontera de lo razonable para seguir respirando. Pero la otra noche un susurro me despertó, era una voz suave casi un hálito del viento con un hermoso tono pronunciando mi nombre. No sonaba en la habitación, alguien estaba dedicando esa vibración sonora exclusivamente para mí, me llamaba desde abajo. Mi primera reacción fue comprobar la hora en el reloj, las 3:14. Miré a mi perro, es un radar con pelo y ante la caída de una mota de polvo ya levanta un ojo, de no haber notado su respiración, cargando y vaciando su caja torácica, hubiese jurado que estaba muerto, y yo también; pero dicen que cuando mueres el reloj ya no avanza y al volver a mirarlo había sumado un minuto. Esperé, sesenta segundos quizá no fueran suficientes para convencerme de que el transito hasta el otro lado se había completado. Las 3:16 y el murmullo seguía llamándome, remontando sinuosamente las escaleras hasta mi dormitorio. Admito que no se trató de una demostración de valor, pero si me llaman voy, la curiosidad es mi punto, no sé si débil o fuerte, pero es mi punto.
Pese al frío exterior, la habitación me pareció muy cálida, alguien se había olvidado de encender el radiador, fue lo único frío que toqué. Bajé las escaleras sin encender ninguna luz —no tiene mérito ya me las conozco— y la sensación de calor aumentó al llegar a la planta baja. Seguí a oscuras la dirección de la que parecía provenir la voz, pero los sentidos traicionan y escuché mi nombre a mi espalda. Me giré y la vi, ¿no sé si sabéis que también el oído es capaz de ver en la más profunda oscuridad? Llevaba un pijama decorado con mariposas incapaces de cesar su aleteo y, descalza, no alzaría más de un metro. Algo me reveló que sus ojos eran de un ónice negro que rotaban cambiando la posición de sus pequeñas vetas blancas.
Me agaché apoyando mis manos sobre mis rodillas y le pregunté:
—¿Cómo te llamas?
—Alejandra, pero algún día me llamarás Alex, como los demás.
—¿Los demás? No veo a nadie más.
—Dame tu mano y te revelaré el momento en que podrás hacerlo. —Y me tendió la suya.
La curiosidad tiene una frontera, el miedo. Y el miedo no negocia con el valor sino con la imaginación.
—¿Cómo sucedió? —le pregunté escondiendo mis manos.
—¿No lo recuerdas? —Con la tristeza de su duda pretendió hacerme sentir culpable—. Tú fuiste la última persona que vi en mi vida. ¿Fue tan insignificante la amargura que ese momento tuvo para ti? Si ya olvidaste el instante de mi muerte, ¿por qué temes recordar cuando llegará el tuyo?
—Nadie debería saber cuándo va a morir. De otro modo la rendición o la ilusión  no tendrían sentido
—¿Entonces, por qué valoráis tan poco la vida de los demás? Yo no he conseguido olvidarte.
—Yo tampoco, aquella noche ibas en el asiento delantero. Llovía. Detuve mi coche e intenté abrir tu puerta. Me miraste y tus ojos se ahogaron en la oscuridad.
—¿O sea que no me has olvidado?
—Ni a ti, ni al perro de peluche que nadie recogió del asfalto. He preguntado cómo ocurrió porque no vi el accidente, yo llegué pocos minutos después.
—Ahora ya puedo marcharme tranquila, sé que siempre seguiré en tu memoria.
—¿Adónde vas?
—Tenías razón, nadie debería saber cuándo va a morir. Lo verás cuando llegue tu momento, procura que el recuerdo de tu último instante no se borre en la memoria de alguien, ese es nuestro camino.
—Pero hay gente que muere en soledad. ¿Cuál es su camino?
—La soledad sólo tiene un camino, y el tiempo termina borrándolo.
—Eso no me parece justo.
—Pues reclama a quién le puso la venda a la justicia, ella nunca puede vernos morir.
Noté un beso infantil en mi mejilla y me sentí solo.
Subí las escaleras, volví a mi cama y al tumbarme miré el reloj. Las 3:13, comprendí que, en ocasiones, de sesenta segundos depende la eternidad.

Oscar da Cunha

3 de marzo de 2015

viernes, 27 de febrero de 2015

IL A NEIGÉ SUR YESTERDAY

Nos pesa el corazón en este momento porque también tuvimos dieciséis años, ¿o lo hemos olvidado? Y nos enamoramos de sus ojos, de esa mirada capaz de prometernos un viaje del cielo al infierno con billete de ida y vuelta. Aunque después de lo que ha nevado desde ayer romperíamos el billete, por quedarnos allí, vagabundos, con tal de que la mitad de lo soñable entonces, hoy fuese perceptible, incluso en blanco y negro. Por sentirnos orgullosos de pertenecer a una generación que continuase escribiendo con lápiz sobre papel, utilizando las cabinas de teléfono y llamándole ratón a eso que cazan los gatos. Pero no lo hemos conseguido, y el único consuelo que nos queda en esta sociedad miserable en la que nadie se libra de haber participado es… ¡qué tontería! Siempre se podría reparar el surco de un vinilo que se hubiera rayado o corregir con tipex los errores de un descuidado golpe del teclado.
¿Recuerdas? No nos incomodaba salir de casa y recorrer cuatro esquinas bajo la lluvia para devolverle al colega ese disco que nunca se negaba a prestarnos, y ya de paso, decidir cara a cara quién tenía más posibilidades con la rubia que se sentaba en la primera fila de la clase. Esa rubia que al igual que la gordita que la acompañaba en el pupitre nunca conoció el acoso escolar, porque eran tiempos en los que las cosas las solucionamos de frente y, aunque hubiera sopapos, siempre solían ser el principio de una buena amistad.
Los carajillos que le pagábamos al urbano se convertían en el “pero que no os pille a más de sesenta” de un hombre honrado, pese a que, sabiendo que conducíais la Vespa sin edad ni carné, él desviaba la mirada hacia a su familia ganándose las horas de calle con el salario de un ayuntamiento que a nadie nos preocupaba para qué narices servía pero que no utilizaba a los ciudadanos con la exclusiva intención de recaudar.
Dicen que nunca tiempos pasados fueron mejores y quizás tengan razón, ya no perdemos las horas en la cola del banco para solicitar un préstamo, ahora nos lo deniegan en escasos minutos por Internet. Ya no nos quedan lágrimas para llorar por todos los amigos que se fueron antes de tiempo, sólo esa nostalgia que nos acercan las viejas canciones que compartimos. Pero la niebla, esa niebla marinera que tapizaba el satinado romanticismo del paseo por el malecón, mientras caminábamos agarrados de su mano, esa  niebla ya no es más que la excusa para utilizar los bolsillos que ayer fueron el escondite de esas conchas en las que pretendíamos cincelar tantas promesas de futuro.
Ha nevado mucho desde ayer, desde cuando una palabra era ley, y ese código era suficiente para mantener el respeto que hoy sólo es un término que casi nadie sabe que continúa conservándose en el diccionario. Nos lanzábamos bolas de nieve con la única intención de cambiar una mirada por una sonrisa, bolas de nieve que hoy hemos sustituido por piedras que nunca conseguirán lapidar los errores de una sociedad blindada por  la indiferencia y el materialismo.
Y seguirá nevando sobre nuestros cabellos hasta convertirlos en blancas cimas, pero eso es sólo una cuestión de estética y la estética nunca ha podido vencer a un alma cuando en ésta hubo prendido la llama del entusiasmo. Y es ahora, cuando todavía conseguimos mantenernos en ayer gracias a esa nostalgia optimista pero todavía dispuesta, cuando a esos momentos en los que a la memoria le da por juguetear con la realidad, o cuando la propia realidad decide celebrar su particular carnaval disfrazándose de fotografías en las que la fecha del reverso parece no haber existido jamás porque ni nosotros mismos nos reconocemos, cuando tenemos que hacer el esfuerzo de no renunciar; porque al contrario de lo que afirman, sólo hay vida mientras se conserva la esperanza. No ha habido ninguna generación que no haya soñado con un mundo mejor, porque jamás existirá una sociedad perfecta capaz de entusiasmarnos a todos, y en eso radica nuestra condición humana cuya imperfección es lo más extraordinario que nos une. Y esta promoción no será preferible a la que heredamos, como la que nos continúe añorará percibiendo en nuestros defectos las virtudes que a ellos les seguirán faltando.
Quizá nevó sobre ayer, como la hará sobre mañana y esperemos que nunca pare de hacerlo sobre nuestro corazón, porque si llega ese día en que la añoranza le ceda el paso a la realidad nuestra especie se habrá convertido en una pieza de museo.

Oscar da Cunha

27 de febrero de 2015

* Foto: Marie Laforêt

domingo, 22 de febrero de 2015

ESTELAS EN LA MAR

Nunca he sido capaz de mover un vaso con la mente, ni siquiera apoyando suavemente mi dedo sobre él. Aunque, cuando los que estuvimos en aquella de esas sesiones que se realizan sobre una tabla con letras y números empezamos a mirarnos con impotencia y, decepcionados, refugiamos nuestras manos bajo la mesa. Una vez libre, el vaso comenzó a marcar letras que se convirtieron en palabras y terminaron formando frases que pocos años después, los que aún seguimos en este lado, pudimos comprobar que aquello no era un juego. Sigo recordando aquel vaso girando, pasada la media noche de la festividad de todos los santos, pero nunca conseguiré olvidar la cara de los que ya no están, de aquellos dos amigos que vieron el reflejo de su propia muerte en el cristal. Nos abandonaron prematuramente después de una larga e imprevista enfermedad.
En otra ocasión me arrastraron hasta una hechicera que por aquel entonces gozaba de buena fama, y la garantizaba cobrando sus predicciones con una exigua voluntad. Tres, fueron tres las predicciones que me hizo y que no pienso revelar, me permití no abrir la boca un instante, no haciendo preguntas y dejar que fuera de ella de quién brotase la iluminación. No se trataba de la típica nigromante de feria con su bola de cristal, pañuelo de flores en torno a la cabeza y grandes aretes colgando de sus orejas; me encontré con una anciana encorvada, de aspecto sencillo no obstante su mirada profunda, y que utilizaba una baraja de cartas más sobada que las que te prestan en una tasca de marineros. Dos de las tres revelaciones tardaron pocos meses en convertirse en realidad, y de la tercera… aún continúo intentando convencer a mi banquero, pero esos pertenecen a esa casta en la que pasado, presente y futuro los dictamina el ordenador que acostumbra a  jugar siempre en su equipo. Dos de tres me pareció un buen balance y consideré el tercero como el premio de consolación al que todos aspiramos y viene instalado de serie en nuestras pretensiones.
Sé que os estaréis preguntando porqué os cuento estas historias que, intentando proteger lo que me queda de salud mental, debería haber guardado en un cajón cuya llave hubiese desaparecido en cualquier alcantarilla de los muchos callejones oscuros que acostumbro a coleccionar. Pero a todos nos toca ir recorriendo el camino de nuestra vida, y a mí hace tiempo que me gusta peregrinar por confusos tramos en los que mi futuro no es más que una hoja en blanco cuyos párrafos intento escribir, mientras “lo que sea” se encarga de tomar esas decisiones en las que no pierde la oportunidad de demostrar la máxima de que lo que no te mata siempre te deja intensas heridas.
A todos nos ha tentado alguna vez conocer ese espacio que llamamos futuro pero que realmente nunca existe, corresponde a la naturaleza de la imaginación, de las ambiciones, los sueños y los miedos. Porque cuando lo vemos convertido en realidad ya pertenece, no a nuestro presente en el que continuamos empeñados en fantasear, sino a nuestro pasado que, aunque reciente, ya ha recorrido su pequeño tramo. Además, es un empeño inútil porque no nos enseña nada, sólo aprendemos de lo vivido y eso cuando insistimos.
¿Habéis pensado qué sería de nosotros si de antemano conociéramos nuestro porvenir? Condicionaría todos nuestros actos, destrozaría la belleza del poema de Don Antonio, y ya no habría estelas en la mar sino sendas en las que dejaríamos de hacer camino. Futuro y libertad son términos que se oponen en nuestra consciencia, que nos impiden decidir porque el compromiso con nuestro futuro es la cárcel de nuestro presente. Y no me vale el argumento de que se podrían evitar muchas desgracias porque hasta esas estarían ya sentenciadas
Pese a que algunos aseguren que nuestro destino está escrito yo lo prefiero con tinta invisible, esa tinta que no me va a impedir proseguir con mis sueños. Y continuar con mis éxitos y mis fracasos, porque ni de los primeros me envanezco ni me avergüenzo de los segundos que para eso los pago con mi sangre.

Oscar da Cunha

22 de febrero de 2015 

domingo, 8 de febrero de 2015

UNA BICICLETA ROJA

A veces hablo solo y no me avergüenza confesarlo, porque tengo la fortuna de conservar en mi interior ese misterio que me impide desprenderme del amigo imaginario de la infancia. Y hoy, que acabo de ver a un niño, como yo lo fui, sonriendo con su primera bicicleta roja, como lo fue la mía, empiezo a entenderlo. Si algo caracterizó los primeros e interminables años de mi vida fue la soledad. Solo hay una evidencia más triste para un crío que ver como su familia se descompone y es la de adivinar que ya estaba cuarteada antes de nacer. Que la semilla del desentendimiento había florecido en nuestra  casa antes que la mía en el vientre de mi madre y, como los edificios que han sido equivocadamente cimentados, terminan desmoronándose, y te encuentras obligado a sostenerte entre unos escombros que sabes imposibles de reconstruir. La infancia tiene la virtud de convencerte de que lo tuyo es lo normal, y esos primeros amigos que te hablan de las reuniones familiares y en los que percibes esa armonía diaria que no terminan de valorar se convierten en los raros, en anomalías afectivas que ni siquiera te permites envidiar, porque a ciertas edades hay envidias que no encajan en la lógica del pequeño fragmento de mundo que la exigua ventana de la vida a la que te estás asomando no te permite ver. Pero no me arrepiento, porque uno no puede arrepentirse de aquello en lo que no ha intervenido; tampoco lo lamento, porque hace mucho tiempo comprendí que lamentarse del pasado es tan inútil como intentar predecir el futuro. Pero a ciertas edades, la soledad tiene la virtud de convertirse en fantasía, movilizando una imaginación capaz de metamorfosear cualquier realidad. Nadie podrá quitarme aquellas tardes en las que, con mi espada de plástico al cinto y, montado sobre mi bicicleta roja transformada en el caballo del Capitán Trueno, descubría territorios todavía inexplorados de mi pueblo. O cuando con mi máscara negra de El llanero solitario cabalgaba entre calles, orgulloso de que ante mi presencia, los malos se refugiaran en las oscuras cantinas para eludir el castigo de ese implacable justiciero que conseguía ser el más rápido con su pistola de agua. Ya, ya sé lo que estáis pensando, que todos hemos soñado con situaciones parecidas, que todos hemos atravesado esa edad en la que, como en ese cuento de Cervantes, veíamos gigantes donde tan sólo había molinos, y escapábamos en una balsa por el Misisipi junto a Huckleberry Finn. Pero lo siento por vosotros, porque hay una gran diferencia entre jugar a soñar o sobrevivir soñando; entre matar el tiempo disfrazándose de héroe o asumir que tienes que ser un héroe para que el temporal no destruya lo que de niño queda en ti. Aun así no cambiaría mi infancia ni por la del príncipe feliz, porque no es la mejor que pude tener pero sí la mejor que tuve; y porque a diferencia de la que retrata Wilde, de mí nunca harán una estatua y no pretendo que por mis lágrimas ninguna golondrina muera al llegar el invierno. Pero esa bicicleta roja me ha ayudado a entender que el niño aún sigue vivo en mí, y lo siento por él, por ese viejo amigo imaginario que es quien está encaneciendo. Yo, seguiré adelante sin perder mi disposición para ensoñar pese a que él, en las noches más oscuras, se empeñe en intentar convencerme de que la bicicleta no era más que eso, una simple bicicleta. Porque por anómala que haya sido, ninguna historia real perdura eternamente como la tristeza que se queda atrapada entre las páginas de un cuento.

Oscar da Cunha
8 de febrero de 2015 

domingo, 1 de febrero de 2015

PERDONAD QUE HABLE DE IDIOTAS

Somos idiotas y los que todavía no han llegado no cesan en opositar a ello, y eso que a estas alturas de domingo ando relajado y voy flojillo de calificativos. Seguramente mañana por la tarde ya me salga un “somos gilipollas” o un “somos tontos del culo”. Nos pasamos la vida —y eso los que tenemos la suerte de tener trabajo— viviendo pendientes del reloj, de los caprichos de unos y otros, sean jefes, clientes, compañeros o las tres cosas juntas. Hemos creado una sociedad en la que quién no es capaz de correr no se queda tan sólo fuera de la carrera sino de la propia vida. Nosotros mismos alimentamos el ¡sálvese quién pueda! Y al que pretenda ir más despacio lo apartamos de un manotazo no sea que nos contagie. Y fijaros que he comenzado este párrafo con la palabra “somos” porque yo también me siento incluido, porque he tardado muchos años en darme cuenta de que la vida no es una carrera sino un camino que cada uno debe recorrer a su ritmo. Y si llegamos tarde al tren ¡qué más da! Nunca seremos el único y encontraremos a alguien que, como nosotros, tendrá que hacer tiempo en la parada esperando al siguiente. ¿Hablamos? ¡Para qué! Sólo somos capaces de pensar que se trata de otro imbécil y nosotros no hablamos con imbéciles, porque para nuestro retraso siempre encontramos la excusa que jamás admitiremos en el prójimo.
Desde nuestra infancia nos van contaminando con la idea de que “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, como si mañana nunca fuera a existir, algo así como si cada día estuviéramos ante la última hoja del calendario que, al nacer, nos hubiera sido concedido y no tuviéramos derecho a más números. Y somos —recordad que he empezado aplicándome el verbo— tan ingenuos, tan necios, tan arrogantes que nos permitimos despreciar a quien ha sido consciente, antes que nosotros, de que cada hoy no es más que un pequeño paso, a veces necesariamente hacia atrás, para aprender a soñar con el de mañana.
Ese mañana que, en ocasiones, no ha de  llegar. Un accidente, la desdicha, una enfermedad, un error… o quizá sea el destino quién se encargue de decidir que ya no quiere contar con nosotros. Y precisamente radique en ese desamparo la auténtica condición que nos convierta en humanos, vulnerables y transitorios. Porque como dijo Quevedo: “No es malo morir, sino morir mal; como no es bien el vivir, sino el vivir bien.” Y esta sociedad contribuye a desaprendernos que seguimos siendo personas, intentando convencernos de que podemos acercarnos a la divinidad; no a esa divinidad perfecta, religiosa y benevolente, sino a una divinidad mitológica de la que heredamos sus defectos, sus odios y sus venganzas. Pero nosotros no somos dioses y la fortuna nos libre de pretenderlo. Porque ellos, esos dioses, siempre tienen un mañana que cumplir y en cada hoy se les acumulan las imperfecciones que van recorriendo los pasillos del Olimpo y consiguen trasladarnos a los mortales.
Al que madruga Dios le ayuda, y no por mucho madrugar amanece más temprano. Que cada uno elija cómo prefiere recorrer este camino que nos ha sido regalado y al que incluso nos atrevemos a llamarle vida, y lo siento por Paul Éluard, pero no estoy de acuerdo con su afirmación: “No hay más que una vida y por lo tanto es perfecta.” Porque ni incluso acertando con la velocidad que necesitamos imprimir a nuestros pasos nunca llegaremos a la perfección, que quizá no exista y de manifestarse seguro que no nos corresponda a los humanos. Yo he decidido aprender a conformarme con mis desperfectos y, con suerte, acaso llegue ese día en el que deje de ser idiota, pero cada vez más despacio.

©Oscar da Cunha

1º de febrero de 2014

* Imagen: Éride. (Diosa de la discordia). Así que, después de todo, no había un único tipo de Discordia, sino que en toda la tierra había dos. Respecto a una, el hombre podría elogiarla cuando llegase a conocerla, pero la otra es censurable, y son de naturaleza completamente diferente
Pues una fomenta la guerra y batalla malvadas, siendo cruel: ningún hombre la ama; pero por fuerza, debido a la voluntad de los inmortales dioses, los hombres pagan a la severa Discordia su deuda de honor.
Pero la otra es la hermana mayor de la oscura Noche (Nix), y el hijo de Crono que se sienta en alto y mora en el éter, extendidas sus raíces en la tierra: y es mucho más amable con los hombres. Incluso logra que los perezosos trabajen duro; pues un hombre se vuelve ansioso por trabajar cuando tiene en cuenta a su vecino, un rico que se apresura por arar y plantar y poner su casa en orden, y el vecino compite con su vecino en apresurarse tras la riqueza. Esta Discordia es sana para los hombres. Y el alfarero se enfada con el alfarero, y el artesano con el artesano, y el mendigo envidia al mendigo, y el trovador al trovador…



jueves, 8 de enero de 2015

"Eppur si muove"

Quizás llegue un día en el que sea capaz de retratar con palabras todo el sufrimiento que nos rodea. En el que mis lágrimas traspasen la pantalla o el papel y caigan en vuestras manos. Un día en el que el hambre, la marginación, el maltrato, la violencia, la injusticia, la desesperación o cualquiera de las desgracias que diariamente conviven a escasos meridianos de nuestras cómodas vidas sea capaz de hacéroslas sentir con tan sólo unas breves líneas. A partir de ese día, si llega, podréis llamarme escritor. De momento, no me siento más que un aprendiz de alquimista, un aspirante a transformar en vulgares palabras  aquello que, como voyeur irredento, descubro a mi alrededor; a veces en el mundo real, y otras, con esa imaginación que me delata, que me libera permitiéndome compartir con vosotros fugaces esquinas de un mundo en donde me gustaría convertir lo imposible tan sólo en contingente.
Las navidades, fiestas o como leches prefiráis llamarlas ya se han terminado. Se acabaron las felicitaciones, los buenos deseos, esos abrazos —incluso en ocasiones auténticos— con los que la mayoría nos permitimos reconfortarnos a nosotros mismos cada vez que nos vamos a la cama, convencidos de que la alegría que acabamos de proporcionar ha conseguido resultar convincente. ¿Pero qué importa? Las navidades son cuatro días y nos queda el resto del año para seguir con nuestras hogueras encendidas, de orgullos, envidias, avaricias, odios y desprecios, olvidos y caparazones en los que nos encerramos, ya no únicamente para protegernos de los desastres que nos negamos a ver sino de los que aún viéndolos nos convierten en invulnerables porque sabemos que pertenecen a un entorno que por distante lo creemos ajeno.
¡Vale, se acabaron las lucecitas de colores y cada mochuelo a su olivo! Los reyes se vuelven para Oriente —aunque ese Oriente, el real, está lleno de familias rotas que necesitan bastante más magia que la que durante una noche los magos nos han procurado—. Y a la estrella que luce en todos los belenes le apagamos los kilowatios porque a ver quién paga la factura de la luz con las cáscaras de langostinos que nos han quedado en la visa.
Aunque… no sabría definir lo que sucede pero algo está cambiando, o nos está cambiando. Yo, este año he visto menos sonrisas vanidosas, de hecho he visto menos sonrisas pero más miradas cómplices. No he visto lágrimas fingidas porque no he visto lágrimas, sino ojos queriéndose llenar de esperanza. Ha habido abrazos de los que me ha costado deshacerme, y despedidas que no lo han sido porque esta vez sí, esta vez hemos intercambiado las llaves de las casas en las que estamos dispuestos a seguir compartiendo durante el año lo que cada uno sea capaz de poner sobre la mesa.
Y ahora que parece que todo ha acabado no consigo abandonar la sensación de que no ha hecho más que empezar. 2015 ha sido declarado como año internacional de la luz, a primera vista me parece una tontería, como pudiera ser el día mundial del soltero, el día internacional de Internet o el día mundial de la cosmonáutica. Acaso, una mayoría, esa mayoría a la que siempre nos toca buscarle nuevos agujeros al cinturón, estemos despertando del sueño artificioso al que unos cuantos, esos que siempre han dominado el mundo, nos indujeron.
Quizá, y pese a esos pocos, estemos aprendiendo a mirarnos a la cara como humanos y hermanos que somos. Tal vez, aunque esos pretendan que todo siga igual para continuar engordando sus bolsillos, algo se esté moviendo, y aunque tengamos que decírnoslo al oído, esta vez estoy convencido:  “Eppur si muove”.

Oscar da Cunha

 8 de enero de 2014 

domingo, 28 de diciembre de 2014

VALSE SENTIMENTALE

            El parque está completamente vacío a estas horas de la noche; hemos escondido, hasta donde termina la decencia, la intensidad de la luz de las farolas, y esa romántica melodía que se asoma desde el violín es para vosotros. Hemos hecho una pausa para esperaros porque sabemos que nunca faltáis a la cita que, de nuevo, esta últimas noches habéis retomado; como aquella en que, por febrero, cuando, bajo las flores amarillas de la mimosa que más de mil promesas después un caprichoso rayo de agosto convirtió en un tronco estéril, descifrasteis el misterio del primer beso sencillo, tímido y frágil pero profundo, no por primero sino por sincero. Ese beso que convierte a los labios en traductores del alma, y al alma en viajera que ya no comprenderá dar el siguiente paso en soledad.
         Bailad, bailad y no temáis. Estas sombras no son más que vuestros propios fantasmas de ese pasado que lleváis compartido quienes os acompañan sentadas en los bancos. Abrázala, con la suavidad que tuvieron tus fornidos brazos en aquella noche desde la que ella decidió que sus ojos eran sólo para ti, cuando lucía ese vestido azul amanecer, el primero que terminó en su curso de modista, convencida de que era el color con el que soñabas verla. Y recuerda, porque todavía no has olvidado recordar, la tímida forma de su espalda y la deliciosa porcelana que envolvía sus rasgos en torno a esa verde sonrisa que su negra melena, alborotada por el frío céfiro de invierno, no era capaz de ocultar. Y a ti, ¿por qué te va a temblar la mano aunque ya no te pintes las uñas? ¿Por qué no vas a acariciar su cabeza aunque esos rizos intenten engañarte con, sus ahora, lacias canas? Acuérdate, porque nunca has aprendido a dejar de hacerlo, de esa timbrada voz con la que pronunció tu nombre continuado por el primer te amo. De ese cuello poderoso, protegido por las solapas de su chaqueta de franela, en el que apoyaste tu frente mientras inspirabas el olor de su colonia de granel, porque las de marca, entonces, no eran propias de las parejas que se cortejaban en un parque mientras el invierno mostraba esa cara de mal genio que acostumbra en febrero.
         ¿Que el camino no fue como lo soñasteis? Pero para eso están los sueños, que se suelen llevar mal con los caminos. ¿Que cuántas promesas se rompieron? Pero son como los jarrones y se quiebran sin intención. ¿Que los chicos crecieron y os volvieron a dejar solos? Ya os costó descubrir para qué se inventó el teléfono.
         Ahora no es el momento, no le reproches las madrugadas de cama con pies fríos, mientras él recorría las carreteras con tu beso de despedida en el bolsillo de la camisa porque estaba más cerca del corazón. De los celos te costó, de esos sí que te costó desprenderte, aceptabas en silencio el generoso ramo de flores en el que nunca faltaron los iris azules, tus preferidos, con el que siempre volvía. Y reconoce que comenzaste a disfrutar de su fragancia tras aquél viaje, cuando te pidió que le acompañaras para enseñarte el mar del que siempre te contó. Junto al malecón estaba su floristería, la habitual, la que envolvía en celofán transparente con letras rosas, y tras el mostrador, el florista, que por fin conocía a la afortunada de los ojos verdes.
         No lo has olvidado pero sabes que esta noche no corresponde. El carnicero cada día trampeaba con el peso para rebajar la cuenta, porque sí, porque siempre estuvo por ella. ¿Y cuántos no, si te llevaste a la más bonita del barrio? Pero en una pareja sólo vale saber contar hasta dos, y ella siempre te demostró que con ese número se comprometió para toda la vida que está más lejos que toda una vida.
         Esta noche, pese a los primeros copos de nieve, bailad, bailad ese viejo vals que para vosotros entona el violín porque muy pronto ambos sabéis que a alguno le empezarán a fallar las piernas. Y por eso habéis retomado los paseos por el antiguo parque que, aunque no ha cambiado, lo veis diferente porque ahora las ilusiones han cedido el paso a los recuerdos, la vieja trampa del futuro que se convierte en pasado para concedernos sólo el valor del ahora. Y los dos tenéis aprendido que la arruga es bella, no porque lo dijera Balenciaga, sino porque con sonrisas y lágrimas decidisteis construir una vida; y esa por donde ahora se desliza tu gota de felicidad, preciosa dama, tú no quieres verla, elegante caballero. Con cada giro que marca el violín alrededor de vuestro seco tronco de mimosa en flor, el vals le devuelve a él sus castaños rizos y a ti el vuelo de esa cara de ángel. A ti el valor para elevarla hasta ese paraíso con olor a leña de hogar y a ella el color de las cortinas de vuestra intimidad.
¿Por qué mirar más allá? ¿Para qué evocar más atrás? En la vida sólo cuenta el momento cuando se ha sido capaz de vivir cada momento durante toda una vida. Y ahora cambiad ese viejo anillo de plata que ya caducó, porque ya son cincuenta años y los dos lleváis escondido el de oro. Este es el momento, esta es vuestra noche y yo, que no soy más que el envidioso narrador, os dejo solos. Bailad, seguid bailando mientras el arco acaricie las cuerdas, hasta que el último aliento se os escape como siempre soñasteis, juntos. Y como sólo supisteis aceptar, enamorados.

Oscar da Cunha
28 de diciembre de 2014





lunes, 22 de diciembre de 2014

UNA BRISA CON PRÓLOGO

Una vez más nos encontrábamos sentados sobre la piedra del tiempo. Es un cómodo saliente rocoso, plano, lo bastante ancho como para apoyar la espalda en la pared de la montaña sin perder los pies en el vacío. Alguna vez ya os he hablado de ella y nosotros la llamamos así mientras, todavía, el perezoso sol de otoño todavía consigue mantenernos juntos.

           —¿Te has fijado en la mariposa?
         —Es un papel de colores.
         —Los papeles no vuelan.
         —Sí, cuando se los lleva el viento.
         —Observa. Hoy no hay viento, ni siquiera un prólogo de brisa. Es una mariposa.
         —No sabía que la brisa tuviese prólogo. Eso sólo pasa en los libros.
        —Todo lo que existe tiene un prólogo. Nosotros antes de nacer, la semilla que termina germinando en un árbol, el huevo de la serpiente, y hasta el propio universo tuvo su prólogo con el Big-Bang.
         —¿O sea que no existe nada sin prologo?
          —No, nada.
          —¿Y Dios, cual fue el prólogo de Dios?
          —¿Por qué me preguntas eso?
          —Porque yo sigo viendo sólo un papel de colores. 
                 —Te deslumbra la belleza de sus alas por eso no ves el alma que vive en ella.
         —¿Las mariposas tienen alma?
         —¿Qué te importa, si no eres capaz de ver más allá de los colores en un trozo de papel?
         —Quizás tengas razón y sea una mariposa, no hay brisa.
         —Tu problema no es el viento, él nunca justificará tu incapacidad para distinguir las diferentes versiones de la realidad.
         —Sólo hay una realidad, lo demás es imaginación.
         —¿Y dónde estableces el límite?
         —En nuestros sentidos, en la percepción de las cosas.
         —¿Puedes percibir la soledad o el miedo en un desconocido con quien te cruzas en la calle?
         —No, no soy capaz, lo reconozco.
         —¿Sabes por qué? Porque no te fijas en las fisuras. Toda situación, por consistente que se nos presente, tiene alguna grieta a través de la que podemos acertar para ver esos pequeños rayos de luz, escasos fragmentos de claridad que se filtran complementando la auténtica realidad y que tú llamas imaginación. A veces, gracias a esas pequeñas rendijas, conseguimos encontrar la razón para continuar sobrellevando nuestras vidas.
         —Me parece mediocre vivir pendiente de esas pequeñas fisuras.
         —Te equivocas, lo verdaderamente mediocre consiste en conformarse con aceptar la artificiosa realidad con la que intentan convencernos. Nunca descubrirás la importancia de lo genuino en los grandes escaparates.
         —¿Y Dios, por qué fisura atraviesa su prólogo?
         —¿De qué color eran los ojos de la mariposa?
         —Sólo he podido ver sus alas. ¿Y tú?
         —Me conformo con verlas volar, no me atrevo a mirarlas a los ojos.
         —¡Mira, otra mariposa! Esa es blanca.
         —Lo siento, esta vez sí se trata de un trozo de papel.
         —No lo entiendo, no he sentido el prólogo de la brisa.
         —Porque ha entrado por una pequeña rendija, justo la que ha creado el epílogo del día, este es el preciso momento en el que tú desapareces y yo vuelvo a mi soledad.

         No es conveniente, pero hasta con nuestra propia sombra podemos jugar al escondite.
Hace tiempo que intento adivinar el color de los ojos de las mariposas.

Oscar da Cunha

22 de diciembre de 2014