MAX
Jamás podré olvidarlo, es el mejor tipo que he conocido y dudo que la
vida vuelva a regalarme un compañero como Él.
Raro es el día que por un motivo u otro no veo su sonrisa. Una pareja
besándose: es Él, un niño feliz con su pelota: Max en mi memoria, dos ancianos
regalándose una tierna mirada: siempre el recuerdo de su ternura. Pero en estas
fechas que se acercan, su presencia en mi memoria es perpetua.
Apareció un veinticuatro de diciembre, yo no le vi quitarse las alas,
pero bajó con ellas. Tan sólo era una bolita de pelo con dos almendras por ojos
de color miel, y unas grandes patas que ya presagiaban que con su futuro gran
tamaño no se iba a conformar con un pequeño trozo de mi corazón, siempre me
faltó alma para estar a su altura.
Acarreó con dificultad su adolescencia, sus neuronas no seguían el mismo
ritmo de crecimiento que su cuerpo necesitaba para albergar su enorme bondad.
Pese a que con sus desgarbadas patas no paraba de corretear en cualquier
dirección del jardín, nunca pisó una flor, ante ellas se detenía acercando su
enorme nariz para disfrutar del perfume y fijar su cálida mirada en la belleza
de sus colores. Perseguía las mariposas evocando el vuelo que una vez lo trajo
hasta mí.
Nunca paró de crecer hasta convertirse en un corazón de cincuenta y seis
kilos. Por las noches fue el colchón de mis gatos, con quienes compartía
durante el día apasionadas batallas que siempre fingió perder.
Campesino de origen y pastor de profesión fue un apasionado de la mar.
Mil veces le vi seguir la estela de mi tabla, maniobrando a la perfección bajo
las olas al remontar, y retomando la orilla como el más grácil de los delfines.
Me enseñó el placer de rebozarnos juntos en la arena, y juntos, más de una vez,
meamos en el palo de alguna sombrilla vecina dándonos a la fuga, como dos
delincuentes, hasta perdernos nuevamente en el agua compartiendo sonrisas.
Por las noches le hablaba de las estrellas, y en invierno su mirada se
iluminaba contemplando Aldebarán, su preferida.
Nunca le vi pelearse con nadie, aunque iba sobrado de musculatura y
dientes, su cerebro jamás quiso admitir la violencia. Fue mi catedrático en la
tolerancia y el respeto, sobre todo con los más débiles por quienes sentía
predilección.
Me enseñó a amar la vida sencilla: compartir, acompañar, esperar, mirar
y sentir sin aditivos. Gracias a Él aprendí a ser fiel a quienes quiero y me
quieren, a reír con sus alegrías y llorar por sus desgracias. Si algo bueno hay
en mí, Él me lo enseñó, fue mi maestro.
La ineludible ley de la naturaleza lo llamó. Con casi catorce años su
enjuto cuerpo llegó a no poder sostener su enorme corazón.
Quiso compartir conmigo sus últimos momentos. Respiré junto a su boca su
aliento final, mis manos cerraron sus ojos en los que aún seguía reflejada mi
sonrisa de despedida mientras mi mano derecha no quería resignarse a dejar de
sentir sus últimos latidos, y así, su espíritu infinitamente bondadoso penetró
en mí para ayudarme a soportar mi condición humana.
La inteligencia no lo adornó en exceso, pero mantengo mi escopeta
cargada para quién se atreva a sugerirme que algún día tendré un perro mejor.
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