sábado, 20 de julio de 2019

Ruidos en el desván

Es noche de viernes pero yo no le doy mucha importancia, al fin y al cabo todas las semanas hay una. Por lo visto alguien tiene algo que celebrar porque desde la lejanía llega ese ruido con eco en el que se convierte la música cuando viaja. No sé qué hora es, aquí en el jardín no tengo nada a mano para consultarla, pero cuando levanto la vista del libro y miro las estrellas intuyo que la medianoche hace ya tiempo que ha quedado atrás. Antes era capaz de calcular el momento y la orientación con sólo mirar su posición en el firmamento. Ahora me he vuelto más práctico, cuantos más puntitos brillantes veo supongo que es más tarde, por fin empieza a aflojar el calor y yo sigo en el mismo sitio.
            Quedaría muy chulo decir que me alumbro con un viejo quinqué de petróleo, pero el alargador del cable no se gasta y tengo bombillas de repuesto. Son de las viejas, de las incandescentes. Cuando las iban a retirar compré tantas que algún día podré montar una verbena en el infierno.
            De pronto me sorprende el silencio. No creo que la música haya parado, simplemente no llega. Pero lo pienso un momento y no me parece tan simple, la noche siempre tiene sus ruidos. Hay ruidos de invierno, de verano; ruidos de tempestad o ese cotarro que organizan los animales cuando el mundo está en calma. Ahora no se oye nada. Perturba, es un silencio extraño y yo reacciono mal ante lo desconocido. Debe de ser por haber llegado a esa edad en la que uno se cree que ya lo ha visto todo y el problema real es que va cansado de mirar.
            Decido indagar. El silencio sólo puede llegar por el camino que termina en mi casa. Nada viene por otro sitio, salvo la primavera, que hace que todo se vuelva bonito, pero de ella ya me avisan los árboles cuando se ponen cachondos.
            Me voy hacia la oscuridad, con chulería, que para eso tengo perro y estos cabrones lo perciben todo en alta definición. Esos avances que conseguimos con la   tecnología me hacen darme cuenta de lo chapucera que ha sido la naturaleza con nosotros. O igual fue un despiste, como cuando hay que precipitar una boda antes de que se note y por ese mismo precipicio después se caen todos.
            A la derecha, sobre la hierba, dos ojillos brillan. Todo bien, me digo. Mientras sean dos ni es Polifemo ni nada de esas cosas raras. Y ahora me alegro de no vivir en el mismo barrio que Stephen King. Llevo la escopeta cogida por los cañones. Desde que estoy solo me salen mal todas las compras y los vendedores van a lo suyo, no aconsejan. Yo me dejé llevar por los ojos y ahora resulta que los cartuchos más gordos no encajan con el calibre del arma. Creo que me voy a apuntar al campeonato de culatazos.
            Pepe, mi perro, pasa del bicho y eso me acojona. Éste sólo corre detrás de lo que sabe que se puede escapar. Es inglés pero él no tiene la culpa; salvo los de Bilbao, cada uno nace donde puede y después uno se apaña con las consecuencias.
            Me acerco y lo que sea no se mueve. Mal asunto, oigo en mi cabeza. Hoy en día no hay nada que no huya del hombre. Tenemos mala prensa. Por fin me doy cuenta de que es un gato. Sigue inmóvil cuando lo toco suavemente con el pie. Debe de estar muerto, pienso, pero sus ojos siguen mirándome y eso no encaja. Aunque lo que me preocupa es que no encaje lo que acabo de imaginar. Me agacho, lo compruebo y en efecto, no encaja. Un gato de peluche no anda solo a estas horas de la noche y por eso miro a Pepe con desdén. Lo de la escopeta lo acepto, pero que tampoco me funcione el perro… Va a ser cosa de ajustarle mejor la dosis de ginebra en el agua que bebe.
            Alguien ha tenido que dejar ese peluche, y no está a tanta distancia de la casa como para que a él le haya pasado desapercibido. Mi perro es uno de esos hooligans para los que cualquier excusa es buena con tal de armar jaleo.
            Vuelvo hacia mi libro pero ya no puedo leer. Nunca me había fijado, el silencio total es molesto. Se nota que algo falta, o falla, o funciona mal, o yo que sé. Quizá el problema del silencio total sea que no puedes ir a quejarte contra nadie. Tengo que solucionarlo, le voy a montar a ese peluche una bronca que se le van a quitar las ganas de volver a joderme el ruido.
            Voy lanzado, como si supiera lo que hago. El puñetero perro otra vez pasa de largo y esta vez los ojillos de cristal del falso gato brillan desde la izquierda del camino, algunos metros más cerca de mi casa. Tranquilo, me insisto, la respuesta está en el frigorífico. Hoy has hecho la compra muy deprisa y las cervezas 0,0 a veces se confunden con las de verdad. Todo es cuestión de retroceder y dormir la mona. Mañana, con un par de aspirinas, volverá el ruido. Respiro profundo porque jamás he visto a la poli hacer el control de alcoholemia en la escalera que sube a mi habitación. Además, tampoco subo nunca en coche. No me parece cómodo despertarme abrazado a él mientras ocupa el lado vacío de mi cama.
            En mi casa no se sale a la terraza, más bien es al revés. Se trata de una terraza a la que se llega y que tiene una casa en la esquina, molestando. Se nota que uno ha llegado a un sitio civilizado porque tengo las zarzas controladas. Hemos llegado a un acuerdo razonable. Ellas se encargan de decorar todo lo que no tenga cemento debajo y ahí es donde pongo algunas sillas. He aprendido a amar el plástico; si la intemperie lo ensucia mucho lo mandas a reciclarse en tapones de botella y renuevas el mobiliario. Eso sí, todo tiene que ser blanco. Ahora están más de moda otros colores, indefinidos, con nombres exóticos para que te lo tengas que currar hasta encontrar la porquería: gris Pompeya, nogal del Himalaya… Yo prefiero el blanco inodoro porque me lo pone más fácil. Y al volver, sobre el blanco de una de las sillas me vuelvo a encontrar a ese maldito gato que acabo de dejar tirado en el borde del camino.
            Sé que es imposible y todo es cosa de mi imaginación, pero es la primera vez que muevo gatos y necesito ponerme a prueba. Uno necesita saber dónde están las costuras del mundo real.
            No me cuesta encontrar una cuerda. La anudo alrededor de su cuello, apretando sólo lo suficiente para que no escape. Y con el brazo de la silla no tengo ninguna piedad.
           
            Todavía no ha amanecido pero me despierta el ruido. Ha vuelto. Discreto, como acostumbra a esta hora. No tardará en salir del sueño el alboroto, me gusta esperarlo. Siempre he pensado que eso de que te pille la mañana por sorpresa no tiene ninguna gracia. Es como empezar a leer un libro por su segundo capítulo. El alba es cuando el día se expresa en verso, lo demás sólo es enredar con las palabras.
            Salgo fuera y huele a nuevo; me recuerda a cuando, de niño, estrenaba sueños de los que no se sueñan porque la esperanza tiene esa magia que sólo se presenta entremedio de la incertidumbre y el deseo.
            Nadie se ha llevado al gato que me mira desde la silla donde lo he dejado horas antes. Sus ojos de cristal ahora sonríen con ironía porque lo que falta es la cuerda con la que me afané en atarlo. Esa no está. Y entonces, al mirar hacia el oriente que se empieza a poner en ese azul que borra las estrellas, comprendo que lo que nos hizo humanos no quiere entender de nudos.

Oscar da Cunha
20 de julio de 2019


2 comentarios:

  1. Me gusta como escribes. Cada vez me gusta más sumergirme despacio en esos ambiente s misteriosos y llenos de humor...Mira que me hubiera tomado a gusto una caña contigo en ese jardín vigilando de refilón los ojos del gato...Un muxu.

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    1. Muchas gracias, Dama. Para la próxima sesión de ruidos y silencios estás invitada. Será un honor.

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