miércoles, 29 de julio de 2015

¿CONOCEÍS 30-DE-FEBRERO?


En los pueblos ocurren cosas insólitas. En las grandes ciudades también pero, entre la multitud de la gente, lo extravagante pasa desapercibido. Esa cotidianidad con el conjunto que conforma el resto del vecindario, y que ofrecen las pequeñas aldeas, es lo que transforma lo inaudito en acostumbrado. Para ellos.
Lo que voy a contaros sucedió uno de los primeros días de este pasado mes de junio, y ahora que sé que no lo soñé me decido a contarlo porque…, bueno, yo me limito a relataros lo que pude ver y oír, aunque sé que no me vais a creer. Yo tampoco lo haría.
            Las tres de la madrugada, y yo volviendo de uno de los numerosos viajes que tanto me han hecho disfrutar promocionando… ya sabéis: “Mi infierno eres tú”. Música ambiental en el coche y la habitual conversación que persiste después de cada presentación:
            —No esperaba tanta gente —yo.
            —¿Eh? Ya —mi mujer.
            —¿Estás dormida?
            —No, bueno un poco, ¡déjame! —mi mujer.
            Continué rodando por la autovía de turno, la mirada perdida en el oscuro asfalto y decidido a mantener el diálogo con mi neurona preferida, la que siempre me da la razón. Hasta que me di cuenta de que una lucecita del tablero de mandos, una de color amarillo, había dejado de parpadear para instalarse en una alerta permanente. Se trataba de esa lucecita que te indica que el vehículo ya no está dispuesto a seguir sólo con aire en el depósito de gasoil. Tal vez si hubiese continuado por la autovía no habría tardado en encontrar una estación de servicio, o quizás, sin darme cuenta, acababa de dejar atrás la última disponible en los siguientes..., vete tú a saber, Oscarín, cuantos kilómetros. La idea de quedarme tirado en mitad de la carretera, a esas horas de la madrugada, no me sedujo; y además, creo, que aplicándote la nueva ley mordaza hasta te pueden llevar preso por ello. Pero la edad me ha confirmado que en las situaciones límite, sólo en esas, tengo más suerte que el propio Murphy. Y al momento, apareció un letrerito indicando salida hacia algo que marcaba, con esos simbolitos que ya forman parte de nuestro vocabulario viajero: una cama, un surtidor y una herramienta que todavía estoy por descubrir si te la prestan o están dispuestos a desmontarte el coche para terminar aconsejándote, sonrisa incluida, que llames a la grúa. Salí.
            Hay situaciones en las que uno se agarra al fuego de un soplete. El letrero se las traía: “30-de-febrero a 2 Kmts”. Me lancé.  
Al final de la calle principal, una cristalera iluminada consiguió diluir la sensación de Gary Cooper que me estaba invadiendo. Entré y pregunté con una de las escasas sonrisas de mi catálogo.
            —Buenas noches, estoy a punto de quedarme sin gasoil, me he despistado. ¿Podría indicarme si hay por aquí un surtidor abierto a estas horas, o en su defecto un hotel para pasar el resto de la noche?
            El tipo que estaba detrás de una barra con la desgastada madera de algún árbol que no sobrevivió a las guerras carlistas, apartó su mirada de la tele y me miró en silencio. Siguió mirándome en silencio. Y cuando intuí que iba a continuar mirándome sin responder…
            —Perdone, yo preguntaba…
            —Ya le he oído, no sea tan insistente. A 13-de-mayo nos va a costar despertarle para que abra la pensión, yo ni lo intentaría. Pero con 8-de-octubre quizás tengamos más suerte. Desde que le embargaron la casa duerme dentro del mismo surtidor, quizá con unos buenos golpes en la puerta…
            Hay respuestas que te desconciertan, otras te ahorran dinero en la peluquería porque vas viendo como te están, tomando no, devorando el pelo; y en ocasiones, echas de menos no llevar apuntado el número de tu psiquiatra de cabecera.
            —¿Me podría indicar donde se encuentra el surtidor? —Así escrita, parece una pregunta formulada con un tono normal, pero si hubierais estado allí sabríais como es la voz que emite un flan de gelatina—. Igual yo mismo…
            —¿Usted? ¡Quiá!, tiene las ojeras a la altura de la sonrisa del Joker ese de la película. Acompáñeme mientras la jefa le prepara algo que lo espabile. —Y mirando hacia una escalera que ya no sé si subía o bajaba, gritó—: ¡2-de-abril, el señor necesita un café y bien fuerte!
            8-de-octubre, apareció embutido en un mugriento mono que, incluso en ausencia de su inquilino, conseguiría caminar solo.
            —¡Leñe, 3-de-diciembre! ¿No sabes llamar al timbre? Me vas a tirar la puerta abajo.
            —No tienes timbre.
            —Y eso que importa, si empezamos a perder las formas en este pueblo ya no habrá quien viva.
            —¿Lleno? —me preguntó 8-de-octubre.
            —¿Coge tarjeta?
            —Para qué quiero su tarjeta, si no voy a llamarle.
            —Écheme cincuenta euros —le solté rascándome el bolsillo.
            Volví al bar. Con un moño como el de “la jefa” se podría nivelar la torre de Pisa, y la cantidad de metal que debía llevar el ingente número de horquillas con que lo sujetaba me coartó para pedirle cuchillo y tenedor, la consistencia del café hacía imposible removerlo con la cucharilla. Me dediqué a masticarlo.
            —Verá como le quita el sueño, lástima que no me dejen usarlo en el cementerio, algunos “inquilinos” dejaron cuentas pendientes, y eso que ya sabíamos…
            —¿Ya sabían… —Le suelen llamar intuición, y la mía me estaba  gritando que iba a perder el sueño durante unos días. Café aparte—. Perdone, 2-de-abril, ¿puedo llamarla así?
            —¡Claro! Es mi nombre, el que me corresponde.
            —Curiosa manera de bautizar a los niños con su fecha de nacimiento, normalmente se utiliza el santoral del día…
            —¿Nacimiento? –me interrumpió con gesto serio—. No, no, esa no es la fecha en la que nacimos, sino en la que vamos a morir. Todos lo sabemos en el pueblo, es mucho más cómodo, ya se imagina, por el papeleo, los preparativos y esas cosas.
            Casi todos los bares tienen un espejo detrás de la barra, siempre me ha parecido una tontería, pero esa noche me di cuenta de que cuando pongo cara de imbécil parezco un buzón de correos con dientes.
            —¿Qué tal ese café? —3-de-diciembre entró acompañado por el repiqueteo de la cortina de cuentas de la puerta.
            —Acojo…
            —Ya se lo dije, el café de la jefa es capaz de poner a cabalgar al caballo de Espartero.
            —…nado. ¿Y el año?
            —¿Qué año, el de la estatua?
            —No, me refería a  sus nombres, el día, el mes, pero falta…
            —¡Ah, eso está en el apellido —contestó 3-de-diciembre—. El mío es 2026.
            —Pero…¿Cómo lo saben? ¿Quién lo decide?
            —¡El alcalde! Él lo sabe todo, para eso lleva de alcalde toda la vida.
            —¿Y él? ¿Cómo se llama?
            —¿El alcalde? Hasta-el-fin-de-los-días. Pero como en el pueblo casi todos somos familiares, le llamamos Jamás.

            Ya en casa, he invertido tiempo buscando 30-de-febrero en todos los mapas, incluida la Guía Michelín que ahora es como el boletín oficial del estado de Dios. No os molestéis, no aparece; pero me temo que el diablo es capaz de esconderse en cualquier parte. Y conseguir ser alcalde.

            —¿Dónde estamos? —preguntó mi mujer, adormilada, mientras salíamos del pueblo.
            —En… 30-de-febrero.
            —Ya me parecía que hacía frío, sube la calefacción. Y ten cuidado con la carretera, 31-de-junio.


Oscar da Cunha

29 de julio de 2015 

domingo, 26 de julio de 2015

ESE GRAN MISTERIO

Dicen que lo que más atrae de una historia es la intriga, el misterio. Estoy de acuerdo, y en toda historia sucede como con la de nuestra especie, todavía estamos por descubrir qué nos hizo bajar de las ramas del árbol para terminar llegando a Plutón, y continuar siendo tan necios como para convertir el planeta más hermoso de nuestro sistema en un gran basurero en vías de desarrollo. Incluso llegará un futuro, que espero no haya olvidado nuestros errores, en el que, quienes desde fuera, y observando el color marrón de lo que una vez fue perfecto, intentarán desentrañar el misterio sobre quién pudo ser el romántico que decidió llamarle planeta azul.
Porque en un mundo en el que estamos llenos de preguntas sin respuesta, de respuestas equivocadas a preguntas que ni siquiera hemos aprendido a formular, de incógnitas que, pese a nuestra condición humana, nadie nos ha atribuido investigar. De este mundo donde hay menos conocido que por conocer, lo que más despierta mi curiosidad es el secreto que encierra ese vínculo capaz de unir a dos personas sin otro interés que el sentimiento.

Observo a esa pareja de acianos, arrastrando sus zapatillas sin perderse el uno el paso del otro, sin desprenderse de la mano a la que se han agarrado durante prácticamente todo lo que consiguen recordar de su vida, paseando entre una sociedad que ni entienden ni se molesta en preguntarse por qué les ha dado la espalda; caminando hacia un horizonte final que no tenga preferencias por ninguno de los dos, soñando con que hubo un mundo mejor pero que no les tocó vivirlo a ellos; y en ellos entiendo que se esconde el genuino misterio del que es portador el ser humano. Quizás hubo un momento inicial en el que la física les fue descubriendo que dos caminos terminan donde comienza un sólo camino, tal vez fue la química la que les envolvió en aquel primer baile cuando, hasta la sombra de los tilos más alejados de la plazoleta del pueblo, todavía llegaban los compases de “La Paloma” de Iradier y Salaverri; y ellos, empezaron a asumir que la distancia entre sus cuerpos ya había decidido acompañar al inevitable acercamiento entre sus almas. Pudo ser…, pero a mí me da igual porque yo a eso prefiero llamarle amor. Esa fórmula singular, invisible, que durante los encarnizados años que duró, ella soportó suplicando por no encontrar su nombre entre las bajas del bando que lo eligió a él. Que les ayudó a compartir el hambre que siempre acompaña a los escombros egoístas que se reparten por igual la victoria y la derrota, porque entre la gente de bien nadie gana una guerra. En la salud que, para quienes eligieron vivir con el corazón, toda una vida duró un sólo momento; y en la enfermedad, esa que con la edad les ha ido acercando sin escrúpulo al desahucio y a cuyo solitario reflejo en el espejo ambos han renunciado. En la riqueza, que nunca la hubo ni tampoco importó; como la pobreza, contra la que lucharon codo con codo, y si alguna vez llamó a la puerta, no faltó una ventana por la que escaparse juntos para comenzar de nuevo, con la misteriosa voluntad de comprender errores y compartir fracasos; porque para convivir con los éxitos, los compromisos necesitan raíces menos profundas.

Y en este mundo donde hasta el agua ha perdido su encanto, porque la química hace tiempo que nos desilusionó, explicándonos que tan sólo se trata de la combinación de dos átomos de hidrógeno por cada uno de oxígeno. Donde a nuestra luna y al sol les hemos perdido el respeto divino que un día tuvieron, y nos tenemos que conformar con una estrella de las medianas y un satélite sin vida; y no me sirve de consuelo que desde Venus, que tomó prestado su nombre de la diosa romana del amor, no se pueda bailar bajo la luz de su luna porque no tiene. En este mundo en el que la ciencia pretende racionalizarlo todo, acusando a las hormonas como la dopamina o la serotonina, no me resigno a aceptar el amor como un superficial concepto biológico, o incluso religioso que desmerece el amor a necesidades relacionadas con la supervivencia, y me entristece comprobar que algunos intelectuales pretendieron encasillarlo como un simple y filosófico comportamiento altruista; por ello me acomodo en el misterio de aquella inolvidable reflexión de Octavio Paz: “El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo: estira los minutos y los alarga como siglos.”

Todavía conservo la esperanza al percibir en esas jóvenes parejas que, sin importancia de sexos, deciden lanzarse a una aventura siempre misteriosa en la que el amor, como dijo Stendhal, es como la fiebre: brota y aumenta contra nuestra voluntad. Porque cada momento con los que irán construyendo una vida será merecido si se consuelan unas lágrimas o se sonríe la alegría del otro. No les estamos dejando un camino lleno de rosas, pero ¿en qué momento de la historia lo fue? Y así como brotó y aún perdura desde los orígenes de nuestra especie, ese enigma que consigue mantener unidas a dos personas, incluso sobre una hoja de ruta llena de guijarros puntiagudos, les seguirá confirmando que no hace falta leer a Saint-Exupéry para comprobar que: “El amor no consiste en mirarse el uno al otro, sino en mirar juntos en la misma dirección”. Y cuando los veo recibirse, con un beso humilde como un amanecer de primavera, con una caricia sincera tal y como seduce el delicado arte de disfrutar en compañía, y los ojos brillantes sin miedo al misterio, porque a cada día le seguirá el misterio del siguiente y éste será un paso más, y en algunos pasos se gana y con otros se aprende, lo mejor que se me ocurre es dedicarles la frase de Bertrand Russell: “De todas las formas de precaución, tener precaución en el amor es quizás la más fatal para lograr la felicidad verdadera.”

Oscar da Cunha
26 de julio de 2015



domingo, 19 de julio de 2015

LOS BUENOS AÑOS


Nunca tiempos pasados fueron mejores, y así lo hemos terminado decidiendo. Hay una frontera que establece la edad en la que tienes que escoger alternativas; o te dedicas a vivir de recuerdos, o te lanzas, de nuevo, en busca de esas aventuras capaces de resucitar la adrenalina en cualquier pareja de trilobites.
Los últimos años han sido duros, para los dos; y cada uno ocupado en deshacer sus propios nudos, esos con los que la vida te va enredando las piernas para evitar que sigas corriendo, han distanciado nuestros encuentros. Y aquellas llamadas diarias: ¡hay olas!, hace tiempo que se sustituyeron por unas eventuales cenas de fin de semana.
Empezamos recordando nuestras primeras grandes mareas, las que a bordo del destartalado 4x4 buscábamos recorriendo el litoral, con Joe Cocker desde la vieja radio invitándonos a conservar el sombrero puesto. El miedo en la piel, cuando aún estábamos en la orilla, tabla en mano, discutiendo sobre cual sería la remontada correcta. El primer contacto con la sal, ese que intenta convencerte de que no te preocupes porque tú también provienes del mar. Nos fuimos acomodando con el viejo regusto de borrascas en las que nos conformábamos con no perdernos de vista entre montañas de agua. La soledad compartida en medio de un azul que no perdona errores, y la amistad que forja bailar con la misma compartiendo emociones.
Viejas fotos en las que uno tenía más pelo y el otro menos canas, ¿quién las sacó? Sonrisas en la orilla con los brazos ya gastados y las piernas aún conservando los últimos compases de esas vibraciones que sólo la naturaleza, cuando pincha rock duro, es capaz inyectarte en las venas. La mirada de admiración de los que todavía no han acumulado las suficientes escamas; pero, desde la arena, no se han perdido todos y cada uno de nuestros detalles, esos que son los importantes y se deciden sobre la ola en menos de lo que dura cualquier fracción de segundo, y los fotografían en su memoria con la firme decisión de que ellos serán el relevo en el que a nosotros, nos llegará un día en el que, nostálgicos, soltaremos ese: ¿te acuerdas?
Esa traidora resignación que, por un: “total eso ya lo hemos vivido”, te empuja a decir no, cuando, antes, nuestra voluntad sólo se hubiese enfrentado al dilema de si por la izquierda o por la derecha, aun sabiendo que por ambas era casi imposible, pero ese “casi imposible” era el que ambos despreciábamos cambiándolo por un: “ese casi es suficiente”.
Y la última abdicación cuando, al tirar la toalla sobre la arena, nuestros cuerpos caen con ella; y la fascinada mirada de la chica del minúsculo bikini es para otros bailarines, esos que, atravesando el esperpéntico espectáculo orillero de los surfistas de verano y tabla de alquiler, desaparecerán remando hasta la gran pista, esos dominios de Poseidón donde la única alternativa es formar parte del mayor espectáculo del mundo.
Pero nuestra última reunión ha sido especial, quizá la acertada decisión de sustituir esa mariconada del foie por auténticos chipirones nos ha revuelto un estómago largamente necesitado de sal gorda. Nos va a hacer falta sujetárnoslos con fuerza para evitar que se nos atolondren en la garganta, pero eso serán dos días, los primeros; y habrá que apretar en verano para preparar la temporada de invierno, cuando los vientos del noroeste nos acerquen nuevas marejadas entre las que volveremos a sentir que los buenos años nunca hay que guardarlos en los viejos calendarios, sino salir a por ellos antes de se escapen de entre los dedos; porque para los mejores, y nadie nos va a convencer de lo contrario, todavía nos queda mucha cuerda.

Oscar da Cunha

19 de julio de 2015


viernes, 17 de julio de 2015

LÁGRIMAS EN PÚRPURA

¡No, otra vez no; otra vez amanece! Supongo. La oscuridad se disuelve como el beso de la muchacha que se llevó el tiempo perdido, porque hubo un tiempo en el que las horas tuvieron precio y hasta perderlas consiguió parecerme importante. Pero ya pasó. Y esta vieja manta que no me protege, que desnuda el alba cuando ésta es enemiga del alma, y la mía…, la mía se niega a abandonar el blanco y negro de su santo y sueña. ¡Maldita vida real! ¿Por qué todo se ve en color? ¿No se da cuenta de que el color daña? El crepúsculo, ese embustero maquillado en carmín que sólo me complace cuando el día —¡por fin — se ahoga dentro de la botella, cuando consigo engañar a la realidad con sueños que ya no me pertenecen porque, para soñar de noche vale cualquiera, y a mí se me olvidó hacerlo despierto, que es donde deben soñar los vivos. Esta aurora mentirosa se convertirá en azul, el silencio en biografías decididas a continuar escribiéndose mientras yo, lo seguiré intentando, pero no terminaré de borrar la que alguna vez viajó conmigo. Reniego del pasado porque no me interesa malgastar un presente entre cartones sobre el que seguir ignorando un futuro que me alcanzará en cualquier esquina sin farola; como la que me robó a mi último cómplice, fiel, como yo, al hambre. Claudicó, convencido de que existe un cielo para los perros al que yo jamás podré acompañarle; porque a los de mi casta, a los que ya vivimos en el fondo del infierno, nos seducen las llamas de las escaleras cuando arden.
Nunca se tienen compañeros de viaje cuando se ha decidido no seguir viajando; cuando no se hace camino porque no pretendes que nadie siga los pasos que te llevarán a ninguna parte y asimismo te niegas a dar; y aquellos de ayer, los que has ido barriendo para evitar volver a esa tentación que desapareció para no regresar por la memoria de un miserable, se han convertido en arrugadas imágenes en sepia donde, a tu rostro, cuando aún sonreía, nadie le habló de las diferentes máscaras con que se disfraza el futuro. Pero no finjáis compadecerme, dejó de interesarme compensar gratitud ese día que me contó que la hipocresía ya la tengo amortizada. Tanto como ese instante en el que comprendí que la amistad que se compra, termina el periodo de garantía coincidiendo con el último plazo de la hipoteca que, equivocadamente, una vez decidiste pagar. Y ya perdí el interés en volver a ser, como los demás, una persona; y me pregunto, si alguna vez lo intenté, ¿por qué se me concedió probarlo? Disfruto de mi rendición asumiendo que pronto llegará —¡por fin!— ese último cielo púrpura, sin necesidad de manta y, tumbado sobre mi cartón, descansaré para llorar con las definitivas lágrimas de un castrado vino amargo, lágrimas de felicidad por desaparecer en la eterna noche. La única que se compromete sin pedir a cambio más que lo me queda, mi oscuridad, la transparente tiniebla que ninguno ve en este mundo que sólo se interesa por el brillo.
Satisfecho por no dejar necesidad en nadie, por no vaciar más espacio que el contenido en la indiferencia, no hay mayor esperanza que haberla perdido. Esa sensación de que todo quedó atrás, y por delante, cuando ya no caben más fracasos, cuando la perspectiva no interesa, el horizonte sólo admite ese púrpura final, el único que llora por ti.    

Oscar da Cunha

17 de julio de 2015


martes, 7 de julio de 2015

UNA DE DIOSES

Yo no debo ser de dioses porque nunca he escuchado la llamada de Dios, de ninguno. No desdeño que sea porque de normal ando ocupado, colgado del teléfono, y su convocatoria me pilla comunicando, pero tengo buzón de voz y siempre devuelvo todos los toques. He de admitir que yo tampoco soy propenso a molestarles con mis cuitas y tal cual están los tiempos, con tantas desgracias en cada domicilio, no me apetece meter horas enfrentándome a una línea saturada para después ser desatendido por la monótona voz de una grabación de centralita indicándome que: “si su llamada es por enfermedad de un familiar pulse uno”; “si está pensando en suicidarse marque dos”. ¿Quién pulsaría el dos una situación así? En todo caso mi teléfono no tiene tecla de infinito, o sea que la asistencia por suicidio queda descartada. Que nadie me malinterprete, no tengo ninguna intención de subir prematuramente al paraíso, entre otras cosas porque dudo de que sea más divertido que este jardín de infancia en el que se está convirtiendo nuestra sociedad. Y al infierno tampoco puedo optar porque, por lo visto, lo han cerrado por quiebra y el primo Lucifer anda loco intentando pillar hueco en algún despacho que no haya sido ya ocupado por cualquiera de los muchos angelitos que, sacando tajada de nuestra candidez, nos han ido cayendo del cielo y superan con creces su C. V.
Y por esto que va y me entra complejo de gilipoyas, con y griega, que con los aires que corren ha demostrado más cojones que la doble l, de llorar de pobre. Porque de dioses precisamente no andamos flojos. Los tenemos de todos los palos: religiosos —estos siempre han sido los más chungos—, desde los que te mandan el impreso de excomunión por ponerle ojitos al vecino del mismo sexo, mientras le colocan la mitra obispal al pulpo que tiene a los chiquillos de su diócesis más sobados que el fondo del monedero de un ama de casa; hasta los que no se cansan de soplarles la oreja a esos iluminados que, no conformándose con robarles la vida a cuantos se atreven a humanizar con humor a quién, precisamente, parece tomarse a chiste que las mayores fuentes de riqueza y el hambre se descalcen bajo el mismo templo, tampoco son capaces de entender que la historia que destruyen también fue la suya. Desde los que en su nombre levantan muros para proteger una identidad cuyos únicos fundamentos son el poder de las armas y un arca que sigue buscando Indiana Jones, y que guarda el certificado notarial de que ellos son el pueblo elegido; hasta los que, no creyendo mas que en la soberanía omnipotente de su propia reserva federal, llenan sus billetes con ese “En Dios confiamos”, dando por hecho que el monopolio divino de la verdad está de su lado y no en el de las libertades y los derechos que, aun a día de hoy, sólo son conceptos que se les atragantan cuando cualquiera de sus vecinos en esta pelotita que habitamos pretende ejercer sin pasar por caja.
Pero conforme nuestra sociedad abanza —con b de borregos—, a este olimpo de ilustres vanidosos no dejan de abordar babilónicas pateras atestadas de nuevos dioses con camisetas de colorines y peinados de diseño. Estos son más tangibles; cuando no están pegándole patadas al balón, hasta se les puede llegar a entender —derrochando esfuerzo aunque hablen nuestra misma lengua—, porque llenan más horas de tele que los añorados discursos de Fidel. Componen la versión de la deidad más moderna y cercana al individuo. Se compran, se venden, se alquilan y se traspasan; siempre por módicas cantidades que podrían quitar el hambre a la mayoría de países del tercer mundo, o del cuarto que, aunque se empeñen en negarlo, ya abunda por muchas de nuestras ciudades. Son los dioses con los que sueñan todos los niños del planeta en convertirse algún día, pero desgraciadamente esa llamada tampoco ha sido nunca para mí; todavía le estoy pagando los plazos al cristalero que se encargó de reparar el resultado de mi último balonazo. Llenan estadios con capacidad para convertir el Circo Máximo de Lucio Tarquinio Prisco en un teatro de guiñol. Y desatan más pasiones que la confirmación de la segunda venida de Cristo a la tierra. Se les concede poder para cambiar más pronto de camisa que de camiseta; y bajo su influencia, el mismo pueblo que un día se siente uno, grande y libre, al siguiente, se afana en demostrar que ha dejado de ser grande para ser más libre porque la unidad subyuga.
Y si ya teníamos circo, nos faltaba el pan, que en chino no tengo ni puñetera idea de cómo se llama pero se come con palillos. Porque ahora todo es muy fino por gracia de esos otros nuevos dioses que con el brillo de sus estrellas están convirtiendo la cocina de la abuela en una exploración científica envidiada por el CERN. Resulta difícil estar a su altura, y ya no bastan los tradicionales cubiertos para desentrañar los misterios que ocultan sus platos. ¿Dónde quedó aquel cocido de garbanzos, tan humilde como honesto que te permitía ver cómo iba disminuyendo la ración a medida que, a golpe de cuchara, se llenaba tu estómago? Los experimentos de estos nuevos dioses del delantal ya no se comen, se sufren con complicadas herramientas de última tecnología; y aquel plato clásico, redondo y con fondo, ha sido sustituido por un inmenso prototipo de vanguardia con suspensión y climatizador, ocupado por un afligido y solitario garbanzo cuyo interior está relleno con materiales venidos de otro mundo. Ya no saboreamos con el paladar sino con el microscopio, en unos templos conformados como el backstage de la morgue de París, y en cuyas paredes abundan sofisticados photoshop en blanco y negro del chef de la casa, acompañado por famosos con la visa plutonio entre los dientes. Pero esa es la llamada divina que menos me preocupa, y tengo suerte de no recibirla porque yo me niego a ir más allá del menú del día en bar de carretera.
Hay muchos otros dioses sobre los que escribir, pero acabo de quedarme sin tinta en el lápiz. Y como nunca han faltado, ni faltarán, nuevos dioses en esta desorientada especie a la que pertenezco, y de la que cada vez estoy más convencido que nos hicieron la putada convirtiéndonos en descendientes del mayor estúpido de los monos; me acuerdo de ese simio al que expulsaron del paraíso por escuchar una voz a la que jamás debió prestar atención.

Oscar da Cunha

7 de julio de 2015 

domingo, 28 de junio de 2015

LA ÚLTIMA VUELTA


Querida Julia.

Recuerdo todos y cada uno de los momentos de acompañada soledad que han contenido mis pasos por la vida desde aquél, ya extraviado en el tiempo, día en el que mi madre tanto insistió en enseñarme a leer y escribir para entender por qué merece la pena caminar. Y ahora, que mis agotados ojos apenas si consiguen distinguir las letras, que los rigores de la edad me obligan a resignarme con lo que ya quedó escrito y la melancolía de lo vivido se desordena en mi cabeza, sé que ha llegado el ineludible compromiso de recogerme en lo escaso que de mi memoria todavía se resiste a desaparecer. Pero la calma no llega, no sé por qué se esconde y desatiende mi llamada. Aún contemplo el azul del cielo y el verde que nace de la tierra y descubro que no han sido otros los colores de mi bandera. Todavía escucho el trino de los pájaros en los que encuentro un himno y confieso que con todo ello he ido configurando mi patria. Y ésta no es más que la condición de haber sido amado por la naturaleza que tuvo a bien concederme la correspondencia en el sentimiento, y no se debería aspirar como sublime testimonio afectivo de cualquier principio aquel que no provenga de otro ser humano.
La mejor versión de mi vida se me ha presentado como un cuadro sin passepartout, desnudo, ningún borde, ningún adorno que distraiga la mirada porque, la pintura, ese retrato de a dos que nunca se sometió a envejecer, lo realizamos gracias a los mejores materiales con los que puede desearse un boceto para cuya culminación han convenido dos almas. Y es ahora, cuando de largo traspasada la barrera de mis transidos ochenta años, cuando el piano interpreta esa vieja melodía que me confirma que siempre hubimos soñado con lo mismo y un estructurado conjunto de compases no me ayuda a marcharme hasta ese mundo creado a nuestra medida y del que no terminamos de entender por qué hemos salido, cuando comparto con Baudelaire que habría que añadir dos derechos a la lista de derechos del hombre: El derecho al desorden y el derecho a marcharse. ¿Acaso no son uno solo?
El desorden que me habita no me impide recordar aquella, la primera noche en que te conocí. Me acerqué al carrusel atraído por la sinfonía de ensueño que envolvía la cabalgata girando alrededor de un tornasol con aroma de fiesta en verano de pueblo, y sobre el más bello alazán estaba tu sonrisa. Esa sonrisa que decidiste convertir en el por fin descubierto faro gracias al que la nave a la que le fue encomendada acoger mi sentimiento alcanzaba siempre puerto. Ese sereno puerto en el que, pese a la algarabía de gaviotas y el salobre trajinar de añoranzas que dentro de mi cabeza sólo traían repetido tu nombre, distinguía el saludo de tu blanco pañuelo como delicada señal de esa inmaculada seda que bajo tu vestido respetaba ausencias cuanto ansiedades el tiempo se había permitido robarnos.
Se me desordenan, pero a ello tengo derecho, tus dorados cabellos al desfibularse tras la delicada cortina que entrañó una y mil veces nuestro calor. Se me desordena el centenar de perfumes, esos que con el paso de los años tu piel fue adoptando para adaptarse a cada estación por no renunciar a la eterna primavera que yo te prometí pero tú guardaste. Y tolero el desorden de las caricias que pendientes quedaron para refugio de lágrimas en cada despedida, cuando el  carrusel se resignaba a girar sin nosotros, y tu alazán, solitario, sosegaba la rueda del tiempo hasta la siguiente vuelta en la que encontrarnos, de nuevo, abrazados y desatendiendo cada nueva arruga que hubo tenido la osadía de nacer en el entreacto.
Se me desordenan, ahora que entiendo que ni la del sonido ni la de la luz son la velocidad más rápida sino la de memoria, esos recuerdos de cuando estuviste hasta el día en el que el dios de la soledad me condenó a comenzar mis giros en este imparable carrusel del olvido. Y siento que vas despareciendo de mi alma, castigada como mis ojos, hasta esa oscuridad en la que por haber perdido el ayer se repudia el mañana. No sé si la naturaleza es sabia, pero puedo afirmar que la sabiduría no implica justicia aunque a ella tenga que resignarme. Y reivindico, ya que me ha sido concedido el derecho al desorden, también el derecho a marcharme. Que ambos van unidos y sin el uno ¿para qué necesito el continuar? Y mi deseo, antes de convertirme en eterna estatua de piedra, es que mis últimas y desordenadas palabras sean para ti. Esta es mi vuelta final en este carrusel en el que hemos girado los dos. El perfume y color que durante nuestra vida me regalaste viajará en la flor, siempre fresca, de mi marchito corazón. Y aunque a partir de ahora te mire sin ser capaz de verte, te toque sin sentirte y te oiga sin llegar a escucharte, lo único que permanecerá grabado en mi silencioso interior es cuanto he sido gracias a tu nombre. Mi querida Julia.

*

Estimado caballero.

Durante años he recibido puntualmente sus cartas y ahora me arrepiento de no haber concedido respuesta a ninguna, pues creí ser víctima de un burlesco galanteo destinado a escarnecer mi merecida soltería. Recuerdo aquel carrusel que cada verano nos visitaba imprimiendo ilusión y color al paseo del muelle, y recuerdo el gran alazán, mi preferido, sobre el que mis adolescentes sueños de princesa de cuento cobraban vida y percepción, siempre a la espera de ese príncipe encantado que con el paso de los años se descubrió en el desengaño, aprendiéndome que la felicidad acostumbra a vivir escondida tras la mirada del más humilde de los jóvenes de cualquier pueblo.
A usted no lo recuerdo, aunque ahora sé que siempre estuvo allí, observándome mientras yo desperdiciaba cada instante intentando sustituir la realidad por el mentiroso trampantojo que fui construyendo sobre el falso reflejo de un espejo de colores. Un espejo ante el que he ido envejeciendo en soledad y que ya no me devuelve más que una colección de marchitos recuerdos en blanco y negro. Pero en este momento no puedo sino envidiarle, por haber sabido mantener una llama que ha protegido su alma con el mejor de los alientos, la esperanza; por haberse deslizado por una vida imaginaria pero, a diferencia de la mía, llena de sentimientos que en su deseo consiguieron hacerse realidad. A usted le aguarda la derrota por esos recuerdos que se desvanecen, a mí la amargura por tantos que habiendo podido compartir nunca llegué a saborear.
Hemos vivido la traición de dos almas condenadas a dos caminos, paralelos, que en todo su recorrido han mantenido esa distancia que ninguno, por diferentes razones, supimos atravesar. Hemos soñado las mismas ansiedades, las mismas caricias, despedidas y reencuentros, y aunque sus sueños de cada día no han tenido la fortuna de cruzarse con los míos de cada oscuridad, usted ha sido el afortunado por envolverlos con una cara y nombre, un perfume y una voz. En los míos, cubiertos por el satén de la noche, no he encontrado más que el vacío al desenlazar el estuche con el que me llegaban tramposamente engalanados. Y ahora que percibo que he sido amada, que mi belleza no se ha marchitado ajena a una mirada capaz de valorar que cada arruga es un triunfo cuando se consigue en compañía, que la memoria de en quién pude ser feliz tristemente se apaga, no puedo más que desear ese derecho a marcharme con usted, aceptar desordenarme entre sus recuerdos y aspirar a ese paraíso que sólo encontraré en su silencioso interior. Ahora he comprendido en ésta, su última carta, que todos tenemos un destino, pero este nunca se cumple de no invertir nosotros nuestro empeño en perseguirlo.
Le espero con mi blanco pañuelo, le espero para recuperar ese tiempo que nos ha sido robado, le espero en el otro lado, caballero. Ese lado en el que el carrusel nos conceda la oportunidad de la última vuelta que, para nosotros, convertida en primavera, ya nunca tendrá final.

*

Oscar da Cunha

28 de junio de 2015 

domingo, 14 de junio de 2015

SARA

Te llamas Sara y no recuerdas cuantos años hace que cumpliste los cuarenta, porque hace años que a nadie le interesa celebrarlo contigo. Tienes marido y un hijo con más de trece que ya has decidido dejar abandonados. ¡Ah, se te olvidaba! También hay un perro en la familia, un perro que tú nunca quisiste tener y lo sabe, y debe de ser el único sincero porque siempre te da la espalda con manifiesto desprecio. Pero a ese también has decidido abandonarlo. Aunque… un momento, no aceptes ninguna condena antes de exponer tus circunstancias, ¿quién no tiene derecho a un juicio justo?
Llevas ya varios intentos que nunca han sido definitivos porque te ha faltado el valor necesario para subirte a ese tren. ¿Recuerdas el último?, estuviste dos días fuera de casa, y al volver, pero… ¿quién se enteró de que te habías ido?
Tu marido —se llama… ¡no, mejor olvidar su nombre! ¿Cuándo empezó él a olvidar el tuyo sustituyéndolo por un vulgar oye tú?—, seguía delante de la tele pendiente del penalti. Pero no hay partidos que duren dos días, por eso insistió en que os abonarais —abonaras, ¿recuerdas quién lo paga?— al cable. Ese cable por el que sólo entran escenas de posturas que él ya ha olvidado que tú las hacías mejor, hasta que te llamó puta porque nunca ha sido capaz de entender que al amor lo acompaña el deseo y éste espolea la imaginación.
¿Y tu hijo? —llamémosle Bor, ya que él no se molesta en pasar del Ma—, a ese monstruo todavía no se le habían acabado los últimos cien euros que te sopló de la cartera, por eso no te echó en falta. ¿Te ha sustituido por una cartera que tú olvidas siempre en el mismo sitio y con la misma dosis? Pero lo sabes y tus lágrimas ya no se mezclan con la tinta de los billetes. ¡No te rías! Al fin y al cabo eres tú la que compra esas latas de cerveza —¡qué se joda! Pa, está en el frigorífico—, y ninguno de los dos se molesta en contar cuántas desaparecen cada día. ¡Que nunca se acaben!, es tu manera de prorrogar “su relación” hasta el infinito.
Perro —¿tenía nombre?— estornudó cuando volviste, no es tu perfume el que le disgusta, es cómo huele sobre tu piel. No le culpes, no está acostumbrado a esa mezcla que produce la colonia barata —¿quién escondió aquel pasado en el que te perfumabas de marca?— intentando enmascarar el olor de las largas horas de trabajo. Porque a trabajo, a esfuerzo, en esa casa sólo hueles tú. ¿Y sabes? ¡Molestas! Perro se crió cuando el olor de la indolencia ya era estable, llegó justo después de cuando se mantenía en desesperante y se trasformó en dejar de doler. Una boca más para alimentar, ¿importa? ¡No! ¿Sólo molesta el tercer par de ojos para ignorarte? Sé sincera, se te está juzgando, y este es el momento en que debes confesar que ya no encontrarías tu sitio en esa casa si dejaras de ser transparente.
¿Cuándo te convertiste en el sueldo de fin de mes y dos pagas extra? Olvidaste que un capitán tiene la obligación de hundirse con su barco. Porque hubo un tiempo… —¿lo hubo?—, mejor negarlo porque no duró y fue sustituido por el otro, no el de ahora, este es el peor porque el espejo sólo conserva ojeras para ti. ¿Recuerdas el intermedio? Resultó doloroso ver cómo la familia se hundía, pero una familia que naufraga unida sigue siendo una familia. Y tú decidiste perder el rumbo —¿traes el dinero a casa practicando esas posturas?—, mientras él comenzó a alimentar su frustración justificando que a su edad… —¿quién dijo que exista una edad para someterse?—… A cualquier edad los prefieren más jóvenes si uno se ha resignado a que el despertador sólo suene para “el otro”.
¿Hasta cuándo vas a seguir así, Sara? ¡Oh, lo habías olvidado! Todavía no te ha pegado —queda algo de margen pero llegará, lo sabes, ¿estás preparada?—. La primera hostia será la que más duela, las siguientes aprenderás a curarlas con maquillaje —habrá que prever un nuevo gasto en casa, más horas criando almorranas en la caja del supermercado—. ¿Y ese orco que estáis —Pa, lo está— malcriando? No tardará en apreciar el “buen  ejemplo” en el proceder de su padre —¿pero lo es? ¿Con quién aprendiste esas posturas?—, y esos serán los golpes más dolorosos porque él no estuvo sólo a ratos dentro de ti, compartió tu cuerpo durante nueve meses hasta que empezaste a limpiarle el culo. Pero eso ambos lo habrán olvidado, ellos nacen convencidos de que la naturaleza ha puesto la mierda en este mundo para entretener a la mujer.
Y el abandono definitivo habrá llegado, lo sabrás porque esa vez no habrás preparado maleta y cualquier cosa que puedas meter te recordará que una vez soñaste con compartir una vida, pero compartir implica mucho —¿recuerdas cuando se borró mucho de su diccionario?—. Cerrarás la puerta sin importarte el ruido porque sabrás que a nadie le importará cuándo atravieses esa puerta, y dejarás atrás una historia que comenzó en mil novecientos noventa y te-jodieron-la-vida. Bajarás las escaleras y dejarás las llaves en un buzón que sólo habrías tú para hacerte cargo de las facturas por servicios que no tenías tiempo de utilizar. Saldrás a la calle y mirarás hacia la luna mientras, descalza y desnuda como te condenaron a este mundo por primera vez, caminarás intentando secar tus lágrimas por esa vereda de culpabilidad de la que jamás conseguirás escaparte. Porque te llamas Sara, y ese es nombre de mujer.

Oscar da Cunha

14 de junio de 2015 

miércoles, 3 de junio de 2015

EL BARQUITO DE PAPEL

Nunca me han dado miedo las tormentas. Mejor dicho, nunca me han dado miedo los espectáculos que nos regala la naturaleza, incluidas las tormentas. Quizá sea por este caprichoso clima en el que me ha tocado vivir que acostumbra a pararse y arrancar de forma violenta en todas las estaciones y apeaderos, con billete de ida y vuelta, sin cambiar de las mismas veinticuatro horas.  
Pero a partir de la del otro día… Y ahora, en cada una que vuelva a venir, intentaré buscarlo a él sabiendo que no lo volveré a encontrar, porque hay errores para los que la vida no te da segundas oportunidades, es su cruel manera de enseñarnos dónde deberíamos haber puesto el eje, el punto de atención que produce ese desequilibrio entre el detalle y la esencia. Y a veces, esas veces que no vienen con marcha atrás ni tecla de suprimir, por ser el tipo listo que pretende ponerse el traje de héroe del detalle, terminas convertido en el canalla que despreció esa esencia. Porque, ¿quién iba a imaginar que hay momentos en los que la esencia sólo puede agarrase a ti? Y el detalle… el detalle no tiene ningún valor por sí mismo si está perdiendo la esencia de la que depende.
            Más de dos horas comprendiendo lo que soportó Noé y tocaba abrir la puerta y salir del coche. ¡Maldita cuesta en la que encontré hueco para aparcar! Si yo no hubiera sido el destinatario de ese hueco…, pero echarle la culpa al destino es como ponerle una denuncia a Rolex porque a tu día le ha faltado esa hora que has desperdiciado intentando convertir el rabo del gato en su quinta pata.  
Atravesé la cortina de agua para refugiarme bajo el saliente del balcón del primer piso. También podría culpar a los arquitectos, los días de lluvia sólo deberían construir edificios con ventanas. Y me detuve. La acera era estrecha, demasiado estrecha, ¿en qué piensan los de urbanismo? Y entre aquel niño y yo no mediaba más de un metro. El suficiente para ver como se empapaba —justo con sus pies en el bordillo mientras miraba perplejo cómo, a su barco de papel, se lo llevaba el torrente que no era más que un afluente del río en que se había convertido la avenida donde desembocaba la cuesta—, pero no el suficiente para discernir entre el detalle y la esencia. Corrí tras el barquito y me sentí como un guardacostas intentando atrapar aquella planeadora que, por la velocidad de la corriente, parecía estar equipada con más caballos que la duquesa de Alba. Terminé la cuesta, y doblaba la esquina cuando me desentendí del golpe seco que sonó a mi espalda y, por fin, en la avenida, la rueda de un vehículo aparcado me convirtió en el superhombre que iba a devolver al niño su barquito.
Subí despacio la pendiente, con sonrisa de triunfador entre la gente que con la desolación en sus caras tampoco corría por intentar huir de la lluvia. El cuerpo del niño estaba inmóvil, tendido sobre una corriente de agua incapaz de seguir mojándolo, con sus ojos negros mirando hacia un diluvio que ya no podía ver y bajo una tormenta que para él duraría la eternidad. Un automóvil abandonado con la puerta abierta en el centro de la cuesta y su conductor con lágrimas desesperadas junto al chiquillo.
—Se me ha echado encima, de repente, ha saltado justo delante del coche y con este suelo empapado he patinado. ¡No he podido hacer nada para evitarlo, nada!
Con un rápido gesto escondí la mano dentro de mi chaqueta, la mano que portaba el barco de papel, el detalle. Cuando, frente a mí, la mujer a la que ya no le importaba que la compra del día no supiera nadar, repetía con labios temblorosos.
—Yo tampoco he podido evitarlo, lo siento pero no he podido. Sólo le he escuchado gritar: “¡No, déjalo, déjalo!”. Pero esta maldita cuesta, el peso que llevo y mis piernas…
De fondo llegaba, entre el tumulto del agua golpeando el suelo, el sonido distorsionado de una sirena. Una inútil sirena al rescate de una vida ya perdida. Un niño, la esencia, que hacía escasos minutos se desentendía de su barco mientras yo era incapaz de entender que no había sido el mundo sino yo quien había decidido desentenderse de él.
Volví a mi coche y me senté llorando vinagre, incapaz de recordar para qué había aparcado allí pero comprendiendo por qué. La vida se alimenta de pequeños detalles, la muerte le imita. Y entre detalles la esencia cambia de bando.
Saqué el barquito y lo deshice desplegando el papel. Con tinta roja y letra infantil encontré un pequeño texto que se convirtió en sangre sobre mis manos.

Navega barquito, navega libre, te digo.
Recorre el mundo y vuelve para contarme lo que has visto.
Que nadie te pare, que nada te hunda.
Yo te esperaré siempre, a este lado de la tormenta.
Hasta convertirme en el capitán que sueño.
Para ir contigo a ese puerto donde viven las sonrisas.

Navega niño, navega libre, me dirás.
Pero no recorras mundo, recorre personas.
Porque en ellas están los puertos que sueñas.
Hasta que nada se pare, hasta que nadie se hunda.
No seas capitán de barcos, sé capitán de orillas.
Porque en ellas se duermen las tormentas.

Oscar da Cunha

3 de junio de 2015

domingo, 31 de mayo de 2015

EL PUENTE SOBRE EL RÍO GAY

Como uno va caminando por la vida, resulta que va acumulando amigos y conocidos. Antiguos compañeros de trabajo, jefes, empleados, clientes, proveedores o ninguna de esas cosas. A veces bastó compartir la barra desierta de un bar, mientras se enfriaba el café y se calentaba la calle, para entrecruzar agendas. Hasta aquí nada nuevo, lo mismo le ocurre a todo el mundo. Y de entre ellos algunos son gais, como otros que lo son morenos, altos, bajitos, de derechas, ateos, gordos, zurdos, y hasta creo que tengo también alguno gilipollas, pero lo recuerdo vagamente porque procuro no usarlo. Para los que me conocéis de cerca no necesito definirme y podéis ahorraros este texto, seguro que os resulta más estimulante ir corrigiendo los errores de mis anteriores. Para esos otros que estáis más lejos —ya sé que nadie me ha pedido explicaciones pero me apetece darlas—, siempre he pensado que cada uno puede hacer con sus gustos lo que la naturaleza haya tenido a bien concederle, y cada cual debe explotar los placeres de su cuerpo con toda la libertad que le otorga el respeto hacia los demás. Pero hay un sector de machotes que siempre me hacen recelar por su clara aversión al gay. Son esos tipos que se ocupan de airear, aunque no venga a cuento, que a ellos la imagen de un hombre en pelotas les da asco. Supongo que en su baño, en lugar de un espejo tendrán colgada una mala reproducción de Las tres Gracias de Rubens; y además contarán con la habilidad de afeitarse de oído. Y me hacen recelar porque a mí no me ocurre. No descarto que todavía no me haya dado cuenta y viva un gay en mi interior, a estas alturas tampoco me iba a preocupar. Pero, por la playa —sí, de esas cochinas en las que andamos como nuestra madre nos trajo al mundo—, cuando miro a cualquier tipo, de a los que la naturaleza les ha concedido idéntico colgajo que el mío, me produce el mismo estímulo que cuando observo una farola. Las hay más estéticas que otras, por supuesto, pero lo único que me interesa es lo que hay arriba, como en la cabeza de la persona, un poco de luz.  
Esos machotes que llevan de continuo el kalashnikov-anti-gais engatillado se me indigestan con su variado repertorio de: “a mí si me toca un maricón le meto una hostia”, “me sale un hijo maricón y verás qué rápido lo curo”… Conozco muchas sinrazones para empuñar un arma pero la más elemental suele ser el miedo. En lo que llevo de vida, que ya va para un rato, me he relacionado con todo tipo de individuos —todos opinan sobre mí que conviene tener amigos hasta en el infierno—, y más de alguno me ha hecho sentir miedo; por su forma de mirar en la que se trasparentaba el afilado acero de una hoja de navaja o incluso la densidad del plomo, por la traición que llevaba implícita una sonrisa… Pero el miedo que más me ha sorprendido ha sido siempre ese que me ha hecho descubrir en los adentros comportamientos que permanecían escondidos en mis esquinas más oscuras. Atisbos de repentina violencia, brotes de indiferencia ante el sufrimiento ajeno…, esos son el reflejo de aquellos otros yo, ocultos, que más me asustan cuando me enfrento al espejo en el que se convierte la vida ante determinadas situaciones. Y el otro día, el encuentro con una frase de Amado Nervo: “El miedo no es más que un deseo al revés”, me hizo ver claro hacia quién apunta ese kalashnikov. Cargado con balas determinadas a proteger la puerta de un armario dentro del que algunos prefieren el suicidio antes que descubrir su auténtica condición, el odio al miedo que representa ese alguien capaz de descubrir una identidad que los prejuicios y la cobardía siempre les condenará a negarse todas las veces que contenga su vida. La falta de dignidad para encontrarse con uno mismo y cruzar hasta la otra orilla del río, donde la libertad de ser, una vez más, quedará abolida por la necedad de aparentar lo que tampoco se es.
No pretendo desde aquí ondear su bandera multicolor, porque no acostumbro ni me pertenece enarbolar ninguna, y sólo hay una con la que consigo sentirme identificado, esa que no lleva más que un color, el blanco. Y hoy la izo para mí mismo, por suerte consigo firmar una simbólica tregua con esos machotes de boquilla. Al final he descubierto por qué ya no me empiezan a dar asco y tan sólo me inspiran lástima.

Oscar da Cunha

31 de mayo de 2015 

jueves, 21 de mayo de 2015

MEMORIAS DE ÍTACA


         …Y yo tuve la suerte de pacer en un pueblo. Poseía el aforo necesario para llenar tres o cuatro cines, pero de los de verdad, con platea, anfiteatro, barquillero en la entrada y películas de Marisol. No teníamos relojes por las calles y, por lo menos en la mía, sabíamos que eran las cinco cuando desde el tercero sonaba: ¡Butaanooo! Y la ventana de la Celes era más precisa que cualquier termómetro municipal, a partir de los veinte grados, Spanish Eyes en versión de Al Martino, saltaba por ella declarando oficialmente inaugurada la temporada de playa.  
Recuerdo la tienda de electrodomésticos, en el paseo de la Avenida, con más público entregado delante del cristal que en el propio Maracaná, cuando el propietario, los domingos por la tarde a la hora del partido dejaba la Vanguard en blanco y negro encendida. Y todavía puedo ver a mi perro, Dandi, que cada día recorría, con esa puntualidad inglesa que dominaban los callejeros —porque en aquella época los perros no necesitaban tener raza— las cinco esquinas que llegaban hasta la puerta de mi escuela, para recordarme que en la familia no se comía hasta que la mesa estuviera completa.
         No, mi pueblo no tenía misterios. Podías recorrer sus calles sabiendo que, como en el pasillo de casa, ninguna puerta estaría cerrada y detrás de cada una habría una cara conocida. En la explanada del centro sólo crecía la hierba en los días de lluvia, porque en los otros, los de mi edad que por aquél entonces éramos mayoría, pateábamos cada uno de los rincones que los de la quinta anterior también habían heredado. El de las canicas, ese me gustaba por los entresijos de sus agujeros. En el de las peonzas, que era plano y estéril como una pista de hielo para bailarinas de madera, el agujero más cotizado era el de las monedas de dos reales con las que reteníamos la cuerda entre los dedos. Pero el más pretendido era el de las carreras de chapas, cuya meta procurábamos acercar hacia el de la rayuela donde jugaban las chicas, todavía inconscientes, ambos, de que los dos polos de un imán se atraen más por química que por las leyes de la física.
Los sábados eran especiales, llegaban al mercado esos señores que nos parecían tan raros porque sonreían en otro idioma y nos dejaban ver aquellos coches impresionantes, de marcas que solo conocíamos por las colecciones de cromos, y con matrícula de Francia que en aquellos tiempos estaba en la otra parte del mundo, aunque la frontera empezara donde terminaba la calle más al norte del pueblo.
         Recuerdo el tañido de la campana del reloj de la iglesia que no se interrumpía durante las noches porque, por la noche, las conciencias estaban ocupadas en dormir. Y recuerdo que teníamos pocas cosas porque había pocas cosas para tener, y aún menos para necesitar. Pero nos teníamos los unos a los otros y recuerdo que si no lo era, si era lo más parecido a la felicidad. Gracias a esa sensación de que, hicieras lo que hicieses, acertaras o te equivocases, estabas rodeado de vecinos que eran de tu familia y, por muy complejo que resultase adivinar el a veces imposible parentesco, se sentían involucrados con las lágrimas y risas de aquellos enanos impertinentes a los que, ellos sí, estaban comprometidos a concederles un futuro.
         No, no era un pueblo en el que destacase ningún monumento en especial, pero hoy, debería erigirse uno especialmente dedicado a cada uno de aquellos que allí estuvieron y tanto echo de menos. Porque consiguieron una gran hazaña, crear una comunidad en la que todos, a pesar de nuestras diferencias, nos sintiéramos iguales.
        
         Muchas veces intento volver a mi pueblo pero ya no está. Han escondido los cines en la esquina más desdeñada del centro comercial que ha sustituido al mercado; y para cuando me acerco a la taquilla, ya no recuerdo si la película que he escogido se está proyectando en la sala treinta y seis o en la veintinueve. Me saludo con muy pocos porque ya todos somos desconocidos y cada uno vive encerrado tras una puerta con siete llaves. Han puesto relojes por las calles, relojes que nadie necesita porque nuestras vidas se han llenado de aparatos empeñados en recordarnos que ya no tenemos tiempo para los demás, que se han convertido, tristemente, sólo en esos demás que además son diferentes, incluso si pertenecen a nuestra propia familia que ya no espera a nadie para celebrar la mesa a la misma hora. Las campanadas del reloj de la iglesia ya no suenan de noche, lo aconsejan todos los médicos, no se deben mezclar con los antiansiolíticos. Ya no veo perros que vayan sueltos para recoger coleando a sus colegas a la salida de la escuela, porque, a los chavales, alguien se ha encargado de convencerles de que el modelo de maquinita que todavía les falta da más alegrías que una vida; y a los perros, sólo les permiten acompañarles, atados y cabizbajos, hasta la puerta de entrada del psicólogo. Y en esa calle del norte del pueblo quitaron la frontera para que nadie se diera cuenta de que, cada día, todos estamos más alejados a pesar de que ya desgastemos las ruedas de los mismos coches y agotemos las posibilidades de la misma moneda. Mientras que la explanada del centro murió para convertirse en una plaza de diseño que, como todo lo de diseño, luce mucho pero no sirve para nada porque en estos tiempos todo se diseña para prohibir que ahora queda mucho más flamante que tolerar. Lo único que sigue congregando multitud es la tienda de electrodomésticos, que ya no vende televisores sino falsas esperanzas, porque se ha convertido en la oficina del paro. Y por la ventana de la Celes ya no asoma ninguna canción, pero me temo que los auriculares y los teléfonos inteligentes tienen tanta culpa como las ya varias generaciones de atunes que estamos dejando de comunicarnos porque nuestros sentidos se han sometido a darle la espalda a toda realidad que no se asome a través de ellos. Y no me sorprendería que en cuanto terminen las últimas lluvias nos informen de los horarios en los que se enciende el aire acondicionado de la playa, y eso, ni a Al Martino ni a mí, nos anima a iniciar la temporada.
No, ya no puedo volver a mi pueblo más que a través de todas las sensaciones que se quedaron para siempre en mi memoria. Y me veo condenado a conformarme con aquellos recuerdos de esa Ítaca que yo, en lo que me haya correspondido, también habré contribuido a convertir en un lejano sueño que no supimos conservar. Porque los humanos somos esos bichitos convencidos por gracia divina de que cuanto tenemos, cuando tenemos algo, nos ha sido concedido para siempre; y ninguno nos paramos a pensar que el bienestar, la felicidad y otras propinas de la vida siempre vienen con libro de mantenimiento.

Oscar da Cunha

21 de mayo de 2015

         

sábado, 16 de mayo de 2015

UN ALLÍ SIN NOMBRE

Siempre he intentado imaginar las intenciones de ese tipo, aquel desconocido legionario que enunció por primera vez la jodida frase sobre todos los caminos que conducen a Roma. Quizá cometió un error y tal vez no se tratase más que de un disléxico enamorado en busca de su eterno Amor, una Roma por la que siempre luchó mientras que a ella, arrogante, le importaron un pito los fragores de las mil batallas que él tuvo que afrontar. O acaso un vagabundo que, como yo y a pesar de mis habituales roznidos, seguía imaginando, con ilusión, que tras la siguiente curva iba a conseguir encontrar lo que ni siquiera sabía que buscaba. ¿O no se trata de eso el caminar? Ponerse el traje y los zapatos de cuando algún día fuimos niños, esos enanos impertinentes que todavía no habíamos comenzado a dejar en la cuneta un reguero de cadáveres de lo que pretendimos y no conseguimos ser. Todos esos yo personales, rechazados, que nunca llegaron a cuajar en nuestra realidad pero terminaron aportando a construir la realidad de en quien nos fuimos, con cada paso, ¿o fueron traspiés?, convirtiendo.
Me gustan los caminos, sobre todo si no nos han presentado antes, esos que pasando por muchos sitios parecen no llevar a ninguna parte, porque es ninguna parte donde, ¿quién sabe?, consiga encontrar algo en lo que reconocerme.
Conozco vidas que ya no se buscan, satisfechas y esterilizadas, conformes con lo que son y sin necesidad de viajar más allá porque algo les convenció de que ya llegaron más allá, al Finisterre de todas las preguntas que caben en una sola respuesta. No descarto que la naturaleza las haya dotado con más lucidez y sea yo el equivocado pero, lástima sería la palabra adecuada para definir lo que siento cuando las miro, porque lo que yo veo es miedo.
Y sé de otras que después de tanta travesía ya sólo escogen, en los cruces mal iluminados que suelen ser los más sinceros, la dirección señalada por un viejo letrero de madera: desengaño. Las observo en su caminar con la frente alta y la mirada desenvainada, porque la experiencia les ha demostrado que ese letrero es el único que no miente y acostumbra a ser el que más destinos acumula, y a esas las envidio. No por su valor, ¡qué narices!, sino por su tenacidad que mil decepciones no ha conseguido desgastar. Son esas vidas a las que admiro, porque en ellas veo la esperanza que el sufrimiento jamás ocultará.
Y en uno de esos caminos me encontré, justo en la curva que delimita la roca a partir de donde el tiempo empieza a oler a por qué no viniste antes, con allí. Me gustó el letrero vacante sobre la cancela de entrada, ¿para qué ponerle nombre a ese allí si precisamente has llegado a ningún allí? La entrada impedía entrar gracias a un candado que pude romper con una piedra, pero no se me puso. ¿Por qué violar una reja cuando la puedes atravesar con la imaginación? Alguien cerró ese allí para evitar que cualquiera se llevase lo que nada había para llevarse, y porque no contaba con que algunas vidas se conforman con robar en esos allís del camino donde sólo hay silencio y soledad. Me así a los barrotes, contemplando el interior, como un prisionero de su libertad que necesita abandonarla para tomar conciencia de que nunca aprendió a ejercerla aceptablemente; y recordando la frase de Sartre: “El hombre está condenado a ser libre”, comprendí que las rejas que te impiden entrar son más seductoras que las que no te permiten salir. Pero a veces hay humo sin fuego, y entre esa abstracta niebla interesa aprender que cuando la libertad decide encerrarse no nos corresponde a ninguno romper su candado y toca conformarse con la soledad del destierro, por eso me gustan los caminos y porque siempre me ha parecido muy complicado ser humano, y además injusto porque a mí nadie me dio la oportunidad de escoger otra especie.
No, no hacemos caminos al andar, eso sería una soberbia y don Antonio se merece más respeto. Somos parásitos ocupados en convertir en propios los itinerarios que otros, ellos sí, con las manos destrozadas por los callos —seguramente a punta de algún arma, aunque sobre los perdedores la historia no guarde memoria—, se vieron obligados a desbrozar.
Buscad, buscad vuestra curva, hasta encontrar vuestra cancela, vuestro allí sin nombre, porque a todos nos corresponde alguno en el que dejemos descansar esa libertad que no tenemos ni puta idea de utilizar. Seguid caminando en pos de vuestra Roma, y no penséis en el miedo —porque la verdad acojona—, siempre habrá alguien ocupado en llenar de miguitas de pan la ruta que conduzca a sus intereses.

Oscar da Cunha

16 de mayo de 2015


viernes, 1 de mayo de 2015

ATASCADO EN EL OJO DE LA AGUJA

Dicen que después de la tempestad siempre llega la calma. Y es entre borrascas cuando el alma se serena, cuando los pensamientos dejan el alboroto y, con un suave balanceo parecido al de esos pétalos que nos regala el magnolio, se depositan en la parte más alcanzable de nuestra imaginación, cumpliendo la función que tienen destinada, llenar de su perfume —porque no hay idea carente de su propio aroma—, esos vacíos de olor que el temporal —porque las tempestades se alimentan de nuestros olores cuando a éstos les ha vencido la fecha de caducidad— ha producido. Y entre la serenidad que proporciona esa algarabía de esencias es cuando hablo con él.
         No sé quién es; jamás me ha dicho su nombre, aunque conozco a mucha gente que se lo ha puesto; incluso en ocasiones dudo que exista y tenga que conformarme, una vez más, con un juguete al que mi fantasía le da cuerda para evitar admitir que incluso conmigo termino discutiendo. Sólo me sorprende esa parte de misterioso acomodo que me hace oírlo cuando nada suena. Nunca está cuando lo llamo, no se molesta por enfriar el clavo al que a veces me agarro, y en absoluto me consuela en esos momentos en los que a los hombres también nos da por llorar. Él es mi él de los momentos despejados, de cuando no lo necesito y en vez de espantar moscas dejo mi rabo tranquilo. Cuando, como en la foto, me siento en la orilla intentando adivinar dónde termina el mar y comienza el cielo. Porque ese cielo que yo veo no es infinito, y no me importa porque tampoco lo necesito tan grande. Sólo los ambiciosos sueñan con un cielo mayor que el que abarca su mirada y un mar que les lleve hasta el fin del mundo para también conquistarlo. Yo soy más de andar por casa, me bastan las estrellas con las que ya me tuteo y sólo una luna, esa luna presumida que, por partes, se va haciendo una limpieza de cutis para mostrarse, cada veintiocho días, radiante, y que no entiendo para qué, porque no tiene competencia. Con el mar…, con ese soy más exigente, porque sé que algún día, cuando ya no necesite brújula, me orientaré en su otra orilla. Y por eso también le hago la pelota bailándole sus olas, por eso lo quiero grande, que no inmenso, para que mi último viaje dure pero no sea eterno, porque hay una parte de ese instinto con el que nacemos todos los animales que me lleva a pensar que la eternidad tiene que ser muy aburrida.

         —Hola, ¿otra vez solo?
         —Eso buscaba —respondo—, pero siempre me rompes la tranquilidad. Eres la mosca cojonera de mis momentos más íntimos.
         —Es lo que tiene ser yo. También me aburro, no creas.
         —Permíteme una pregunta, ¿el coñazo, me lo das sólo a mí o juegas a esto con todo el mundo?
         —Con todos lo intento, pero muchos no me escuchan. Quizá tampoco me oigan.
       —Será porque de habitual el sordo eres tú. Yo veo a mucha gente que te llama. ¡Joder, si hasta algunos piensan que les vas a salvar la vida! Pero ellos no reciben respuesta.
         —De eso yo no tengo la culpa. El problema es que se habla demasiado de mí, y al final terminan dándome más importancia de la que tengo. A ver si aprendéis de una puñetera vez a ocuparos vosotros mismos de vuestros asuntos. Si lo hubiese sabido…
         —Oye, ¿eres tú el responsable de todo esto? —pregunto. No hago ningún gesto porque a diferencia de mí, que no lo veo, pienso que él no se molesta en mirarme.
         —¿A qué te refieres?
        —A todo, a esto que llamamos vida, mundo…, ya sabes, lo que hay por aquí, guerras, odio, religiones, hambrunas, terremotos, violencia… ¿sigo?
         —¿Y tú que crees?
        —No lo sé, tengo mis dudas, pero lo que veo es una autentica chapuza.
       —Fue mi primer intento, reconozco que me quedaron unos cuantos flecos sueltos.
         —O sea que aún estabas en prácticas y se te ocurrió la idea. Pues nos has jodido bien.
         —También hay cosas buenas, no exageres.
         —Sí, el ajoarriero, pero eso es cosa nuestra. Yo, a ti te sitúo en la cultura del pelotazo.
         —¿Lo dices por lo del Big Bang? —me pregunta.
         —No, más bien me inclino a pensar que tú si tiraste la primera piedra, y ahora escondes la mano.
         —Podría destruirlo todo con un solo movimiento de esa mano.
         —Para eso no nos haces falta, ya lo estamos haciendo nosotros por fascículos, cualquier día completaremos la enciclopedia y seguro que algún idota le pone uno de tus nombres.
         —Lo que no entendéis es que a veces escribo con renglones torcidos.
         —¡Bah, eres uno más!, hoy en día escribe todo dios.
         —Pero lo cierto es que yo puse la primera palabra.
         —Déjame adivinar, ¿Jodeos, tal vez? Luego, para arreglarlo, añadiste lo de multiplicaos.
         —La verdad es que las cosas no han salido como yo pensaba, lo del libre albedrío quizá fue un error.
         —El error está en que se lo has concedido sólo a unos pocos. Los demás nos tenemos que conformar con elegir el sabor del condón, eso nos da vidilla con tal de no aportar más carne a este paraíso envenenado.
—Lo siento, hago lo que puedo, yo no soy un servicio público.

No, el cielo que yo veo no es infinito, porque de serlo no sería capaz de comprenderlo y en la ignorancia dejaría de ser mío. Y de él, de mi él, ya os dicho que no sé quién es y prefiero que siga sin rompérseme el juguete, porque en la duda todo es posible y sólo conozco a una especie capaz de lograr lo imposible, como componer la más extraordinaria de las sinfonías con una profunda sordera o, como Hellen Keller prescindir de los sentidos más importantes —la vista y el oído—, para escribir “La historia de mi vida”. Por eso, y por otras cosas que viven en la parte más retorcida de mi irrealidad, continúo atascado en el ojo de la aguja.

Oscar da Cunha
1 de mayo de 2015