viernes, 21 de febrero de 2020

Érase una vez

El anciano levanta la mirada hacia el despejado cielo nocturno. Sabe que por ahí andarán Orión, Casiopea, las Pléyades y todas aquellas de las que ya perdió sus nombres. Supone que eso no habrá cambiado y que será como el resto del mundo, que tampoco cambia; a veces hay nubes que ocultan la visión o un sol que deslumbra, pero el fondo, lo que cuenta, siempre es el mismo.
Recuerda cuando sus ojos captaban esos brillos que con el paso del tiempo se han convertido en lejanos puntitos dudosos. Pero eso es cosa de las gafas que llevan mucho desgaste y ya está aburrido de llevarlas a ajustar para que no tarden en volver a lo mismo. Y es que ahora todo dura aún menos que cuando se fabricaba para no durar. Menos la vieja perra que siempre le acompaña, como puede; porque los perros sí son como antes, sobre todo cuando envejecen, entonces no se separan, por si llega la muerte, para poder llevarse al otro mundo la última lágrima de quien tanto los ha necesitado.
            Camina con paso incierto. Alguien con bata blanca le aconsejó que comprara un bastón, pero no recuerda quién se lo dijo ni si era de fiar. Y es que ahora tiene la sensación de que todos le engañan. Incluso el espejo. Va a ser como el ruido, que también se ha escondido y no lo encuentra. Aunque está seguro de que está debajo de los papeles con letras que le enseñan para decirle lo que tiene que hacer. Tiene tantos papeles que ya no les hace ni caso y la culpa la tiene ese arrogante silencio que llegó. ¡Como si pretendiera ser mejor que la música! Se acuerda de cuando bailaba pero no se acuerda de la música. Porque cuando bailaba había alguien que supone tuvo que ser muy importante. Para lo de bailar y sonreír siempre ha sido muy discreto.
            Entra en la casa y se apoya en la mesa donde ha olvidado recoger los trastos de la cena que se han juntado con los de la comida. Se agacha para decirle a la perra —que además está casi ciega— que ya han hecho la ronda, que su trocito de mundo sigue en orden y que ya puede descansar. Que él no tiene la culpa de que el dormitorio esté arriba ni de que ella últimamente haya engordado tanto y los escalones protesten. Y que es mejor que no lo intente, porque con la última caída casi se queda solo y entonces a ver a quién le cuenta las cosas.
            Se saca una llave del bolsillo y abre el armario de las pastillas. Desde la última vez que le chillaron ha tomado precauciones y ahora consigue que le lleguen a final de mes. Nunca ha entendido por qué se las robaban si a ellos no les hacen falta. Qué caprichosos son los muertos, se dice columpiando la cabeza.
            Dos de las azules, tres rosas, una de esas blancas tan grandes y un par de las amarillas. Igual ese no era el orden. Tampoco les ha prestado nunca mucha atención, para lo que sirven. Porque a él lo que le importan son las caras y ninguna pastilla evita que se le vayan borrando. Y si pierde las caras se queda sin compañía. Sabe que es otro capricho de los muertos: alejarse para que no les veas las arrugas. Con lo que costó conseguirlas.
            Sube los tres primeros peldaños y se detiene. Sí, ya lo sabe, siempre se acuerda al pasar junto a ese cuadro lleno de gente que no conoce. Es ahí donde debe poner una nota antes de que se le olvide, tiene que preparar una de las habitaciones de abajo para cuando se haga viejo.
            Vuelve a detenerse antes de llegar arriba y se agarra a la barandilla porque esta noche parece que el aliento tampoco colabora. Reconoce que antes siempre había de sobra y él lo malgastaba. Como el cariño. Se pregunta si ha sido egoísta, no le gustaría que la próxima vez haya tantas ausencias correteando por la casa. Se pregunta qué hacer con las demasiadas palabras bonitas a las que no se les concedió ni un momento, de ellas los armarios quedaron llenos y después se amontonaron por los rincones. Y allí esperan.
            Primero recoger el desorden y aprender porque volverá a presentarse otra ocasión, piensa y termina de subir. Se agacha junto a la cama y la coge con su mano derecha. Le da un beso, como todas las noches, y después se tumba. Apaga la luz porque hay luna con ganas de entrar por la ventana y él ya no está para despachar a nadie. Cierra los ojos y sonríe un poquito mientras empieza con la voz rota, la que siempre empleó para escribir historias: Érase una vez…

            Todos duermen mientras, abajo, la vieja perra guarda los sueños. El anciano arriba y en la otra almohada la foto.

Oscar da Cunha
21 de febrero de 2020

1 comentario:

  1. Érase una vez...la ternura,Salao, la ternura. Que nunca nos falte. Gracias por darme la oportunidad de amanecer hoy llena.

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