A
menudo tengo la sensación de que me pierdo demasiado de cuanto me rodea. Procuro
poner atención a todo lo que veo y escucho, sin darme cuenta de que lo
importante llega por sí solo, se abre camino entre el ruido de fondo y me encuentra.
Es entonces cuando entiendo que quizá lo que me haya perdido… sobra. Porque en
lo más sonoro, en aquello que se esfuerza por conseguir que se nos distraigan
las atenciones no están contenidos los detalles. Esos pequeños detalles que
fabrica la vida cuando la dejamos tranquila, cuando no nos preocupamos por cómo
y con cuánta intensidad vivimos, y simplemente nos dejamos llevar por eso tan
sencillo y que nos hemos empeñado en complicarlo, eso que se llama vivir.
Es
viernes y casi mediodía. Estoy en una ciudad de provincias, la mía. Esa que aún
está rebosante de turistas que ya se mezclan con los que han terminado sus vacaciones
y con los que todavía las estamos esperando. Y llueve. Y ocurre eso que tanto
nos incomoda a todos los que circulamos en coche, esa manía que les ha entrado
a los demás (porque siempre son los demás, los otros, y porque ninguno nos
consideramos de más) por también tener coche, y utilizarlo para pequeños
desplazamientos por no mojarse andando. Y eso en una ciudad con tres calles y
cuarto y mitad de otra se convierte en un atasco, como una sobredosis de
colesterol rodante que paraliza la circulación sin que esos medicamentos con
forma de guardia urbano consigan restablecer un ritmo, un latido adecuado a las
infraestructuras que ya se crearon pensando en un tiempo en el que todavía no
hacían falta infraestructuras.
Estoy
en una punta, o tal vez sea un cómo de la ciudad y me esperan en la otra, u
otro. El reloj me indica que ya llevan tiempo esperándome pero el teléfono me alivia
porque no suena anunciando que ya se les ha acabado la paciencia. Sólo veo
lluvia y coches, y sobre el único asfalto que percibo libre pone BUS.
Delante
mío, un tubo, uno más por el que se escapan los malos gases de las prisas de
quienes conducimos, empieza a echar un humo que ensucia las gotas que no se
resignan a dejar de caer, y no las culpo, porque siempre llueve a gusto de
nadie. Y no lo pienso dos veces, o tal vez sí y eso me haga tomar conciencia de
que yo también sea uno de esos demás.
Aparco
y camino, poco. Las distancias entre las paradas están adaptadas a esas
personas que pueden caminar poco, y los que podríamos hacerlo mucho nos vamos acomodando
porque sólo tenemos tiempo para ese poco, aunque luego los médicos nos obliguen
a buscarnos espacios de nuestra agenda porque ha llegado ese momento en el que con
los pocos no basta.
Llega
el bus y me subo. Saco un billete para la otra punta sin preguntar cuál. En una
ciudad pequeña y con pocas puntas hay que tener muy mala suerte si coges un bus
que no coincida con el que lleva hasta la que te diriges. Me siento y miro por
la ventana. Entre la lluvia distingo ansiedad en las caras de los conductores, los
que están atascados, los demás. También veo mi reflejo en el cristal. Es el
reflejo de una cara relajada por haber tomado la decisión correcta entre llegar
tarde o no llegar.
A
mi lado se sientan una mujer, su bolso y su bolsa con la compra. Huele a jazmín
pero por la bolsa asoman puerros, ¿quién sabe?, llevo tantos años fumando que
igual ahora los jazmines tiene forma de puerro. Es guapa, seguramente tuvo sesenta
años mejores pero yo la sigo viendo guapa. Y viste con esa comodidad de la
segunda edad y media.
Suena
un móvil y todos los pasajeros miramos el nuestro, pero es el suyo. No me
debería interesar lo que dice, o quizá sí pero no me lo pregunto porque no
puedo evitarlo. Yo no soy de los acostumbran a ir por la vida con esos
auriculares para precisamente no escuchar la vida. No me cuesta deducir que se
trata de la conversación entre un longevo matrimonio. Me entristece pensar que
longevo es sinónimo de envejecido pero me alegra que también lo sea de
perdurable. Ahora sé que las pastillas están el cajón debajo de la tele, no de esa
no, de la de la cocina. Y que los jazmines con patatas son para la cena, y con
ajos que son buenos para la circulación aunque no confío en que hasta la cena
se mantenga el atasco.
Durante
la conversación conserva una voz dulce, una de esa voces de doblaje y en la película, la protagonista sigue enamorada de aquel muchacho que le prometió el cielo; y él,
ahora ya jubilado, tiene más tiempo para continuar construyendo la escalera.
Separa
el móvil de su oído para acercarlo a sus labios y se despide con un prolongado susurro
que no se me escapa: "Te quiero mucho".
Ella
me mira con una sonrisa y yo, debe ser por la lluvia pero mis ojos necesitan
limpiaparabrisas.
El
bus llega a la última parada. En una ciudad pequeña y con pocas puntas hay que tener
mala suerte para que no coincida con la tuya.
Me
bajo y la veo marcharse con sus jazmines bajo la lluvia.
El
autobús también se va, y entiendo que ese era mi verdadero viaje.
Oscar da Cunha
11 de septiembre de 2016
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