Camino despacio y no estamos para
desperdicios. Acaba de salir el sol y sé que decidirá tomarse su tiempo antes
de volver a dejarse ver. Ya va avanzando el mes de julio, pero en esta esquina
del Cantábrico, los que lucen bronceado vienen de afuera. De cualquiera de esos afueras
en los que verano es sinónimo de: ¡Qué bien se está en la sombra!
Tengo
los deberes del día terminados, o sea que a medias, y eso para mí hoy es lo
mismo.
Son
las… bueno, hoy también da lo mismo, el caso es que por aquí hay unas horas
durante las que los comercios echan la persiana asumiendo que sus clientes prefieran
una siesta a revolver entre sus estanterías antes de salir huyendo, el pretexto
del mal clima también afecta a esas tiendas donde antes comprobaban si la bombilla
alumbraba previamente a envolvértela.
La
calle está en silencio hasta que los primeros compases de ese ritmo escapan por
una puerta. Me paro, sólo unos segundos y miro. Me sorprende que no sea un
chino —esos no cierran nunca—, se trata de un bar y mi desvergüenza no me da
para contonearme en mitad de la acera, aunque sólo me mira un perro que sonríe porque también debe ser de mi década, y recuerda cuando algún amo bailaba con él ese
Billie Jean que no hemos tardado en reconocer.
Ya
no consigo parar mis pies y entro. El barero se apoya en la barra, es lo que tiene
más a mano para no caerse por la risa ante mi extravagante imitación de Michael
Jackson.
—¿Qué
tomas? —consigue preguntarme entre carcajadas.
—Eso.
—Y señalo la pantalla. Que ha dejado de ser uno de esos cristalitos por los que
nos asomamos a esta mierda de vida y donde ahora lo veo a Él, y también compruebo
que yo no pasé por esa edad con la idea de no volver.
—Era
un artista único —me dice.
—Lo
sigue siendo —le suelto—, los artistas nunca mueren hasta que nosotros les
acompañamos. Sería una crueldad pensar que nos van dejando solos.
Quiero
compartir el momento y llamo a mi mujer. Estará a la vuelta de la esquina,
porque no sé cómo lo hace pero siempre está a la vuelta de mi esquina.
—¡Ven!
—y le cuento.
—¡Voy!
—y me responde. Su voz suena animada a través del teléfono—. Estoy a la vuelta
de la esquina.
El
local se encuentra vacío, aprovechando ese entreacto entre los últimos vermús y
los primeros cafés. Josema (ya nos hemos presentado al descubrir que las canas que
nos repartimos no son más que ese camuflaje que utilizamos para fingir que la
vida nos ha enseñado a ser más humanos) también abandona la barra, y ya somos
tres los que intercambiamos sonrisas viajando hasta un tiempo que tal vez no
fuese mejor pero llegamos a conseguir que lo pareciera.
El
video termina pero Josema lo repite una, dos veces…
Al
cabo entra un cliente. Debe ser un habitual de piedra que reclama su carajillo
con sangre y pide que le pongan el informativo, ese que hoy, otra vez para
variar, nos sacude con las imágenes de más de ochenta inocentes cuyos corazones
todavía seguirían palpitando si a un verdugo no le hubieran tachado la palabra
convivencia de su diccionario.
No
lo quiero ver, y con un gesto me despido de Josema. No estoy dispuesto a
seguirles el juego a esos fanáticos, conmigo que no cuenten para vivir con
miedo ni para malvivir con odio.
Me
siento en el coche y recuerdo que tengo el mismo disco. Lo introduzco en esa
ranura dentro de la que debe de vivir un señor que se encarga de que la canción
repita, y miro al cielo. Michael Jackson está actuando en directo y todos imitan
esos pasos en los que parece que no hay suelo, le han encargado convertir la
eternidad en un baile.
Se
me escapa una sonrisa torcida, pero quizá no soportaría este mundo sin mi imaginación.
Oscar da Cunha
15 de Julio de 2016
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