Nunca os he hablado de ella, la casa roja.
Vive sola desde que su propietaria la abandonó cambiándola por una lápida en el
cementerio del pueblo. No ha tenido suerte, después, todos la han rechazado. Es
blanca como casi todas las de por aquí, solo el color de la carpintería la
diferencia de la mía que está pintada de verde, pero ella no tiene a nadie que
le diga: mi casa. Está a mitad de ese camino que solo recorro yo, y todos los
días la saludo al marcharme y al volver.
Por las noches, desde hace años, la observo
con curiosidad, intentado adivinar una sombra tras algún cristal, una cortina
que al deslizarse esconda una cara, la tenue luz de una vela que deambule por
su planta alta…, nada. Me acerco y la escucho, deseando capturar una voz, una
llamada, el sollozo de un niño…,¡nada! Solo el viento es capaz de arrancarle
algún gemido a sus ruinosas maderas, solo el sol consigue que sus cristales
reflejen algo de luz; la luna, egoísta, prefiere el río.
Debería haber elegido cualquier otro momento
para entrar, a plena luz del día, pero la curiosidad es caprichosa y se
presentó con el último plenilunio. Sé de una ventana en la parte trasera de la
casa que alguien olvidó cerrar, y todas las noches de viento me llama. Esa
noche acudí, mis gatos me despidieron con un corte de mangas, y Naty me miró
con una condescendiente sonrisa, sabe que no gozo del olfato de un perro.
Una vez dentro necesité encender la linterna,
llamó mi atención que la luna llena se negara a prestarme un poco de claridad, desde
dentro el camino se veía perfectamente iluminado, pero los finos cristales de
las ventanas parecían decididos a bloquear el paso de la luz hacia el interior.
Caminé sobre el piso de baldosa
hidráulica sin emitir ni escuchar ningún sonido, recorrí toda la planta baja
hasta llegar a la cocina: sobre la mesa, una taza de café, vacía, limpia,
esperando a ser utilizada; muebles, cuadros, utensilios, todo allí dentro daba
la sensación de haber interrumpido su rutina en un preciso segundo, en la
antesala del siguiente que siempre estaría por llegar. Salí al rellano y vi las
escaleras que conducían al piso superior; si habéis profanado solos una casa
abandonada sabéis lo que se siente frente a una escalera oscura, silenciosa…
Subí. Ninguna de aquellas baldosas emitió el menor lamento; antes, la
construcción, se trabajaba para toda la vida.
Enfoqué la pieza con mi linterna, dos
sillones tapizados con otomán granate y una mesa central con un jarrón vacío de
porcelana de Limoges; encima de una peana, junto a la puerta, la radio de
madera sobre la que me apoyé todavía estaba caliente, el escalofrío empezó por
mi mano derecha erizándome todos los pelos hasta concentrarse en mi nuca. Todavía,
era la palabra que no encajaba en aquel salón, ese todavía estaba fuera de
lugar, despreciaba al tiempo…
—¡Apague la linterna por favor! ¡Nos van a
descubrir!
La taquicardia que me provocó aquella voz,
susurrante, aún la sigo conservando. La linterna tampoco aguantó el golpe
contra las baldosas, y la luz huyó por la ventana.
—¡¿Quién está ahí?! ¡¿Quién eres?!
Gritar es una buena terapia para combatir el
miedo, no siempre funciona. Miré hacia donde parecía surgir la voz, a la
derecha, junto a la ventana del salón que da sobre el camino, pero la
luminosidad exterior contribuía a oscurecer aún más la sala.
—¡No grite por favor! ¡Nos van oír!
Otra voz, esta vez femenina, contestó desde
el lado izquierdo de la estancia. Yo continuaba sin ver nada y el miedo me
impedía adaptar mi vista a la oscuridad.
—¿Quiénes sois? —pregunté—. ¿Qué hacéis aquí?
—No nos delate, por favor. Tenemos dos niñas,
no queremos que ellas también acaben en un vagón de tren.
Noté como la voz femenina avanzaba hacia mí, empecé
a perder el miedo y pude ver. Una mujer alta, delgada, juraría que morena, con
dos pequeñas escondidas entre sus piernas.
—Somos los Ergman, Shlomo y Françoise, mi
mujer. Mis niñas, Abigail y Myriam.
Por fin conseguí separarlo a él de la
oscuridad, también alto y delgado, vestía un traje oscuro totalmente arrugado,
intentó abrir una sonrisa pero fracasó.
—No nos denunciará, ¿verdad? No parece usted
de la Carlingue.
La voz de Shlomo era dolorosamente
implorante, no obstante su comentario me desconcertó; o su vista todavía estaba
dominada por el miedo, o me estaba tomando el pelo. Yo, con mi suéter lleno de
agujeros y mis chanclas, no encajaba con el retrato que todos tenemos de un
miembro de la Gestapo.
—Somos de Burdeos, yo soy maestro
chocolatero. Dejamos nuestra vida allí, en junio, con la llegada de los alemanes.
Desde entonces estamos escondidos en esta casa, esperando poder pasar la
frontera, y ahora… —Shlomo interrumpió su relato unos instantes con un evidente
gesto de impotencia— …ahora también han llegado hasta aquí. Incluso se espera
la llegada del propio Hitler en persona. ¡Aquí, en Hendaya!
Se llevó las manos a la cara para ocultar sus
lágrimas de desesperación.
En ocasiones, la imaginación juega al póquer
con la realidad, y se ve que esta noche le habían entrado cuatro ases.
—Escuchen, la guerra terminó hace muchos años,
todo esto es absurdo. A mi no me importa que se queden aquí y si puedo
ayudarles en algo…
—¿Absurdo? ¿Qué ve usted de absurdo en esos
soldados? —Shlomo me cogió del brazo y me llevó hasta el muro de la sala, junto
a la ventana. En el exterior, en mi camino, el trajín de hombres uniformados bajo
los potentes focos era febril, y el grito de uno de ellos, tocado con gorra de
visera, traspasó los finos cristales.
—Arbeitet Sie Bastarde!
—Están construyendo un puesto de vigilancia,
justo aquí. ¡Estamos perdidos!, no…
—¡Es un bunker! —le interrumpí—. ¡Lo conozco!
Es el último de la Línea Europa, todavía sigue en pie, paso delante de él todos
los días.
—¿De qué año viene usted? —me preguntó Françoise
desde la oscuridad.
—Estamos en 2012 —No pude evitar sentirme
obsceno por mi respuesta.
—¿Y cuando acabó la guerra?
—¡En 1945!
—¡Elhoim nos ayude! Aún quedan cinco años. No
sobreviviremos, es imposible.
Las dos pequeñas comenzaron a llorar, sabían
perfectamente la sentencia que trasmitían las palabras de su padre.
—Pero… no lo entiendo, ¡no es posible!, yo he
estado ahí fuera hace unos minutos. ¡No hay nadie! ¡Todo eso ya pasó!
—¡Venga, siéntese! —Shlomo volvió a cogerme
amablemente del brazo y me condujo hasta uno de aquellos sillones color granate,
él se sentó frente a mí.
»Comprendo su confusión, esto no es normal
pero está ocurriendo. Su tiempo y el nuestro acaban de cruzarse, es posible que
nuestro miedo haya sido capaz de alterarlo, sin embargo el espacio que ambos
compartimos en esta habitación sigue siendo el mismo, pero si salimos fuera
usted lo hará en su tiempo y nosotros en el nuestro. Solo aquí, y quizás ésta
sea la única ocasión, podemos percibirnos.
—¿Cómo puedo ayudarles?
Mientras hablábamos me pareció que las voces
que provenían del exterior habían cesado. Me levanté del sillón y volví a la
ventana, el camino esta vez se veía solitario, y con la única iluminación de la
luna. Me giré hacia el interior de la sala, los Ergman habían desaparecido.
—¡Shlomo! ¡Françoise! —grité.
No hubo respuesta.
Me temblaron las piernas al bajar por la
escalera, sabía que al sentirme solo, el miedo podría volver a aparecer, y con él
los soldados. En completa oscuridad recorrí a la carrera la planta baja
tropezando con la mesa de la cocina, por el ruido supe que aquella taza vacía
ya no esperaría más. Conseguí recobrar la serenidad al salir al exterior y ver,
sobre el camino vacío, mi sombra bajo la luz de la luna.
Desde aquella noche, todas las tardes al
volver a casa, coloco delante de la ventana, que continúa siempre abierta, unas
barras de pan, algo de comida y unas galletas para las niñas. Jamás he vuelto a
entrar en la casa roja, pero cada mañana, antes de marcharme al trabajo,
compruebo que delante de la ventana no queda ningún rastro de lo que dejé la
tarde anterior.
* Ayer bajé al pueblo, nunca me había parado
a leer aquel letrero:
“Ergman - La Maison du Chocolat -
fondée en 1946”
Oscar
da Cunha
7 de Octubre de 2012
impresionante , que miedo
ResponderEliminarEl miedo fue sustituido por la sorpresa, y después por al emoción.
EliminarUn abrazo.
Oscar, hay casas y mansiones, que tienen algo de especial,lo se por esperiencia. estupendo texto, como siempre haciendonos de acompañantes en tus relatos. Un abrazo
ResponderEliminarUn abrazo para ti Rafa, por seguir siempre en "el otro lado".
EliminarGracias.
¡Me encantó, Oscar! Desde luego, siempre me han gustado este tipo de relatos en los que el tiempo es tan delgado que es fácil "caer" de otro lado y nos llenan de suspenso y zozobra. Está muy bien resuelto...nos deja una cierta sensación de temporalidad ese pan que desaparece de la ventana día tras día...¿se habrá congelado el tiempo en dos secuencias cuya conexión no se interrumpe?
ResponderEliminarEse tiempo no es más que una fina línea que, de momento, solo podemos traspasar con la imaginación ¿o si? A veces, si hacemos un esfuerzo podemos arrastrar nuestra realidad hasta situarla más cerca de nuestros sentimientos. Por cierto, el chocolate no me lo cobran.
EliminarUn abrazo Begoña.
Precioso relato, Oscar. En pocas líneas sabes captar el interés del lector, produces una sensación de realismo capaz de envolver lo imaginario de intriga y temor seguramente porque todas las fronteras, también la de Hendaya, están pintadas de sangre que se niega al olvido inexorable. Por eso tus personajes murmuran autenticidad.
ResponderEliminarGracias por seguir escribiendo. José Ramón.
Que te puedo comentar a ti… El sufrimiento es atemporal, y en efecto hay lugares donde el tiempo guarda silencio.
EliminarUn abrazo Jose Ramón y gracias por seguir compartiendo.
lo leo, y lo releo, es fascinante da miedo pensar en traspasar la barrera del tiempo en una época de guerras devastadora pero a la vez, es atrayente, como siempre oscar nos llevas de la mano haciéndonos sumergirnos en la historia.
ResponderEliminarEs la magia de la fantasía la que nos sumerge en el tiempo, un placer tu compañía, Nela.
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