Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis y paro de contar. Tal vez me haya excedido y me
deba una reflexión.
Uno,
dos, tres, cuatro, y cinco. No sé, estoy siendo demasiado generoso conmigo. Lo
intento de nuevo.
Uno,
dos, tres y cuatro. ¿No son muchos, Oscar? Ahora oblígate a un paseo. Pero
delante del mar, o mejor dentro y que a tu memoria la endulce la sal, siempre
te ha funcionado la paradoja.
Uno,
dos, tres y me planto. Ahora sí y con ambos pies pisando tierra firme, porque
yo no nací dentro el Cantábrico, sino frente a él.
Me
repito: uno, dos, tres y no busques más porque no lo hay. El resto es
accesorio, prescindible y hasta en ocasiones molesto por sobrante.
Y
ahora recuerdo que la matemática no es sólo la ciencia que se ocupa de los números
sino también la encargada de establecer las bellas cadencias entre la armonía
de los sentimientos, y no recuerdo si la frase es mía o alguien la dijo antes,
pero no me preocupa porque seguramente ya no esté con nosotros y no me lo va a reprochar.
Procuro
amanecer siempre el primero y antes de llegue la luz. Me gusta contemplarlos
aún dormidos y, mientras sigilosamente me deslizo entre las sombras, soñar con
que ellos estén soñando conmigo. Son muy pocos, pero justo los que necesito
para que la soledad sea un accidente que nunca me permitirán sufrir. Admito que
a veces (al cabo de cada día) nos peleamos, pero siempre terminamos volviendo a
apostar por lo que nos une, porque la felicidad que compartimos juntos supera
al orgullo de cada uno por separado. Y tengo la suerte de que ninguno esté
interesado en cómo funcionan las balanzas porque yo, más de las veces que estoy
dispuesto a confesar, saldría perdiendo. Y aunque por alguno tuvimos que llorar,
duró poco porque sólo se marchó su cuerpo y jamás ha dejado de estar entre nosotros, ya se encargó
antes de hacerlo de enseñarnos que vivir en la memoria es el único testimonio
de que no hay final, porque la muerte es un invento con el que se consuelan
los egoístas.
Por
eso, aunque parezcamos menos somos más, y quienes de verdad se esfuerzan en conocernos saben que establecer lazos
conlleva comprometerse a formar parte de nuestro espontáneo círculo en el que
cualquiera es bienvenido aunque llegue sin llamar. Esos, mis queridos
—porque para lo que hoy llaman amigos basta con unos minutos de taberna—,
dispuestos a compartir mesa y mantel de sinceridad, y tolerancia para jugar una
partida sin cartas marcadas ni intenciones de ganar, porque el único premio
consiste en intercambiar los defectos por sonrisas, los errores propios por la
aceptación de los ajenos, y a no callar los malos momentos porque de dioses
están llenos los infiernos. Y aunque a mis queridos quisiera dedicaros cielos y
paraísos, no está en mi mano ni creo en ellos. Y no seremos capaces de cambiar
este mundo en el que hemos sido desterrados, pero no aspiro a hacerlo, sólo a ser
como los que mi buena suerte os ha encontrado en el camino, que ya no es mío
porque vacío no me sirve, y compartir con vosotros los templos en los que os localizo.
Templos
en los que las columnas las forman los troncos de mis bosques, sin más altares
que esos horizontes en los que cielo y mar me acercan a mis deseos, y
silenciosas noches de estrellas bajo cuya bóveda encuentro la serenidad que es
la mejor oración del alma. Templos que ya estaban antes que nosotros y seguirán
custodiando nuestras cenizas cuando los dejemos con el encargo de recordar que
una vez nosotros también fuimos parte de esa verdadera y eterna divinidad que
llamamos naturaleza.
Un,
dos, tres y no cuento más, porque no se trata de seguir sumando sino de saberlo
conservar. Pero cuento con vosotros.
Oscar da Cunha
24 de enero de 2016
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