jueves, 23 de mayo de 2013

LIEBE KODEK

La culpa ha sido de la lluvia, pero no me sirve como pretexto, ni siquiera como desahogo. Desde haces meses, muchos, casi más de los que contiene mi memoria, cada curva no es sólo un trozo más de carretera, un pequeño ladeo del volante, el anuncio de una nueva perspectiva, ¡no! Y hoy ha sido mucho más, hoy esa curva se ha convertido en la delgada línea que separa la vida de la muerte, en la puerta que se cierra para no volver a abrirse jamás. La conozco por peligrosa; tras una larga recta descendente que te invita a dejarte llevar, a encender un pitillo, a echar una mirada al paisaje, siempre se exhibe siniestra, inadvertida, peraltada en el sentido contrario a la razón. Desde hace años acumula los colores de la carrocería de los muchos que se han tropezado con ella, es la curva del arco iris embustero, ese que aparece aún cuando la lluvia no anuncia su despedida.
Unos decían que el camión entraba adelantando, otros que el automóvil bajaba excesivamente rápido, que era extranjero,  que no conocía… ¡qué más da! El resultado ha sido el mismo, más pintura en la roca, por eso he adivinado que el vehículo era azul. ¡Joder, como el cielo que hace tiempo que no vemos! Un caudal de lo que horas antes fue un coche estaba ahora diseminado a lo largo de varios metros, hierros, plásticos, gomas… La policía ralentizando y ordenando el escaso tráfico, los bomberos apagando las últimas brasas y mi mirada congelada al ver la ambulancia indiferente, con la lucecita naranja apagada y el gesto impotente de los miembros de la UVI móvil. Esa bolsa plateada que ahora envuelve los restos de lo que momentos antes tuvo vida, pasado y futuro, sobre el gris mojado, esperando la llegada de la autoridad correspondiente. La conmoción de solidaridad me ha obligado a pararme, a mirar esa mortaja en la que, si al destino le hubiese salido mi número, estaría yo. Quizás el café que me había robado cinco minutos, quizá la llamada en la que yo creía haber perdido otros cinco, quizá mi maletín olvidado en ese cliente al que he tenido que volver maldiciendo los otros más de diez desperdiciados, quién sabe. De no haber circunstancias tal vez tendríamos primavera, o acaso yo hubiese circulado delante de él, frenando como hago por costumbre antes de la curva del arco iris y le hubiese obligado a aminorar. Pero esa hora estaba marcada en su reloj, como todos llevamos la nuestra y afortunadamente ignoramos. Veinte minutos nos habían separado, acaso esos veinte minutos acababan de robarle a él la vida, veinte malditos que se han convertido en uno para la eternidad.
—¿Y él? —he preguntado—. Deambulaba sin rumbo, cojeando notablemente, buscando con su nariz entre los restos un olor que volviese a ordenar el mundo en su cabeza, que le llevara hasta su compañero de viaje, algo que le recordase la última caricia, que colocara de nuevo lo irreversible tal y como estaba antes de lo que era incapaz de entender. Me acerqué al aturdido animal, “Liebe Kodek”, se leía grabado sobre una chapa dorada en su collar.
—¿Era alemán? —les pregunto a los policías.
—Parece que sí, sólo hemos encontrado una placa y es de Alemania. ¿Cómo se ha podido salvar el perro?
—Ha tenido mala suerte, él hubiese preferido compartir la bolsa plateada con su amigo.
La culpa siempre es de la lluvia, la que llora del cielo cuando no lo vemos y la que hasta su fin acompañará los ojos de ese animal sin dejar buscar en el arco iris en el que se perdió.

Oscar da Cunha
23 de mayo de 2013

jueves, 16 de mayo de 2013

ZOMBIS


Hay días en los que la suerte no está de mi parte, mi agenda me ha obligado a comer en un bar con televisión. Hay días en los que el reloj también juega en el bando contrario, me ha tocado un informativo. Hay días en los que pierdes en el juego de las cuatro esquinas y el único asiento libre me ha enfrentado a la pantalla. Una pantalla sin voz que ha comenzado a agredirme con sus imágenes.
Políticos, como los de siempre, como en aquellos tiempos en los que yo aún veía los noticiarios. Otras caras, diferentes corbatas pero los mismos aspavientos. Diferentes siglas en el muro desde el que mienten pero idéntico desprecio, en su mirada, por la angustia de una sociedad que ve como se le roba el futuro. Jerarcas corruptos, moviendo las fichas del tablero de ajedrez sin importarles, sin pensar siquiera, en la jugada del contrario; conscientes, aquiescentes ante la travesura de cuatro poderosos que se van tragando la realidad y los sueños de los que, cada vez menos, todavía conservamos un poco realidad y un menos de sueños.
Violencia, también como la de antes, pero que ahora ocupa más minutos, mas sangre en la pantalla. Imágenes que, por su crudeza, sólo se nos insinúa para proteger una sensibilidad que ya nadie recuerda. Personas que, a cuerpo descubierto, intentan evitar el sometimiento contra androides con moderno armamento. Marionetas mortales dirigidas por cuellos blancos con poder para arrasar una tierra que nadie heredará.
Lágrimas solitarias que no entienden las razones de los asesinos a granel. Que no pueden perdonar porque nadie se preocupa de enseñarles que la venganza no cicatriza heridas. Muertos inocentes ajenos al falso paraíso de los suicidas. Religiones creadas para unir al hombre y utilizadas para destruir familias. Fuego y humo que se lleva el viento dejando pedazos de lo que una madre llevó en su vientre.
Violencia de barrio silencioso, de vecinos pero extraños. Crímenes con sólo victimas en un solitario apartamento rodeado de ermitaños sordos, indiferentes fingiendo sorpresa.
En ese bullicioso comedor que ignora las sombras que nos amenazan se me atragantan los macarrones. De repente se hace el silencio, la pantalla se llena de camisetas con diferentes rayas, sobre un fondo verde que espera que ruede ese balón, bajo la, entonces sí, atenta mirada de unos ojos sin vida.
Soy un inadaptado pero no puedo con el segundo plato, dejo el billete encima de la mesa y me largo. Para el futuro llevaré siempre un bocadillo preparado, aunque me toque un día comerlo rancio, en un banco frente al mar, o sobre una piedra del camino. Ya no estoy dispuesto a despreciar mi tiempo compartiéndolo con zombis.


Oscar da Cunha
16 de mayo de 2013

martes, 23 de abril de 2013

DE PAPEL Y TINTA (23 de abril Día Mundial del Libro)

  Todos los sábados a mediodía le hago una visita cuando ya está a punto de cerrar el chiringuito. Siempre entro por la puerta de atrás, la que da al portal; ya me conozco las costumbres de Manolo, y le gusta dejar las estanterías perfectamente ordenadas y pegarle una pasada al suelo con el mocho. Mientras despacha los últimos periódicos a los clientes rezagados por el ventanuco que asoma al corredor aprovechamos para intercambiar opiniones. Manolo y yo compartimos ese afecto por el olor de la tinta sobre el papel, por el placer de pasar las hojas suavemente, como si cada libro fuera un incunable que debemos devolver impoluto después de haberlo examinado con guante blanco. Pero también compartimos la técnica de la disección en cada ejemplar que pasa bajo el tamiz de nuestra mirada. Notas en los  bordes, paginas dobladas, acotaciones con pestañas de colorines, párrafos destacados con el rotu fosforito. Nosotros dos pertenecemos a esa especie de lectores para los que cada libro es un  mundo por descubrir, y no renunciamos a dejar nuestra huella personal en esos fragmentos que definitivamente pasan a integrarse en nuestra particular biblioteca intelectual.
  Lógicamente, cada uno tiene sus gustos y sobre colores no valen dogmas por muy bien escritos que estén. A veces, juntamos nuestras espadas para defender o criticar una obra; otras, los aceros entrechocan y nos enredamos en una discusión acalorada pero respetuosa. Esos mediodías de sábado nos convertimos en raciones de Murakami, Ruiz Zafón, Marías, Stendhal, Cortazar… Son momentos que huelen a satisfacción, a camaradería, a complicidad por tantas horas en soledad con la única compañía del papel impreso, del negro sobre blanco que transforma en colores nuestros sueños, en ambiciones las conquistas leídas, en ignorancia de lo que nos queda por descubrir y en satisfacción por el reencuentro con sentimientos que dormitaban en nuestro interior.
  En ocasiones, cualquiera de los dos se convierte en el viejo profesor con el reproche por la obra no leída, en trasmisor de novedades, o en descubridor de secretos guardados en viejos ejemplares que nunca nos habíamos decido a desempolvar. Son conversaciones llenas de esperanza, a veces, por ese nuevo alquimista de las letras que empieza su carrera; de nostalgia, otras, por el viejo filósofo del que nunca dejaremos de aprender pero cuyo legado ya quedó completamente impreso. El libro, esa metamorfosis de las palabras en ideas, esa celulosa hecha papel pigmentada por el colorante usado en la tinta grabada, es nuestro punto de unión, nuestra cámara secreta, fuera de ella somos dos individuos absolutamente diferentes. A él, al libro, le debemos nuestra amistad, por él nos conocimos y a ambos se nos encoge el corazón cuando lentamente vamos viendo que por muchos factores acumulados, en su chiringuito, las estanterías van dejando espacio libre a modernos diseños de artilugios de oficina, expositores con llaveros de colorines y accesorios informáticos. Manolo se tiene que ganar la vida, como todos, y el clásico formato que durante siglos ha sido el camino por el que ha transitado  la divulgación del pensamiento, la fantasía y la cultura, está perdiendo la batalla. La crisis, la televisión, las nuevas tecnologías, o simplemente la velocidad a la que nuestra sociedad nos impulsa a vivir hacen que cada vez seamos menos los románticos que nos paramos delante del escaparate de una librería y entremos a la búsqueda de ese bloque de hojas de papel encuadernadas y protegidas por tapas, con cuya compañía vamos a pasar unas horas pero cuyo legado permanecerá por siempre en el disco duro de nuestra memoria.
  Desde sus orígenes el hombre ha sentido la necesidad de plasmar el conocimiento, su realidad o su fantasía para garantizar la continuidad de la información a las generaciones venideras. Del mismo modo que ya no leemos en las paredes de las cuevas rupestres, el libro impreso despertará la admiración, en los museos, de las generaciones venideras, pero la humanidad seguirá avanzando y quizás, en un futuro, a lo que nosotros llamamos libro no será más que un holograma generado en el espacio con un sencillo proceso trasmitido por nuestro cerebro. Al cabo, la finalidad será la misma, pero prefiero no imaginarme “El retrato de Dorian Gray” como un conjunto de signos que flotan virtualmente delante de nuestros ojos mientras Manolo y yo esperamos, con las manos en los bolsillos, en la parada del autobús.

© Oscar da Cunha

23 de abril de 2013

viernes, 12 de abril de 2013

EN UN PUEBLO (dedicado a Paz Risueño)

  Una vez más mis tribulaciones laborales me llevaron por caminos perdidos, montes donde se esconde el búho, donde el lobo aún acecha desde las alturas, donde el carnero  te regala con esa mirada atávica el recuerdo de fiestas en las que su presencia convertía el fuego en hoguera de pasiones; carreteras con pueblos que no desean aparecer en los mapas porque sólo viven en el corazón de sus paisanos. Esta vez me perdí y el GPS hacía rato que había tirado la toalla.
  La calle principal, la única del pueblo, estaba desierta. Paré junto a la fuente por cuyo caño el agua que manaba era tan diáfana que sólo podía palparse, agua que únicamente el ojo del halcón es capaz de ver.
  Bajé del coche y empecé a caminar sobre los centenarios adoquines. Pese al silencio había vida, noté el contacto de ocultas miradas que tras las cortinas no se afrentaban con la visita del extranjero. Desde casi medio pueblo pude verlo, sentado sobre el murete de piedra de la iglesia, junto a la estela con la cruz en cuyas puntas los cuatro círculos evocan el misterio de la vida. Aguantó impávido mi mirada mientras me acercaba a él. Tendría apenas… diez, quizás once años, nunca soy capaz de acertar la edad de un chiquillo y no lo entiendo porque yo también una vez lo fui.
  —Hola, creo que me he perdido —fue mi tarjeta de presentación—. ¿Cómo se llama este pueblo?
  —No sé —me contestó sin apartarme su mirada.
  —¿No eres de aquí?
  —Sí —contestó. Ya estoy habituado a distinguir la timidez de la indiferencia, era lo segundo.
  —¿Cómo te llamas? —Empecemos por el buen camino, me dije.
  —Pedro, pero todos me llaman Pedro.
  —Bueno, es lo normal, yo me llamo Oscar y es el nombre que uso.
  —¡Aquí no! —me soltó—. Matarranas se llama Raúl, y a Pedoflojo su madre le dice Alberto.
  —¿Qué iglesia es ésta? —pregunté.
  —No sé, la iglesia.
  —¿A que virgen o santo está dedicada?
  —¿Qué es dedicada? —me lo soltó con gesto extrañado. Hace tiempo que también aprendí a distanciar la indiferencia de la ignorancia.
  —¿Por qué no estás en el colegio? Son las once la mañana, supongo que Matarranas y Pedoflojo estarán en clase. —Intégrate Oscarin, me dije.
  —¿Qué es colegio? —Ahora sus ojos lo delataron, el chiquillo empezaba a mostrar curiosidad.
  —Oye, ¿no hay personas mayores en este pueblo?
  —¿Viejos? 
  —¡Mayores! —insistí—. Adultos.
  —¿Qué son adultos?
  —Pues como yo, que no soy ni un niño ni un anciano.
  —¡Ah! Esos están por ahí, trabajando el campo —señaló hacia atrás levantando su mano por encima de su cabeza.
  —¿Y los demás?, los niños, los mayores ¿qué hacéis?
  —Esperar —Esta vez la mueca de sus labios y el gesto de sus hombros compusieron una sombra amarga sobre la pared de la iglesia.
  —¿A quién esperáis?
  —A ella, la que sabe, la que enseña a los viejos, la que ayuda a los niños. Dicen que si no ha venido es porque no puede estar en todos los pueblos, pero yo creo que es una leyenda, como tantas que hay por aquí sobre brujas.
  —¿Esperáis a una bruja? —le pregunté con una cómplice sonrisa.
  —Si, pero ella no es como las demás, es blanca. Por eso le llaman la Blanca, pero no recuerdo su nombre —Esta vez el brillo en la mirada del niño proyectó sobre la iglesia una sombra dulce, inocente.
  —Yo conozco a una así —Con un gesto cariñoso le alboroté su pelo rizado y di media vuelta para marcharme—. Le llaman Paz la Blanca.
  —¡Ese es su nombre, Paz la Blanca! Ahora recuerdo la leyenda, dicen que con ella no hay días sin sol, ni mañanas sin sonrisas. Y por las noches pasa por todas las casas, a los niños nos cuenta un cuento y a los viejos les ayuda para que vuelvan a ser niños —con los ojos como ruedas de molino me preguntó—. ¿La conoces?
  —Sí, es amiga mía —exclamé alejándome ya de la iglesia.
  —Entonces, ¿es verdad que existe? —No hace falta que os diga que la palabra de un niño es irresistible cuando le inunda la esperanza—. ¿Le dirás que venga? Aquí la esperamos todos.
  —Te lo prometo, pero la Blanca está muy ocupada y…
  —¡Has hecho una promesa! —me gritó mientras me alejaba.

  Me subí de nuevo al coche y antes arrancar me quedé pensando unos instantes. No me gusta incumplir mis promesas y sólo se me ocurre una manera…

Oscar da Cunha

12 de abril de 2013 
  

domingo, 7 de abril de 2013

MIENTRAS DUERMES, Y YO PENSANDO

  —No sé si alguna vez te ha ocurrido, me miro y no me reconozco. Han pasado más de veintisiete años. ¡No! quizá veintiocho pero fue ayer. Sí, ahora lo recuerdo, fue ayer.
  »Tú tenías…, poco menos que ahora. Acaso un par de arrugas menos. ¡Espera! ¡No! Sólo una menos, es la misma, la que nace dos veces, una en cada extremo de tu mirada. Sí, ahora la veo, es la misma y tiene nombre. Siempre aparece cuando sonríes.
  »¿Yo también la llevo?
  »Pero la mía tiene más compañeras. Una de ellas fue por…, ya sabes. ¡Cuanta felicidad nos regaló!
  »¡Claro que hay más! Pero de las otras sólo importa una. Sí, la de abajo es la más reciente y todavía no se ha consolidado.
  »¿Cuánto tarda en cicatrizar una arruga? Ya me quedé sin lágrimas para recorrerla. Tú en cambio la lloraste por dentro, duele sin sal. Es curioso la sangre es dulce. ¡Qué lágrimas tan diferentes!

  —Fue ayer, incluso recuerdo la hora. Tú también. Esa hora mágica que nunca marcan los relojes. Agujas que parten del centro del corazón y siempre sonríen.
  »No es la misma sensación, será por eso que no me reconozco. ¿A ti también te pasa, verdad?
  »¿Cuántos caminos se pueden recorrer en veintiocho años? Aún recuerdo el primer cruce, tú tuviste más decisión y yo con mi manía de darle cien vueltas a cada paso. De lo que no llevo la cuenta es de los errores desandados. ¡Para qué! Nadie va a contar las pisadas que dejamos marcadas y el polvo que levantamos se lo llevó el viento de cada amanecida.
  »Siempre viendo salir el sol juntos. ¡No! Aquella noche la tormenta te despertó antes del alba y te asustaste. Bajaste a la habitación de abajo, allí retumban menos los truenos y yo estaba soñando contigo. ¿Para qué despertarme?

  —No, no es la misma sensación que ayer. Nos enfrentábamos a dos mundos desconocidos, ahora ya tenemos pasado. Miro hacia atrás y no me reconozco, queda sólo un futuro por descubrir, ni el tuyo ni el mío. Ya no somos dos, en física le llaman fusión, pero lo nuestro siempre fueron las letras y en ese capítulo se llama amor.
  »La de espinas que se nos han clavado en estos años, pero tú me enseñaste desde el principio a no quejarme. ¿Cuántos jarrones hemos llenado de rosas? Su olor aún se mantiene. ¿El dolor? Juntos es más apasionado también lo aprendí de ti. 
  »¿Y el viento? Me empujabas a buscar carreteras perdidas, te sigue gustando despeinarte sin el casco.
  —¿Cuánto vive una Vespa? —me solías preguntar.
  —Lo mismo que un romance, y ahí la tienes. ¡Vale hice trampa y una vez la pinté! ¿Y lo nuestro? ¿De cuantos colores le hemos dado una mano?

  —No sé si alguna vez te ha ocurrido, me miro y no me reconozco. Han pasado más de… pero no son las arrugas, porque fue ayer. En mi sólo veo la mitad de lo que hemos recorrido y ahora tengo cuatro manos y un sueño compartido.

 »¡Enséñame esa arruga! La que tiene nombre, la que nace dos veces y aparece cuando sonríes.

Oscar da Cunha
7 de abril de 2013

  

lunes, 25 de marzo de 2013

LA CABAÑA

La Cabaña

  Seguro que todos habéis experimentado los mismos síntomas: después de un madrugón y una mañana con la agenda más apretada que las páginas amarillas, el estómago empieza, con sus característicos murmullos, a reclamar su dosis diaria. Con trabajos como el mío siempre te sorprende en el peor momento; la última visita estaba en la cumbre del más alto de los montes de la zona. Al subir, entre las cien mil curvas del camino, no me percaté de ningún restaurante; cierto es que, durante todo el ascenso, mi cabeza, centrada en el cliente que me esperaba, no me permitió disfrutar del espectáculo de esa mañana con el sol encendiendo los colores del paisaje, tampoco me pareció ver casa alguna ni indicios de civilización. Ya bajando, después de la curva de la guarida del águila y en la recta anterior al bosque de cipreses, apareció la cabaña de madera con el letrero:

COMIDAS CASERAS, NO HAY CARTA”.

Pottok

   Paré. No había ningún otro coche aparcado junto a la cabaña, pero el pottok1 que apaciblemente pastaba en la explanada lateral me persuadió. La puerta abierta del establecimiento, flanqueada por el tronco de un viejo roble, dejaba escapar ese olor a brasas que terminó de convencer a mi estómago. Ya dentro, me intranquilizó el bullicio que producían las animadas conversaciones de los numerosos comensales que ocupaban todas las mesas. Sin población en más de diez kilómetros a la redonda y sólo mi auto aparcado…Esto es tan insólito como un concierto de Bob Dylan lleno de adolescentes, pensé. Me acerqué a la barra, el tipo, con una servilleta de cuadros blancos y rojos sobre el hombro, se anticipó. 
  —Están todas las mesas ocupadas, puede sentarse en la del negro, se llama Sam, allá, junto al piano, siempre come solo y agradecerá un poco de conversación —Su tono de voz y sus vehementes ademanes no me dejaron opción a réplica. Llegas tarde, el timbre ha sonado hace cinco minutos, ¡siéntate en la última fila!, el profesor Basilio con su eterna regla de madera en la mano era implacable. Recordé que con diez años y una timidez arraigada  recorrer toda el aula bajo la burlona mirada de mis compañeros de clase…, hubiese preferido la regla, siempre despertaba más solidaridad, pero al parecer, aquella mañana, Basilio no le había cargado las baterías. 

  Recorrí el comedor y fueron pocos los que se percataron de mi presencia, todos seguían enfrascados en, aparentemente, apasionados coloquios.
  —¡Buen provecho Sam! —le solté al negro que se estaba despachando un plato de garbanzos con chorizo. Al mover la silla para sentarme comprobé, por su peso, que la madera de la que estaba hecha debió pertenecer a un árbol milenario. Sobre la mesa, que presentaba un aspecto irregular, ni cuadrado ni redondo, era justo el corte de un tronco, con la corteza aún adherida a sus bordes y casi un palmo de grosor, no había mantel y los mismos cuadros en las servilletas que la que portaba el tipo de la barra.  
  —Gracias —me contestó levantando la cuchara a modo de saludo.

  En un lateral del comedor, sobre una parrilla con brasas de carbón; las  costillas que se estaban dorando, desprendían un aroma que provocaron alaridos de ansiedad en mi estómago.    
  Al momento, el tipo de la barra apareció con un plato de barro y un juego de cubiertos.
  —Esa carne huele deliciosa —le dije apuntando con mi dedo hacia la parrilla.
  —¡Primero los garbanzos! ¡Tenga! Sírvase lo que quiera —me indicó señalando el puchero que estaba en el centro de la mesa —Por cierto, ¿es usted quien ha venido en ese coche de la entrada?
  —Sí —contesté—. ¿Molesta? ¿Debería dejarlo en otro sitio?
  —No, no es eso. Es que…, bueno por esta vez no importa —Dio media vuelta y, con una notable cojera en su pierna derecha, regresó a la barra. Volví a pensar en el grupo de adolescentes gritando como locas al ritmo de “Chimes of Freedom” de Dylan. Extraño.

  Devoré mi plato de garbanzos y unas cuantas costillas sin cruzar una sola palabra con el negro. En cualquier película de Charles Chaplin hubiese encontrado más diálogo, reflexioné mientras esperaba a que me sirvieran el café. Fue entonces, cuando Sam se levantó de la mesa y se sentó al piano, el bullicio del comedor cesó al instante. Su interpretación de “As time goes by” resultó magistral, una voz cascada y profunda inundó el local mientras sus dedos acariciaban las teclas del piano. Al mismo tiempo que su cabeza se movía al ritmo de la canción, la mayoría de comensales empezaron a escoger su pareja y comenzaron un baile sorteando las mesas del comedor. 
You must remember this
A kiss is just a kiss, a sigh is just a sigh.
The fundamental things apply
As time goes by

Debes recordar esto
un beso es sólo un beso, un suspiro es sólo un suspiro.
Las cosas fundamentales suceden
conforme pasa el tiempo 



  La luz del establecimiento bajó de intensidad, con las brasas aún refulgentes y, aquel grupo de hombres y mujeres vestidos con trajes de épocas tan distantes como dispares, la magia del ambiente me resultó irresistiblemente embriagadora. Elegantemente, las parejas se deslizaban bailando, llenando de glamour la vieja cabaña.  El camarero se sentó a mi mesa, y esta vez con voz amable me indicó.  
  —Tiene usted que marcharse, el baile ha comenzado y no puede quedarse aquí, de hecho no tendría que haber venido.
  —Perdone, pero no entiendo nada, ¿de dónde ha salido esta gente, y por qué tengo que marcharme?
  —Verá —aprecié en el camarero esa sensación de incomodidad para intentar explicar lo incomprensible—. Ese joven apuesto que está bailando con la rubia del vestido negro es Dorian Gray.
  —¿Y ella es…? —pregunté con cara de asombro.
  —Ana Karenina —contestó—. Y los dos individuos que siguen sentados, enfrascados en una discusión, son Sherlock Holmes y el Doctor Watson. La pareja que ahora pasa junto a nuestra mesa la forman Edmundo Dantés y Emma Bovary.
  —¿Me está diciendo que toda esta gente son personajes de novelas? ¿Protagonistas de la imaginación de famosos escritores?
  —Sí, y ese que está apoyado en la barra, observando con cara de pocos amigos es Eugenio de Aviraneta, siempre se ha comentado que Baroja era su sobrino-nieto —el camarero me miró durante unos instantes con expresión condescendiente—. No puede, ni tiene porqué entenderlo, tan sólo márchese y no me obligue a perder las formas delante de ellos. ¡Fuera de clase, estás expulsado! Saltó el Basilio, vete al despacho del jefe de estudios, él te hará una nota para entregar a tus padres, recordé la misma sensación.
  —¡Está bien! ¿Qué le debo por la comida? Las costillas estaban deliciosas.
  —Sigue sin entenderlo, aquí no cobramos nada. Váyase tranquilo —por primera vez le vi esbozar una sonrisa—. Y olvide cuanto ha visto, nadie le creerá.

  Al pasar junto al viejo roble que escoltaba la puerta, pude escuchar los primeros compases de “Unforgettable” de Nat King Cole. Sam estaba disfrutando, no me resultó difícil imaginar su cabeza ladeándose a izquierda y derecha y sus dientes blancos brillando bajo la tenue luz del local. Cogí mi coche y continué la bajada, derecha, izquierda, derecha, izquierda, aún quedaban muchas curvas hasta el pueblo más cercano.    
  Al llegar, paré frente al primer bar que encontré, me quedé un rato sentado en silencio. Por un momento pensé que me había quedado dormido dentro del auto y todo había sido un sueño, pero mi estómago me confirmó que los garbanzos y las costillas eran reales.
  Entré en el bar decidido a encontrar a alguien que me pudiera dar una explicación. La camarera y varios clientes que había en la barra, además de escrutarme como si acabara de bajar de una nave espacial,  me confirmaron que en toda aquella carretera comarcal nunca había existido ningún restaurante ni posada, nada semejante, ni siquiera había ningún caserío habitado. Con estupor pedí un café y me acodé en la barra. Por el rabillo del ojo vi un anciano sentado en una mesa con una copa de anís, no apartaba su mirada de mi. Al cabo, noté que me hacía un disimulado gesto para que me acercase, no dudé. Con un leve movimiento de su mano me invitó a sentarme.
  —No he podido evitar oír tus preguntas —Una sonrisa se asomaba por sus ojillos vivaces pese a su avanzada edad, tenía una nariz poderosa y unas orejas descomunales—. ¿Sabes? Estas tierras, estos montes, siempre han estado llenos de historias fantásticas: sorginak2, akelarres, lamiak3, por aquí todo lo inverosímil es posible, no es la primera vez que oigo hablar de esa cabaña. ¡Dime! ¿Había un pianista negro, y un camarero cojo?
  No os costará imaginar que una sensación de alivio mezclada con curiosidad me empujó a contarle, con todo detalle, lo que había presenciado ese mediodía.
  —Es la misma la historia —afirmó—. Los mismos personajes, la misma música, todo es igual —El anciano permaneció unos instantes con la mirada perdida en su copa de anís.
  —¡Por favor! ¡Explíquese! —Le supliqué.
  —Hace tanto tiempo…, pero lo recuerdo perfectamente. Yo tendría apenas once o doce años, poco antes de la guerra, y él ya era una celebridad. Les arreglaba el jardín para que cuando llegaran en verano todo estuviese bien cuidado, también hacía algunas chapucillas de mantenimiento, desde muy joven yo era muy vivo, siempre sabía sacarme unas perras para…, bueno eso no importa. ¿Conoces Itzea?
Itzea
  —Sí —contesté—. Es la casa de los Baroja, la que utilizaban para pasar los veranos.
  —Así es, y ahí sigue, a trescientos metros de aquí. Allí conocí a Don Pío, era un hombre extraordinario, muy viajado, muy culto. Yo no era más que un morroi4, pero él me cogió cariño y me contaba historias mientras paseábamos por el campo; me hablaba de Madrid, Pamplona, San Sebastián, yo no podía imaginar que hubiera pueblos tan grandes, nunca había salido de aquí, de Bera. Pero una noche, ya de madrugada, lo encontré especialmente excitado, nervioso. Él, que siempre conservaba una serenidad solemne. ¡Verás! Todo empezó en una mañana de agosto, le gustaba dar largos paseos para inspirarse y parase a escribir en la soledad del monte. Ese día  enfiló la subida a la montaña, en aquellos tiempos no era más que un camino de burros, te puedes imaginar. Más o menos a la hora de la comida se topó con la misma cabaña que tú me has descrito y vivió la misma experiencia. Desde aquella vez nadie ha vuelto a verla, por lo menos yo no sé de nadie que lo haya contado.
  —¿Y cómo lo interpretó Don Pío? ¿Qué hizo? —pregunté.
  —Era todo un carácter, él no dejaba las cosas así como así. Pasó todo el resto del día haciendo una copia del manuscrito en el que estaba trabajando y, al caer el sol, volvió a subir a la montaña. Según me contó, la cabaña ya no estaba en su lugar, junto al viejo roble, no había nada.
  —¿Y? —No era capaz de soportar los largos silencios del anciano.
  —Te resultará difícil de creer, Don Pío era un poco extravagante y, a veces, sus reacciones eran del todo inesperadas. Cavó un agujero junto al viejo roble y enterró allí la copia del manuscrito. Tiempo después, aquel manuscrito se convirtió en una de sus novelas más conocidas. No me preguntes el título, yo no soy muy leído, pero él mismo me lo confirmó pasados dos veranos, y me hizo jurar que nunca contara a nadie esta historia. Yo ya soy muy viejo y supongo que, como todo, ahora los juramentos también tendrán caducidad, y el mío, quizá quedó pasado de fecha con su fallecimiento. 
  Miré fijamente al anciano y malintencionadamente le pregunté:
  —¿Otra copita de anís?
  —¡Oh, no! Te lo agradezco, es el único placer que me permito, una sola copa para calentar el estómago, me quitaron el tabaco hace años, y ni siquiera tolero un vaso de vino en la comida. A mi edad siempre te preguntas lo mismo: ¿Qué es mejor, darle años a la vida o darles vida a los años? Yo elegí la primera opción, y tomes la que tomes siempre añoras la otra. Está más sobrio que un bebé en la incubadora, pensé. La idea ya me explotaba en la cabeza, pero aún quería asegurarme.
  —¡Bueno! —le solté—. Muchas gracias por la conversación pero tengo que seguir trabajando.
  —¡Ay que envidia me das! —contestó con gesto abatido— Llegar a viejo resulta aburrido, si te juntas con los de tu quinta, sólo se habla de los achaques de cada uno; únicamente me queda dar algún corto paseo por los alrededores y escuchar la radio. La tele ni la enciendo no soporto las porquerías que ponen. ¡Vaya!, me dije, tampoco le patina el embrague, es un viejo modelo pero sigue funcionando.
  Nos despedimos con un apretón de manos y, a al pasar por la barra, le dejé pagada dos copas de anís; él, mañana volvería a sentarse en la misma mesa.

  Cogí el coche y volví a retomar la carretera de las cien mil curvas. Siempre llevo en el maletero algunos ejemplares de mi novela. Esta vez no me esperaba ningún cliente pero hice sudar a los caballos del motor. Aunque aún quedaban horas de luz, la tarde iba avanzando. Tardé más de lo que hubiera deseado en atravesar el bosque de los cipreses, allí estaba la explanada, justo antes de la curva de la guarida del águila. El pottok seguía triscando hierba unos metros más abajo y, como era de esperar, junto al viejo roble no había absolutamente nada.
  No tardé en encontrar una piedra que se ajustara a mis necesidades, ni muy grande ni pequeña, con algún borde afilado. No me molesté ni en remangarme la camisa y empecé a cavar un hoyo lo más cercano al viejo roble. ¿Te acuerdas de aquel equipo plegable de explorador que te vendían por cuatro euros? Recordé ¿Qué son cuatro euros? Por suerte, la semana anterior había llovido mucho en la zona, y el terreno estaba blando. Cuando ya había conseguido profundizar unos cuarenta centímetros, mis manos ya no resistieron más golpes y por mis dedos de la mano derecha empezaron a sangrar varias heridas, decidí que ya era suficiente. Como pude me limpié las manos con un trapo que llevaba en la guantera y como si de un ceremonial sagrado se tratara, cogí un ejemplar de “La sonrisa de La Magdalena” y lo deposité en el fondo. Tapé el agujero y lo disimulé con piedrillas y algún trozo de ramas partidas.

  Empezaba a oscurecer cuando me despedí del viejo roble y enfilé por última vez la bajada de aquella montaña, esta vez lentamente. Soñar y conducir al mismo tiempo no es recomendable. Tampoco me olvidé de escribir una dedicatoria antes de enterrar el libro, pero esa no os la cuento, seguro que la dentadura de Sam brillará al leerla.   

1.  Nombre, que en euskera, se le da a una raza de caballos de pequeña envergadura que habitan desde la antigüedad las zonas montañosas de la Cordillera Cantábrica.  

2.  Bruja en euskera

3.  En euskera, seres mitológicos, habitualmente femeninos que habitan en ríos, se les relaciona con la diosa Mari.

4.  En euskera, criado, ayudante

Oscar da Cunha

25 de Marzo de 2013

jueves, 14 de marzo de 2013

EL PATITO FEO


  A él no lo conocí hasta ayer; con su madre tengo más relación, solemos coincidir en la misma cafetería a primera hora de la mañana, antes de enfrentarnos, ambos, cada uno a nuestra labor diaria. Pero ya, por costumbre, él suele ser siempre el motivo de nuestra conversación. Unai ha hecho esto, a Unai le gusta lo otro… A decir verdad, más que conversaciones lo habitual es un monólogo que yo escucho admirando el embrujo con el que ella me cuenta las hazañas diarias de su hijo. Me fascina ver como se iluminan sus ojos verdes cada vez que un nuevo halago sale de entre sus labios. He aprendido de memoria la lista de los escritores preferidos de Unai, asimismo conozco sus gustos sobre pintura, y sé que sueña con poder saludar personalmente a Antonio López, yo también. Le encantan los viejos discos de Loquillo, pero eso es porque con él se ha cruzado varias veces por la calle, yo también.

  —No obstante, detalles aparte, las virtudes de Unai están en su gran corazón —me cuenta—. Ama dame un beso, no sólo al llegar a casa o al despedirme, cualquier momento le parece idóneo para manifestarme su cariño. Ama hoy estás muy guapa. Ama ¿se puede querer más de lo que yo te quiero a ti? Ama yo no te dejaré nunca, tú y yo siempre estaremos juntos —En esos momentos sus ojos verdes dejan escapar alguna pequeña lágrima de felicidad.
  »Los vecinos lo adoran, siempre está dispuesto a cualquier favor, a subirle los recados a la anciana del tercero, a bajarle la basura a José Ramón, el de nuestra izquierda, que simplemente es un vago. Incluso, confía en él una joven pareja del segundo derecha y le dejan al cuidado de su pequeño, que ahora tiene cuatro años, cuando la noche de su aniversario de bodas salen a cenar.

  Y ayer por fin conocí a Unai, era sencillamente una visita al dentista, pero la hora que tenía concertada coincidía pocos minutos después de nuestro café diario. En cuanto me vio no dudó en dirigirse hacia mí.
  — ¡Tú eres Oscar!, Ama me habla a veces de ti —Me sorprendió rodeándome con sus fuertes brazos y no se reprimió en estamparme dos cariñosos besos—. Ama me ha dicho que tu escribes, a mi me gusta mucho leer, sobre todo a Julio Verne y Herman Melville. ¿Sabes? Yo de mayor voy a ser escritor, ya he empezado una novela. El protagonista, el capitán Nemo, inventa una máquina para salvar a Moby Dick, porque se ha enamorado de ella…
  Durante un largo rato, que para mi resultó excesivamente corto, me hizo soñar con valerosos navegantes, desveladas heroínas como su Ama, y paisajes llenos de color y aroma de azahar, su favorito.
  Mientras me hablaba no se soltó ni un instante de mi mano, su contacto me trasmitió una intensa sensación de serenidad, una placentera calidez que sólo se percibe cuando te encuentras ante un personaje excepcional, un eterno adolescente lleno de propósitos con los que transformar este mundo en el auténtico paraíso. Si tuviera que escoger una palabra para definir los pocos minutos que pasé en contacto con él, sin duda, sería felicidad.     
  A Unai la naturaleza le ha regalado un gran don, un corazón de oro y una mirada de ángel, pero esta repugnante sociedad en la que vivimos terminará marginándolo, nunca le perdonará esa copia extra del cromosoma 21. Pese a que sus alas son invisibles, su cara no consigue disimular los delatadores rasgos que identifican a todos los nacidos con el síndrome de Down.

Oscar da Cunha
14 de Marzo de 2013

sábado, 9 de marzo de 2013

FANTASÍA CROMÁTICA A CUATRO MANOS (2ª)

En fa menor
“INVIERNO”

Aggiacciato tremar tra nevi algentiAl severo spirar d'orrido Vento,Correr battendo i piedi ogni momento;E pel soverchio gel batter i denti;Passar al foco i di quieti e contentiMentre la pioggia fuor bagna ben centoCaminar Sopra 'l ghiaccio, e à passo lentoPer timor di cader girsene intenti;Gir forte sdrucciolar, cader à terraDi nuovo ir sopra 'l ghiaccio e correr forteSin che 'l ghiaccio si rompe, e si disserra;Sentir uscir dalle ferrate porteScirocco, Borea, e tutti i Venti in guerraQuest'è 'l Verno, mà tal, che gioja apporte.                                                     Antonio Vivaldi

Allegro non molto

  Una lluvia impenitente cae sin darse siquiera un atisbo de descanso. Desde hace tres días, las habituales gotas han cedido el paso a chorros enfurecidos que rebotan contra el suelo. La lluvia no es lluvia, las nubes descargan  piscinas celestiales sobre la tierra castigándola con densas cortinas de agua que distorsionan la realidad y hacen inútiles nuestros paraguas como si quisieran borrar todos los pecados cometidos, limpiar con energía toda la suciedad ambiente. El río se hace eco del mensaje y baja crecido desbordando el cauce con su tremendo poderío frente a los vanos esfuerzos de los humanos por domeñar tan temible intento. Son días en los que la madre naturaleza se dispone a mostrar su poderoso músculo para recordarnos que ante ella somos  sólo  minúsculas y pretenciosas hormiguitas; que, si quiere, puede cegar nuestro hormiguero, ganarnos la partida...      

            A mi, la mar, con su poderosa soberbia, me insta a retroceder mis pasos sobre la nieve y buscar refugio en mis interiores. Como todos los años, fiel al calendario, el invierno se encarga de convertirla en pregonera de fríos, nieves y tempestades, en territorio hostil; espectáculo en el que no estoy invitado a participar, consintiendo llevarme tan sólo el aroma de la sal y el recuerdo de los bailes otoñales entre sus olas.
  Blanco por esa espuma marina que añora recuperar territorios que le fueron robados. Ese blanco que comienza a atrapar mi mirada, invadiendo mi hoja de ruta, preparándola para los aconteceres que volverán a escribir una nueva página de mi historia, hoy todavía expectante. Blanco por ese suelo tapizado con las primeras nieves que limpian mi memoria convenciéndome de que cualquier tiempo pasado tan sólo fue anterior. Blanco como el frío húmedo que hoy llega del noroeste, cicatrizando heridas, anunciando que es momento de sacudirse las sombras que dejó el curso anterior.

  Invierno que, como en cada nuevo ciclo, improvisa su llegada, tempestuosa, brutal, y nos empuja a refugiarnos en renovadas esperanzas, a afrontar una nueva fase que como las anteriores será diferente, con alegrías y desengaños, con sueños que verán la amanecida y jarrones que ya no se podrán recomponer.

  Abro los ojos a duras penas. Ya es tarde pero una luz lechosa apenas logra aún hacer visible el interior de la alcoba. Con gran esfuerzo, consigo desasirme del abrazo cálido con el que intenta retenerme el edredón. Entonces me acerco despacio a la ventana reteniendo la respiración para que su vaho no nuble  esa fantasía de nervaduras vegetales dibujadas por un pincel de hielo. Forman un delicado encaje  entretejido con gruesos lagrimones de lluvia congelada.

  Mientras admiro la filigrana laboriosamente grabada por el frío en el cristal, afuera, una inmensa capa de piel de hielo cubre la calle y las ramas muertas de los árboles. Tan sólo un silencio sonoro presta su música muda al bello y triste espectáculo. Tiempo de hibernación para los seres vivos. ¿Qué será de los sin techo?

  La resplandeciente belleza de la nieve virgen es efímera en mi ciudad. Bastarán dos grados de más y un repentino chaparrón para verla derretirse en agua transparente. Bastará también con que un par de coches se atreva a ensuciar su pureza con ese rastro de goma negra y pegajosa convirtiéndola en un repulsivo engrudo gris. ¿Cómo se atreven a engolfar así a la reina del invierno?

  Pero amiga, dejemos la ciudad, acompáñame al bosque donde hay mil paseos en los que el invierno nos muestra su pureza regeneradora, maderas que ya dejaron de serlo y nuevos brotes que empiezan a desperezarse bajo el frío, como yo mismo que fui fruto de esta cosecha. ¡Mira allí!, junto al roble desnudo, la veterana encina que esconde bajo la nieve pura, que cubren sus hojas, secretos que en primavera nos serán revelados. Y la mimosa, en la curva de los sueños, intentando añadir más color al paisaje, aprovechando esta ligera brisa para deshacerse de la fina capa de polvo blanco y animarnos con sus borlas amarillas, llenando con su perfume este rincón donde la fantasía es pura realidad. Por eso la llaman la curva de los sueños.      

 Largo
  Ya entre las viejas coníferas encuentro el sosiego, grabando mis huellas sobre el impoluto camino que ha dejado la primera invernada. La nieve se añila con el reflejo de ese cielo brillante y consigo imaginar el mundo como me gusta, azul. Esos compases de silencio que envuelven el bosque hoy atemperan mi memoria, y recupero la sorpresa en los ojos de aquél niño que atrapó con su mano el primer copo de nieve, que lanzó su primera bola contra el guiño de aquella morenita del tercero, nunca tuve buena puntería, pero ella lo interpretó mejor y conseguí una segunda sonrisa.
  La alfombra blanca entierra las hojas llenas de recuerdos que fueron tallando mi agenda durante el año. Melancólicas, algunas; rasgadas y rotas, otras, por los mil errores de los que tuve que aprender; las dulces y húmedas procuro rescatarlas, sólo esas quiero que formen parte de mi pasado. Ahora, en este nuevo paseo por el viejo bosque cada pisada constituye una nueva huella en el camino, el rastro de una andadura por un suelo que se ha convertido en blanco, puro, y que pronto desparecerá con el cambio de estación, pero debemos acostumbrarnos a que nuestros pasos, así como nuestra propia presencia, no son inmortales.
  De la naturaleza cambiante debemos aprender que la vida se renueva cada ciclo, que uno no debe anclarse en los lastres del pasado, que la sabiduría permanece inmutable bajo los hielos y es sólo ésta la que merece la pena.
  Con el respeto que se merece, sacudo al veterano abeto y recibo la nevada que éste me regala, refrescante, reparadora, bajo un cielo perfecto.  Entre sus agujas, ahora verdes, distingo tantos errores que no deberán repetirse, viejas memorias acumuladas a lo largo del camino anual. ¿Olvidar? No es ese el propósito, todo gira  y se renueva, esa es la lección de las estaciones. ¡Aprender! Ahí está la clave, mantenerse siempre erguido como tú, abeto centenario. Volverán a deslumbrarte primaveras con sus colores, volverán a sofocarte veranos con sus calores, pero siempre habrá otros inviernos que te conviertan en el dueño y señor de los fríos, acompañante blanco de este paseo que nos devuelve la esperanza de que pese a todo, nuestros sueños sobrevivan.   

  El viento se llevó el romanticismo del otoño, con sus recuerdos, dejándonos una naturaleza casi desnuda sin rojizos ni dorados; un paisaje sin añoranzas, pero con la esperanza de una nueva primavera como el aroma que hoy nos trae el jazmín. De un nuevo amanecer multicolor como las prímulas. Y el rojo de esas bolitas de acebo, junto al arroyo, que no llegó a congelarse, anuncio de nuevas pasiones que durante el resto del año deberemos aprovechar.
  No desperdiciemos la escasa luz de los días que acorta la estación para acariciar al nogal desnudo, para consolar al sauce que llora por sus hojas que ventearon tantas memorias. Me abrazo al indigente castaño, que ahora, con su alma aterida necesita mi calor tanto como yo, en verano, agradeceré la sombra bajo la que iré tallando mi piedra.
  ¡Mira allí! entre las nieves que acumula el abedul se esconde la lechuza, esperando la larga noche; sabe que con las muchas horas de oscuridad su trabajo será más fácil, de ella aprendemos que la paciencia es la actitud que nos ayuda a soportar contratiempos y dificultades. Admira el vuelo del águila bajo la nevada, majestuoso; silenciosa nos enseña con su planeo que la elegancia reside en la eficacia y sencillez.   

Allegro
  Mientras recorro el parque, observo los estragos de los vientos de invierno: ramas heridas, ramas muertas, brutalmente desgajadas de los troncos de viejos árboles devastados. Aún me falta cruzar el puente sobre el río helado. Cuando haya logrado atravesarlo luchando denodadamente por mantener el equilibrio, sabré que, una vez más, el gorro de lana, bien calado, no habrá podido evitar que mis orejas se hayan vuelto de cera; que la gruesa bufanda no habrá impedido que un extraño rubor frío haya enrojecido mis mejillas, y que mis labios apretados se habrán cuarteado hasta el dolor. Con nariz de payaso llegaré al fin a mi destino intentando sonreír. "Buenos días", por decir algo.

  Así es la naturaleza del tempus hibernum, nos alecciona renunciando a esas partes de nuestra breve pero intensa historia que ya no suman en nuestro arqueo, ramas muertas, heridas, desgajadas… No temas, amiga, la prueba del puente sobre el helado río, forma parte de ese ritual de iniciación al nuevo ciclo que, de momento y hasta que nuestros inviernos se agoten, seguiremos superando. Es el ensayo sobre el equilibrio por el que nuestra propia vida transcurre y que en cada nueva luna aprendemos a atravesar con más aplomo.

  Pero este tiempo es de agradecimiento: “Allegro”, pese al frío, pese a las mejillas ruborizadas, es el momento de lucir esa nariz de payaso, es la ocasión para sonreír y provocar sonrisas, para agradecer un nuevo amanecer que llega vestido de blanco, como se accede con la ilusión de un nuevo futuro a ese matrimonio con la vida.
  Ya están sonando los compases finales de este tempo de invierno, bajo los últimos fríos nos apresuramos a dedicarles un baile de despedida que no es más que la bienvenida del primer verdor que traerá el equinoccio, cuando nacerán las nuevas hojas en las seguiremos imprimiendo nuestro cuaderno de bitácora. Aprovechemos esta coreografía final para grabar nuestras promesas sobre el blanco suelo, bajo las pisadas de esta danza concluyente florecerán en primavera nuestros sueños. Y abandonemos ya el parque, dejemos que el silencio se incorpore a la belleza del paisaje; retomaremos el camino cuando los colores inunden cualquier otro jardín y nuestras ilusiones empiecen a contagiarse de las nuevas tonalidades.




Milagros del Corral
Oscar da Cunha

Invierno 2013



sábado, 2 de marzo de 2013

LA LEYENDA DEL NIÑO Y EL MAR




  No estoy completamente seguro de que la historia que voy a contaros sea del todo cierta, aunque así me la trasmitieron a mí y así se sigue contando; pero en parte, y sólo en parte, pude ser testigo de alguno de los sucesos que sobrevinieron.

  En aquel año, el niño no tendría más de doce o trece años y yo ya empezaba a peinar mis primeras canas, sólo las primeras, esas que más te sorprenden porque te confirman que la madurez te está pillando desprevenido.
  Él, lucía un largo pelo rubio natural, oxigenado por las largas sesiones de sol y salitre sobre su tabla de surf. Coincidimos muchas tardes en el aparcamiento, frente a la playa, mientras cada uno se embutía en su traje de neopreno, él siempre bajo la inquieta mirada de su padre al que consiguió convertirlo en su chofer. Aunque compartimos más de una ola nunca llegamos a saludarnos, él por la lógica timidez de la edad, y yo por esa estúpida sensación de prepotencia que nos atribuimos los que ya llevamos incontables mareas con victorias y derrotas. Jamás le vi dudar ante unas condiciones adversas: frió, lluvia, viento, o maretón -como llamamos a esos días en los que el océano nos lanza sus embestidas más potentes-. A lo largo del tiempo pude apreciar como su nivel progresaba a la misma velocidad que su pasión por el mar, y en más de una ocasión le vi esbozar una sonrisa de satisfacción al robarme alguna ola. Al cabo, su complicidad con el medio marino lo fue transformando en un elemento más de las especies costeras. Y puedo aseguraros que, en ocasiones, un delfín que decidió acompañarnos en nuestros bailes siempre prefirió su ola; de entre todos, él fue el elegido para ese juego nupcial, conseguí disfrutar escenas que ambos compartieron como un cortejo entre cónyuges con el mismo frenesí.
  Sus sesiones en el agua pronto empezaron a convertirse en más largas que las mías, y yo, al salir, contemplaba el desasosegado deambular de su padre por el paseo de la playa.

  Aquella tarde, ya casi noche, la marea depositó suavemente su tabla, intacta, sobre la arena. No podré olvidar jamás el lamento desagarrado de su padre al verla. Los que allí quedábamos nos lanzamos frenéticamente al agua, todos conocíamos al chaval y compartíamos la misma simpatía y admiración por su coraje. Las unidades de salvamento marino fueron alertadas. Ninguno pudimos dormir esa noche. Las labores de búsqueda continuaron durante varios días sin resultado, extrañamente su cuerpo nunca fue encontrado y el mar tiene por costumbre devolver a tierra a sus víctimas, en aquél momento nació la leyenda. Cuentan que su pasión lo convirtió en delfín y desde entonces son muchos los que aseguran que los han visto bailar juntos entre las olas, dos compañeros que aparecen cada atardecer disfrutando las montañas de agua entre risas. Yo nunca lo he hecho, sólo saludo tristemente a su padre, que cada tarde recorre el paseo marítimo, sin abandonar la esperanza de volverlo a abrazar y, con la mirada perdida en el horizonte, busca a su delfín.

Oscar da Cunha

2 de Marzo de 2013


domingo, 24 de febrero de 2013

NE ME QUITTE PAS




  Lunes, recién estrenada la mañana, frío, el cielo anunciando una nueva nevada y yo llegando con más de quince minutos de adelanto a mi primera cita de la semana. Tengo que planteármelo seriamente: cronómetro en la muñeca, la hora en el móvil, el reloj del coche y nunca consigo atinar con una cita; o llego tarde, o me toca esperar; algunos lo llaman planificación pero yo siempre he apostado porque el tiempo tenga sus propios caprichos.
  Intentando compartir un café, ni siquiera veo a Isma con su inseparable Rosy instalado en su esquina habitual, un duro amanecer en el que seguro que se le han pegado los cartones.  Nuestro bar, el de siempre, cerrado por vacaciones; me entallo bien la bufanda, sólo son unos metros pero esa cafetería de la calle trasera hoy se ve muy lejana.

  — ¡Buenos días! ¡Café, por favor! —Me instalo en una mesa con un diario deportivo, no me interesa en absoluto, pero es todo lo que he localizado sobre la barra. Cerca, únicamente otra mesa ocupada por una pareja, el resto del local vacío y en la pantalla, un vídeo en blanco y negro de Sting paseando por un New York también invernal. Tengo la sensación de haber vivido ya esa escena, pero en mi otra versión aún se podía fumar dentro de las cafeterías.

  No puedo evitar observar de reojo a la pareja, discuten; él no aparenta más de cuarenta; a ella le echaría más esencia, más experiencia, sus gestos son más serenos, resignados, con esa expresión de quién asume que tenemos que afrontar la realidad por dura que nos resulte. Su rostro denota sufrimiento pero no asoma ninguna lágrima en sus ojos, está acostumbrada a que la abandonen, no es su primera despedida y sabe que ésta tampoco será la última. Él mueve sus brazos con desesperación, se tapa la cara con sus manos, ambicionando justificar quizá lo inaceptable; no consigo oír sus palabras, pero seguro que intenta mil argumentos ante los que ella reiteradamente agacha la cabeza. Con las primeras gotas en su mirada le coge ambas manos procurando esa definitiva reconciliación, aferrándose a ella con el ansia de evitar su propio naufragio. Ella, con una suave mirada niega reiteradamente y retira la caricia, no me cuesta interpretar que es el triste final de una larga relación. Con la desesperanza tallada en su cara él abandona el local, ni siquiera un gesto de despedida que sabe que ya es inútil. Ella lo ve marcharse y esta vez le concede la humedad en esa última mirada.  

  Por unos instantes, en la cafetería se instala un difícil silencio, la canción ha dejado de sonar. Ella me mira con una amarga sonrisa que yo intento devolver con gesto comprensivo, no resulta manejable ser el aislado testigo de una ruptura a esas horas de la mañana. Recoge su bolso, se incorpora y al pasar se detiene junto a mi mesa.

  —Siempre resulta doloroso —me dice.
  —Lo siento —es cuanto atino a decir—, los hombres cometemos siempre los mismos errores, nos gusta dejar nuestra huella en todos los puertos.
  —Este no es el caso —ella cariñosamente me acaricia el pelo—. Yo estoy en todos esos puertos, soy la vida, y a él, un cáncer traidor le está robando el último tramo de su camino.

Mientras la veo salir por la puerta, la música vuelve a llenar el local, otra vez un vídeo de Sting, que con una aceptable pronunciación interpreta en francés:
 “Ne me quitte pas”


Oscar da Cunha
24 de febrero de 2013

miércoles, 23 de enero de 2013

CONFESIONES DE UN FARSANTE


  Debe ser el tiempo, eso que llamamos mal tiempo por estas latitudes: frío, viento y lluvia. Cuando cielo y mar comparten su mal talante regalándonos el mismo gris, cuando el horizonte está pegado a tu propia cara y ya no eres capaz de descubrir con la mirada, cuando la calle se convierte en territorio despiadado y cada uno busca refugio tras los cristales de su propia realidad.
  Estos días, algunos, descerrajo los poros de mi imaginación y abuso de mi fantasía. La víctima siempre es un edificio de la periferia, ahí le permito al azar que decida. Pulso un timbre, cualquiera del primer nivel, no por casualidad, aquí la experiencia es un grado.
  —¡Cartero! —El zumbido de la puerta me confirma que los primeros nunca fallan. Subo hasta las últimas plantas, en ellas me he topado con las mejores experiencias, sobre todo si el edificio es de los antiguos: escaleras de madera, de esas de verdad, de las que crujen con pasado, barandillas enceradas con el sudor de manos encallecidas por los duros años de trabajo, y paredes que ya olvidaron las caras de los que en ellas grabaron el nombre de aquella morena de ojos verdes que llegó del Sur.
  La excitación con la que me enfrento a la primera puerta escogida ya no se vende en botella; mientras, y porque serán las decisivas, mi capacidad intenta adaptar mis primeras palabras a la mirada que me abrirá esa casa. Siempre utilizo mi mejor sonrisa y la deslustrada Biblia que una vez encontré en una librería de viejo.
  Ya sé lo que estáis pensando y no, no intento hacer proselitismo de ningún color. El libro pudiera ser el Corán, el Ramayana o la biografía de Bette Davis, simplemente aquella Biblia me funcionó la primera vez y ya la he convertido en mi cayado de peregrino. El tiempo, eso que llamamos mal tiempo por estas latitudes, me transforma en explorador de sensaciones escondidas, de emociones que no aciertan a atravesar las paredes de su hermética intimidad. Y yo soy un estafador, un farsante capaz de intercambiar cuatro acertados comentarios a cambio de una impenetrable confesión, de un secreto, o de una conversación cuyo propietario sólo es capaz de regalarte sentado en su sillón favorito.
  No os costará sospechar que he resistido muchos portazos con mis narices; de más de un edificio he tenido que salir  procurando ser yo el que tuviera las piernas más rápidas, y hasta me he visto obligado a disimular mi sonrisa, saboreando repetidos cafés frente a la ventana del mismo bar, esperando a que el coche patrulla, alertado por los vecinos, dejara de buscar al siniestro personaje. Pero el alma humana es muy compleja, y os sorprendería descubrir detrás de cuantas puertas hay alguien esperándote, cuantos de nosotros sufren la soledad del silencio y un anónimo visitante es el dulce licor que llevan tiempo deseando compartir, sin saber que tienen enfrente al vampiro que se alimenta de sus ilusiones y sus angustias. Lo confieso, soy un ladrón y no me avergüenzo de ello, sólo me llevo de mis rapiñas: sueños, inquietudes, pasados cargados de melancolía y futuros inciertos. Pocos son los que han conseguido aburrirme, y a alguna le he tenido que frenar los instintos; el que tuvo, retuvo.
  Cada uno desnuda el mundo como puede y esta es una más de mis artimañas. Pero, en ocasiones, no soy capaz de cerrar la puerta y marcharme con esa sacudida triunfal que acompaña al robador que acaba de afanarse un huevo de Fabergé, aunque sepa que por falso lo tendrá que malvender en cualquier oscura esquina. Hay días en los que la tristeza me acompaña escaleras abajo, conversaciones de las que uno sale con la impotencia pegada en la espalda, asaltos en los que las palabras acertadas quedaron por decir y la amargura es la tarifa que pago por entrometido.

  La anciana me abrió su puerta sin desconfianza y con un alborozado brillo en la mirada, eso me corroboró que ese timbre llevaba demasiado tiempo coleccionando silencios. No gastó más de un segundo en mirarme a los ojos, pero no fue la visión de mi Biblia, que no le pasó desapercibida, la que permitió, que sin darme tiempo a abrir la boca, me encontrase ya dentro de aquél recibidor con dos sillas atestadas de viejas revistas, un perchero desbordado por una colección de sombreros y un penetrante perfume de violetas. Con un “sígame, por favor”, me condujo hasta un saloncito presidido por tres butacas cuya tapicería combinaba a la perfección con el resto de flores que tapizaban las paredes. Estanterías en las que compartían espacio algunos libros, viejas fotografías y las típicas figuras de souvenir de cualquier país exótico, una mesa central en la que destacaba el intenso rojo de una gran ponsettia sobre un tapete de encaje blanco y una labor de lana con dos agujas formando una perfecta cruz introducidas entre los hilos negros y blancos. Y el perfume de violetas.
  —Tome asiento, por favor —con su porte, sus ademanes y el tono de su voz, la anciana ya se había convertido en una dama ante mis ojos. Cabello gris con ese toque azulado que delata que su pensión le permite peluquería semanal, una chaqueta de punto marrón, corte Chanel, con la botonadura revestida en negro combinando con el color de su falda plisada, y una fina cadena terminada en un corazón de oro.
  —¿Usted dirá? Por el libro que le acompaña intuyo que viene a hablarme de religión —Me lo soltó suavemente mientras adoptaba una pose cercana a la devoción, rígida en su sillón, con las manos cruzadas sobre el regazo—. ¿Es usted sacerdote?
  Sigo preguntándome porqué no saqué de mi baraja cualquiera de mi amplia colección de patrañas, quizá fuese el breve destello de ironía en su mirada, su excesiva serenidad ante un desconocido, o tal vez, el olor de violetas.
  —No, señora…
  —Clara, por favor.
  —Verá Clara… —Me lancé a una confesión radical, un descenso hacia la más absoluta sinceridad, como el delincuente, abatido por el desaliento, que termina declarando sus fechorías ante esa autoridad impuesta por la edad de quien es capaz de ver detrás de tu mirada. Ella, no sólo no se sintió traicionada, tampoco agradeció mi sinceridad, con la elegancia a la que acostumbra el tiempo aceptó mi juego, quizás una partida que llevaba años deseando.
  —Es mi hora del té, ¿compartirá una taza conmigo? —Los que me conocen, saben bien que detesto todo tipo de infusiones, me deprimen como la visita a un asilo de ancianos en cuyos rostros veo mi futuro, pero ante la elegancia de sus gestos y el respeto a su hospitalidad no pude negarme. Desapareció por el largo corredor de la casa, dejándome con la única compañía de la vista a un parque con columpios y sin niños que se filtraba a  través de  los cristales del amplio ventanal que, con las cortinas descorridas, daba luz al salón. Y el perfume de violetas.
  Al cabo, apareció con una fuente de plata, una tetera, dos tazas y una bandeja de pastas. —Las hago yo misma, es una receta tan antigua como los orígenes de mi familia, le gustarán —. Con la delicadeza que se brinda al mejor de tus invitados depositó la fuente sobre la mesa, junto a la ponsettia, y me sirvió la primera humeante taza de infusión cuyo olor me hizo envejecer unas horas.
  —¡Ah! Se me olvidaba, ¿le gustan a usted los perros? Tengo a mi Trufo encerrado en la cocina, no quisiera incomodarlo pero es tan cariñoso…
  Al responder afirmativamente, procuré esconder el olor del miedo bajo mi chaqueta, acababa de descubrir la trampa de la dulce ancianita, aquél era el secreto de los silencios del timbre de su puerta. El cancerbero escondido, ese monstruo de tres cabezas y cola de serpiente me estaba esperando para enviar mi cuerpo al inframundo, cuya puerta, él, celosamente, se encargaba de vigilar; mi suerte estaba echada. Yo, el ladrón de intimidades, acababa de caer en la trampa que abría la entrada del Hades. Tan sólo soy un farsante que no posée la habilidad de Orfeo para calmarlo con su canto, y desconozco por donde transcurre el río Lete, la estrategia de Hermes tampoco me iba a servir.
  Ella se levantó de su butaca con una agilidad impropia para su condición, pensé en escapar, esta vez la huida sí que sería una victoria, pero los dos sorbos que había ingerido de esa infusión me inmovilizaron en mi asiento convenciéndome de que la puerta de la casa estaría sellada con siete llaves. Eché un último vistazo a la Biblia que había dejado sobre la mesa y recordé que hay veces que uno no puede salir victorioso frente a su propio destino, esta vez las campanas de la iglesia empezarían a doblar por mi descaro. Me enderecé en el sillón dispuesto a afrontar con la dignidad de un embustero la guadaña que el oráculo tenía anotada para mí en esa hoja del calendario.
  Oí como se abría la puerta de la cocina y unas ansiosas pisadas empezaron a tamborilear sobre la madera del corredor. Una alocada bolita con rizos blancos y negros, de apenas tres meses me hizo comprender que la labor de lana que aún seguía sobre la mesa no tenía los colores escogidos por azar. Trufo me localizó al instante, saltó sobre mis rodillas regalándome su aún tierna colección de lametones y yo hundí con más alivio que ternura mis manos entre su melena, el perfume de violetas volvió a inundar el saloncito.
  —¡Trufo, ven aquí! No molestes al señor —Me tomé mi tiempo para respirar, no es fácil asimilar que acabas de dejar de ser el pianista de la orquesta del Titanic.
  —Yo también quiero serle sincera —comenzó Clara—. Él es ya lo único que me queda en esta vida, no lo encierro en la cocina para que no moleste a las visitas, que como no le habrá costado adivinar son muy escasas. No temo por mí, si alguna vez llaman a mi puerta, y en esta casa ya no hay sino viejos recuerdos sin otro valor que la memoria de aquellos que me regalaron con su compañía los mejores momentos de mi pasado. Pero a él… no soportaría perderlo. He vivido mis últimos años en la soledad más absoluta, soy la mayor de tres hermanas, curiosamente la naturaleza me ha concedido más vida que a ellas y la desgracia de sufrir su crepúsculo. Mi marido me abandonó en el noventa y nueve, no me malinterprete, no fue uno de los típicos hombres que se marchó a por tabaco, pero continuó fumando mientras el cáncer de pulmón se lo llevaba a él, aún no he conseguido perdonárselo. Y ese joven de la foto de la izquierda de la estantería es mi hijo, ahora tendría más o menos su edad, y hace veinte años decidió arruinar su vida, convencido de que la felicidad se compraba en dosis intravenosas. Ya lo ve, soy una anciana acostumbrada a la compañía de mi soledad, pero el mes pasado lo encontré acurrucado y asustado junto al portal, lloriqueando, seguramente por la familia que se acababa de aburrir de su regalo de navidad.
  Ahora él ha llenado mi casa de alegrías, he vuelto a colocar flores, dejar pasar la luz por las ventanas y pasarme horas en el jardín trasero, viéndolo jugar, y disfrutando de las sonrisas de los niños en los columpios. Por no despertarlo he recuperado el sueño que hace tiempo me había abandonado, y cada amanecer es un renacimiento para ocuparme de él.
  Pero… —La anciana se removió incomoda en su sillón, desasosegada, buscando ese gesto que perturba la palabra—. ¿Quiere otra taza de té?
  Desatendí su pregunta, su citación de auxilio me llegó más fuerte.
  —Todo tiene su precio, Clara.
  —En efecto, pero no es por mí por quién sufro, si bien me mataría perderlo yo ya estoy acostumbrada a ver agonizar partes de mi corazón aunque ésta fuera la última. Todos venimos a este mundo a completar un círculo y yo el mío ya lo tengo pasado de vueltas, en cambio él es tan joven… Yo que he tenido que llorar tantas ausencias, no quisiera imaginar a Trufo deambulando por las calles buscando mi sombra desaparecida, ni suponerlo, algún día, tumbado sobre mi tumba.

  Acepté esa segunda taza de té y esta vez me sometí a envejecer unas horas con el aroma de la amarga infusión que Clara me había preparado. El tiempo, eso que llamamos mal tiempo por estas latitudes, que me transforma en explorador de emociones escondidas me había traicionado. Y yo, que habitualmente soy un estafador, un farsante, abandoné definitivamente mi vieja Biblia junto a la ponsettia de Clara. Bajé aquellas escaleras con la promesa de volverlas a subir cada semana, y la responsabilidad jurada por un animal que, algún día, añorará a su antigua amiga junto mí.
Oscar da Cunha
23 de enero de 2103