Charlan.
Siempre están en ello. Los tres. Cuando se sientan, ella mantiene una cierta
distancia con esa anciana pareja pero la conversación nunca cesa. No parecen veraneantes.
Quizá sea porque me he acostumbrado a verlos cada vez que voy, y sin ese trío
en torno a las rayas de esa sombrilla, a la playa le faltaría el mar. No
recuerdo cuál fue la primera vez que los vi, creo que no la hubo. Bronceados
hasta el límite que permite nuestra raza, y sin embargo, ella es la única que,
a ratos, se tumba como si necesitase más, y el movimiento su cabeza y manos me
convence de que la conversación debe de ser el mejor protector solar.
No quiero hacerlo, me parece más
obsceno mirar el reloj que su desnudez, pero estoy seguro. Hay un ritmo. Como en
una función pautada con estudiados actos de idéntico tiempo, apuran cada
intermedio para visitar ese ambigú que está en la orilla. Un breve baño. Los
tres. Y no sé si vuelven a sus butacas o a escena. Entonces, todo se reinicia:
La misma nube que regresa tras esos minutos que tampoco he medido. La señora
del perro, que aprovecha la sombra para sacudir su toalla y recoger el sesgado repaso
del solitario mirón al que le han encuadernado el periódico con la portada al
revés. Lo del niño no cuenta, sólo es un niño y se repite porque le da la gana,
y porque ya va intuyendo que por lo suyo sólo se pasa una vez.
Percibo algo extraño que no me
inquieta, y me pregunto por qué me resulta razonable que no lo sea. Fijo la
mirada en ellos. La entrometo. No sé si ella la ha descubierto pero se levanta.
Sola, en esta ocasión. Camina hasta el borde y se detiene. El agua no le
interesa porque desde allí se vuelve para mirarme. Seria. Sorprendida. Como si
fuera la primera vez de una sensación que comparte. Es inútil hacerme el
discreto. Ya es tarde para eso. Me levanto y voy. Yo tampoco sonrío, sin esfuerzo. Y alargo la mirada hasta la anciana
pareja antes de enfrentarme a la suya que ya tengo a la distancia de un
susurro. Ella asiente mientras los señala y me dice que son los suyos, pero no
habla de sus nombres. Me cuenta lo mucho que se amaron y no les reprocha que
siempre fueron esposos antes que padres. Porque por delante de ella llegó una fascinante
historia y este verano han decidido contársela. No quieren que se olvide, como
el accidente, que algunos, no tan íntimos aunque pusieron flores en el
cementerio, ya están olvidando.
Hago un gesto estéril con la mano
para quitarme unas gafas de sol que no llevo pero protegen mis ojos. La miro
fijamente y con intención porque yo también vi esa película. Y la desigual,
donde eran los muertos quienes veían vivos sin entenderlo.
Entonces sonríe cuando niega. Sólo
una vez. Y me habla de personas, de lugares y de sentimientos. Me habla de quienes
al detenernos encontramos palabras escritas. O tal vez sea al revés.
Se despide con la promesa de
enviarme el manuscrito. Será por otoño. Aún queda verano, aún quedan palabras
que poner. Palabras que toman el sol y se bañan. Palabras que son una vida, un
amor y una tragedia. Palabras que vemos, cuando sabemos mirar. Sensaciones que
vivimos, cuando las palabras enredan con nuestra cabeza. Cuando empujan.
Oscar da Cunha
27 de agosto
de 2017
La prosa tuya más conceptual y poética que he leído. Aciertos literarios sorprendentes: "Lo del niño no cuenta, sólo es un niño y se repite porque le da la gana, y porque ya va intuyendo que por lo suyo sólo se pasa una vez".
ResponderEliminarMisterio desde una escena cotidiana. Inquietante. Fascinante.
Muchas gracias, Manuel. Sigo y continuaré aprendiendo de ti. Creo que voy por buen camino, y además me gusta.
EliminarUn abrazo