domingo, 8 de septiembre de 2019

Saludar es de valientes

Hay tardes que se empeñan en volver, como aquella. Un par de copas después de cuatro décadas y ya ni me molesto en hacer memoria de cuántos kilómetros he puesto de por medio, y voy por la calle y me la encuentro. Me mira, aquella tarde, intenta saludarme porque sabe que yo era su amigo, y yo, como todas las veces que nos cruzamos, agacho la cabeza.
            Él siempre va como un pincel, no le afectan los calores del verano ni los temporales del invierno cantábrico. Traje y nudo inglés en la corbata, espalda recta y ese andar de comerse sólo la parte del mundo que sabe que le corresponde. Si lo viera Carlos estaría orgulloso de su hermano, de aquel niño que no tendría más de diez años cuando llegó aquella maldita tarde…

            Decían que iban a venir los ochenta para cambiarlo todo. Nosotros estábamos bien: motos con las que pringarnos las manos de grasa, buenas bandas dispuestas a hacer historia de la música, y chicas, ellas eran la gasolina de aquel tinglado.
            El «Onda» no tenía nada de especial; si le quitamos que la mujer de Jose, el amo de la barraca, era de esas de las perderse sin importar dónde. Que al mar le había dado por colocarse justo alrededor, dejando sitio para llegar y sin prometer que de allí hubiera salida, y también ese no-se-qué de que íbamos a ser los últimos de algo pero estábamos condenados a entenderlo cuando tuviéramos perspectiva. Esa cosa rara que llega junto al hacerse viejo. El «Onda» era de puta madre. No sé si ahora existe nada que se le parezca, y si lo hay espero que no me dejen entrar. Cada uno tiene su sitio.
            Pues eso, que va y al guaperas de Carlos le da por pedirme la moto. En aquella época lo compartíamos todo, no era cosa nuestra, cada uno se ponía de moda cuando ellas nos lo permitían, salvo Carlos que había nacido para ser un clásico. Él era así, tenía una novia que estaba como el Orient Express pero a él le gustaba subirse a todos los trenes. Y es que no había tren que no quisiera hacer parada en su estación.
            Es posible que sonara Against the wind de Bob Seger en la sinfonola. Sin lujos. Era K7, yo llegaba y echaba «el duro» en la ranura. Pulsaba las dos teclas y nunca tuve disgustos. Era mi marca de cantero. Vivíamos tiempos en los que el respeto contaba.
            La mía, la moto, era como la suya pero en pequeño. Menos agujero en el cilindro y las gomas que tocan suelo en plan lo mismo. De rodar. A huevo para la escapada que se le había puesto a tiro. La morena que lo había pescado, y Carlos era de los de escoger el cebo, llevaba una de esas prisas que o se resuelven o te han liado el prestigio. Y él con la moto jodida, en el taller. Debía de ser cosa del chiclé, que ni palante ni patrás, y por lo visto a la pieza que estaba por llegar le iba a crecer el pelo en el camino.
            No recuerdo en qué parte importante del mundo me estaban esperando para que la arreglara. Sólo que había llegado para saludar y largarme. Entonces vivíamos el momento con perfil bajo, faltabas un día y ya te habían olvidado. La situación era urgente; la morena ya se estaba planteando eso de pensárselo una segunda vez. Por eso no me quise marchar sin echarle una mano para convencer a Boris. Acababa de comprarse una de esas cabras que sólo saben agarrarse bien a cualquier cosa que no sea asfalto. Un motón para fardar, sin más, porque Boris era alérgico a todo espacio que no estuviera entre dos edificios.

            Por las mañanas nos reuníamos cerca de las ocho, era de asistencia obligatoria, siempre celebrábamos un cónclave para decidir quién había tenido la mejor idea con la que fumarnos las clases. No se trataba de faltar porque sí, nos gustaba ser consecuentes con nuestras maneras de darle por culo al tiempo.
            Carlos no volvería a estar. La moto había patinado justo delante del árbol en el que él se quedó para siempre. De la morena se sabía que iba a salir de esa.
            Boris llevó la moto a la chatarra y yo le acompañé para ver si allí encontraba una dignidad en mejor estado que la mía.

            Pero no agacho la cabeza, cuando me cruzo con él, por lo que ocurrió aquella tarde. Además es posible que tampoco lo sepa. La verdad es siempre peor: sé que si hubiera alguna manera de volver a aquel momento y ser los que éramos, ahora yo seguiría agachando la cabeza, contra el viento, que para eso es la banda sonora de ese fracaso.

Oscar da Cunha
8 de septiembre de 2010

2 comentarios:

  1. "La verdad es siempre peor: sé que si hubiera alguna manera de volver a aquel momento y ser los que éramos" León ¿ Tú crees?

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  2. Lo de volver atrás para cambiar el pasado no nos está concedido, nos volveríamos locos y nada de lo que hacemos en cada momento tendría sentido. La vida es una comedia que no permite ensayos.

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